No cierres los ojos Akal

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Ángel Herrerín López

La relación de la CNT con la república varió, de forma sustancial, con el cambio en la dirección confederal. Los anarcosindicalistas, que en los primeros momentos controlaban los principales comités confederales, entendían que el fortalecimiento y la mejora del sindicato necesitaba obligatoriamente la pervivencia republicana con sus libertades y derechos inherentes a cualquier régimen democrático. Sin embargo, la historiografía ha señalado de forma especial a la CNT como la organización que más colaboró en su desestabilización por su implicación en la conflictividad sociolaboral. Pero el sindicato confederal no solo no promovió, en los primeros meses, ningún tipo de levantamiento para acabar con el nuevo régimen, sino que apostó por su consolidación.

[…]  Mientras la prensa confederal llamaba a no hostigar sistemáticamente al nuevo régimen, desde la dirección confederal se pedía calma a los miles de trabajadores para presentar las nuevas bases de trabajo. En este contexto, se apoyaron negociaciones con la patronal, pero también manifestaciones y huelgas, actuaciones legales que eran necesarias para mejorar la situación social de los más desprotegidos. La república, con su legalidad democrática, permitía llevar la lucha sindical allí donde la dictadura lo había prohibido.

Sin embargo, mientras los anarcosindicalistas entendían que el nuevo periodo democrático podía servir para preparar la nueva sociedad libertaria mediante la concienciación de los trabajadores y el fortalecimiento del sindicato, los anarquistas pensaban que el momento era ya revolucionario y, en consecuencia, solo faltaba la acción. Pero necesitaban a la masa de trabajadores para lanzarse a la calle y alcanzar la revolución social. En consecuencia, los anarquistas fueron uniendo sus fuerzas en la FAI con el objetivo de desplazar de los órganos de dirección a los anarcosindicalistas, para desde esta atalaya encauzar la actuación de la CNT. En esta labor, recibieron la ayuda involuntaria del Gobierno republicanosocialista, que mediante sus políticas laborales y de orden público dio argumentos a los anarquistas tanto para su ataque contra el nuevo régimen como para su batalla interior.

[…] El Gobierno no solo aprobó una legislación laboral que favorecía a la UGT y dividía la fuerza sindical, sino que la actuación de las fuerzas del orden en la represión de huelgas y manifestaciones provocó el desencanto de las clases más humildes y facilitó el discurso anarquista para el cambio en la dirección de la CNT.

Después del Congreso del Conservatorio, que se saldó con una victoria sin paliativos de los anarcosindicalistas, el enfrentamiento en la organización confederal no tuvo nada que envidiar a la lucha por el poder que acontece en cualquier partido político. Los anarquistas aprovecharon el ascendiente que históricamente han tenido los hombres de acción en el movimiento libertario para atraer a sus grupos a los jóvenes inmigrantes que llegaban a Barcelona y que, debido a su falta de cualificación, ocupaban los puestos de trabajo más propensos al paro y peor remunerados. Su actuación fue especialmente significativa en la base sindical, pero también en la prensa afín, con el objetivo de desprestigiar a los anarcosindicalistas.

[…] La campaña anarquista llena de descalificaciones especialmente dolorosas en el mundo libertario, con palabras como «burócratas» y «políticos», se mezclaban con acusaciones de «vendidos» y traidores al movimiento que nunca llegaron a probarse, es más, que el tiempo terminó por demostrar que eran falsas, pero que sirvieron para que los anarquistas se hicieran con el control de la prensa confederal y de los principales comités de la organización. A este respecto fue determinante la actuación del Gobierno republicano-socialista con respecto a la represión del movimiento en Figols, en enero de 1932.

Los anarquistas pretendían demostrar que sus planteamientos de la revolución inminente eran reales, al mismo tiempo que atacaban a los dirigentes cenetistas con el único objetivo de alcanzar el poder confederal. Una vez conseguidos sus fines, el levantamiento de Figols fue relegado a su verdadera dimensión, pues ni siquiera los propios libertarios de la época le reconocieron como insurrección de la CNT en el famoso congreso de Zaragoza de 1936.

En cuanto a la represión ejercida por el Gobierno republicanosocialista, lo que incluyó el envío del Ejército y la deportación a las colonias de África de más de un centenar de personas, facilitó la estrategia anarquista. Aunque siempre se ha señalado la represión realizada en Casas Viejas como ejemplo de brutalidad y continuismo en la actuación de las fuerzas del orden en tiempos republicanos, lo cierto es que lo acontecido en Figols es mucho más representativa de la sinrazón en esta materia del Gobierno republicano-socialista. La decisión de acabar a cualquier precio con el levantamiento, inhibiéndose de la raíz del problema, que no era otra que el cumplimiento de la legalidad por parte de los poderosos, mostraba un ejercicio del poder que seguía perjudicando a las clases más desfavorecidas, precisamente aquellas que más habían colaborado para la llegada del nuevo régimen. Es evidente que el Gobierno tenía el derecho de reprimir cualquier tipo de levantamiento contra la república, pero no es menos cierto que el Ejecutivo también estaba obligado a hacer cumplir la ley a los patronos. Sin embargo, buena parte de estos incumplían sistemáticamente no solo los decretos y leyes republicanas, sino también las bases de trabajo que se alcanzaban en el seno de los propios jurados mixtos. Una represión a la que le faltaba, además, una visión política de largo alcance y una orientación inteligente.

[…] Los anarquistas lanzaron dos insurrecciones, en enero y diciembre de 1933, y ambas fracasaron. En primer lugar, porque siempre partían de la premisa equivocada de que el momento era revolucionario, cuando no lo era; en segundo lugar, porque nunca tuvieron el armamento suficiente, pero tampoco la colaboración de los que lo tenían, los militares; en tercer lugar, porque no contaron con el apoyo de la población en general, tampoco de la masa trabajadora y ni siquiera de sus afiliados, pues eran acciones de unas minorías bragadas y heroicas, pero solas.

Todo parece indicar que las decisiones de promover ya no solo estas acciones insurreccionales, sino otras movilizaciones o huelgas, eran más acuerdos de una minoría que de la mayoría de los afiliados a la organización. Los delegados presentes en los plenos nacionales se dejaban arrastrar, en más de una ocasión, por el ambiente revolucionario o sentían la coacción de la corriente predominante y transmitían acuerdos que no se correspondían con lo aprobado en sus respectivas regionales; es más, la supuesta preparación y apoyo para estas acciones que transmitían en los plenos quedaban en respuestas ambiguas cuando se pedía su participación desde la dirección confederal en el momento de la acción.

Estas insurrecciones no tuvieron ninguna posibilidad de hacer fenecer a la república, aunque sí lograban crear cierta inestabilidad. Sin embargo, lo que casi consiguieron fue acabar con la propia CNT. Las diversas olas represivas dejaron una organización desestructurada, con los sindicatos cerrados, cerca de 15.000 militantes en prisión y una pérdida de afiliados de varios cientos de miles de trabajadores.

El bienio negro

El avance del fascismo en detrimento de la democracia en Europa y el recrudecimiento de la crisis económica a nivel internacional, unidos a la subida al poder del Partido Radical, con el apoyo parlamentario de la CEDA, al endurecimiento patronal en la negociación laboral y a las consecuencias de la represión motivada por el último levantamiento, obligaban a la CNT a un cambio de táctica. Por lo menos así lo pensaba una parte de la organización, con la regional asturiana a la cabeza, que apostó por la constitución de una Alianza Obrera.

Sin embargo, la dirección confederal mantuvo una posición aislacionista y retadora que solo admitía el encuentro con otras organizaciones allí donde, según decían, se hacía la revolución, es decir, en la calle. En consecuencia, el asunto de la Alianza Obrera se convirtió en un nuevo punto de fricción que dividió a la organización. De hecho, llegado el momento del principal intento revolucionario que hubo durante la república, como fue el movimiento de octubre de 1934, la actuación de la CNT mostró todas las caras posibles, desde la colaboración con otras fuerzas hasta la inhibición, pasando por el boicot. En consecuencia, la CNT salió maltrecha de octubre, en primer lugar, porque la dirección confederal se había opuesto a la alianza, pacto que se mostró clave en el devenir de los acontecimientos; y, por otro lado, porque su animadversión hacia los socialistas les hizo faltar a la cita a la que ellos mismos se habían emplazado, circunstancia difícil de justificar.

De todas formas, aunque siempre se ha destacado la autoría y organización netamente socialista de la acción, no es menos cierto que el referente principal ha sido siempre lo sucedido en Asturias, lugar donde los hechos tomaron una dimensión revolucionaria y donde la alianza formada por ugetistas y cenetistas, a la que se unieron el resto de organizaciones de izquierdas, marcó el hecho diferencial con el resto de España. Así que, irónicamente, la regional asturiana, que había estado al borde de la escisión por su posición aliancista, vino a salvar el «honor confederal» y a señalar el camino por el que transitar en el inmediato futuro.

La victoria electoral de noviembre de 1933 y, principalmente, la represión del movimiento de octubre del año siguiente obligaron a los trabajadores a actuar a la defensiva, ya no solo para conservar salarios y derechos, sino hasta para mantener el puesto de trabajo. La prisión de militantes y el cierre de sindicatos supusieron la desorganización de los trabajadores y su vulnerabilidad, lo que se materializó en despidos de los más significados, bajada de salarios y pérdida de mejoras laborales. De hecho, los sueldos se situaron por debajo de 1932, al mismo tiempo que la actuación defensiva de los trabajadores se apreciaba en el número de huelgas y huelguistas, que retrocedían a tiempos anteriores a la llegada de la república.

La victoria del Frente Popular

Liberar a los presos que se agolpaban en las cárceles republicanas se convirtió en una necesidad innegable. La CNT no estaba preparada para realizar ningún tipo de acción que facilitara su puesta en libertad, así que, una vez más, tuvo que enfrentarse al dilema de elegir entre principios y realidad, es decir, mantener, por encima de todo, el antipoliticismo abstencionista, o votar a aquellos que llevaban en su programa la amnistía.

[…] A pesar de la campaña oficial abstencionista y la ambigüedad de los mensajes, la mayoría de la militancia confederal acudió a las urnas y colaboró en la victoria del Frente Popular. La masa trabajadora volvió a la calle.

La clase trabajadora se lanzaba a la reconquista de lo perdido, sin que hubiera ninguna revolución en marcha; porque no hubo asaltos generalizados a instituciones de poder, ni ocupación de fábricas ni movimientos insurreccionales, lo que hubo fue una presión legítima y legal a través de huelgas y manifestaciones como en cualquier país democrático. Ninguna organización concibió un plan revolucionario, lo que incluye a la CNT, que bastante tenía con recuperar su estructura orgánica y atraer a los cientos de miles de afiliados perdidos.

La CNT recuperaba el pulso y miles de trabajadores volvían a los sindicatos. La excepcional recuperación de la organización se realizaba, principalmente, al calor de la victoria del Frente Popular, no por la actuación de la dirección confederal. Sin embargo, la mejora facilitó el enrrocamiento de los anarquistas en el control de la organización. Aunque todo indicaba la necesidad de un cambio de rumbo en cuestiones claves para el futuro, como la reunificación del movimiento y la Alianza Obrera. Con vistas a detener el fascismo y trabajar por la revolución, los acuerdos tomados mantuvieron los mismos planteamientos defendidos durante años, es decir, no hubo asunción de responsabilidades por los levantamientos fracasados y, en lugar de promover una alianza con otras organizaciones de izquierda, se volvió al criterio de absorción lisa y llanamente de la UGT, aprobado en 1919.

El resplandor de miles de trabajadores en la calle, protagonizando manifestaciones y huelgas, cegó a la dirección confederal, que no fue capaz de ver la necesidad de un cambio de rumbo. Como cegó a otros muchos, entre ellos al propio Azaña, que a la hora de señalar al verdadero enemigo de la república apuntaba al anarquismo, cuando, en realidad, provenía de la unión de militares y fuerzas de extrema derecha. El fracaso de la rebelión iba a facilitar que la CNT encontrara, irónicamente, el camino a la anarquía.

Fragmentos extraídos del libro “Camino a la anarquía. La CNT en tiempos de la Segunda República» de Ángel Herrerín López

 

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