No cierres los ojos Akal

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El texto de esta entrada es, tras la Introducción, el comienzo del libro “Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula (1897)” de Alejandro Lillo.

El viaje inmóvil

Viajar es el acto de trasladarse de un lugar a otro, generalmente situado a cierta distancia, empleando cualquier medio de locomoción. Sin embargo, no siempre es necesario moverse para realizar un viaje. Si por cualquier razón no podemos desplazarnos físicamente hacia el destino deseado, existe la posibilidad de apelar a otros recursos para emprender la marcha. La imaginación y la lectura, por ejemplo. Ambas constituirían una de las modalidades de lo que Marc Augé llama el «viaje inmóvil»:

La lectura es un encuentro con una voz […]. Pero la lectura también es creación, cualquier lector crea su propia imagen de los paisajes o personajes cuya descripción o evocación lee. Por eso la lectura es un viaje, un viaje inmóvil.

Estoy convencido de que cualquier lector de estas páginas, de una manera u otra, ha viajado a Transilvania en compañía de Jonathan Harker. La trascendencia que Drácula ha tenido en la cultura occidental a lo largo de los últimos ochenta años ha sido enorme. Tanto que, aun sin haber leído la novela que originó el fenómeno, todo el mundo sabe lo que el pasante de abogado va a encontrar al final del trayecto. Frente al televisor, en alguna de las numerosísimas adaptaciones de la obra de Bram Stoker, o ante las páginas impresas de un libro, todos hemos realizado, sin movernos de nuestros asientos, ese viaje inmóvil al corazón de los Cárpatos.

En cada caso, además, el viaje ha sido distinto. No sólo por la pericia y los cambios que con respecto al original haya incluido el director de la película o el autor de la obra, sino porque nosotros mismos somos otros. El viaje, pero también la vida y las experiencias que trae consigo, dejan en nuestra forma de ser marcas que nos transforman, que nos hacen mirar, sentir, leer y soñar de otra manera.

Sin embargo, cuando un viaje como el que representa Drácula ha sido emprendido tantas veces, corremos el riesgo de convertirlo en algo insustancial, en una especie de tópico. Entonces su interés decae, y los beneficios que podríamos extraer de dicho acontecimiento apenas rozan nuestro ánimo. El trayecto de Harker, por repetitivo, ni nos impacta ni nos sobrecoge y, por tanto, tampoco nos transforma.

Hay, sin embargo, un modo de combatir esa impresión. En el primero de los ensayos que componen Ojazos de madera, el historiador Carlo Ginzburg reflexiona sobre el «extrañamiento», una técnica literaria que busca alejar al lector de su objeto y «describir las cosas como si se vieran por primera vez». Es Viktor Shklovski quien, en un texto aparecido en 1917, afirma que «la finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento». Aquello que estamos acostumbrados a experimentar asiduamente se vuelve monótono y aburrido. «Si examinamos las leyes generales de la percepción, vemos que una vez que las acciones llegan a ser habituales se transforman en automáticas». Aunque esos automatismos son necesarios para dotar de seguridad y una cierta agilidad a nuestro día a día, también es cierto que lo excesivamente familiar corre el riesgo de convertirse en un obstáculo para el conocimiento. El «extrañamiento», entendido como una forma de distanciarse, permite observar lo común desde otra perspectiva, percibir los objetos con los que se convive como si fueran nuevos. Entonces, lo familiar se vuelve extraño. Lo propio, ajeno.

Con ese espíritu me he propuesto escribir sobre la experiencia de Jonathan Harker en Transilvania, tantas veces relatada. La invitación al lector es sencilla. Afrontar esa aventura como si nunca antes lo hubiéramos hecho, como si fuera la primera vez que nos acercamos a ella. Al analizar así el viaje de Jonathan, con apasionamiento y distancia, ignorantes de cuanto va a acontecer a cada instante, quizá podamos descubrir matices que nos permitan alcanzar algún tipo de conocimiento más profundo sobre lo que se nos narra. Para ello hay que dejarse llevar, permitir que la propia historia nos envuelva. Mirar con el asombro del niño que está descubriendo el mundo. O con los ojos de un viajero que llega a un lugar extraño y prodigioso.

La llegada

Imaginemos a un forastero que, hacia finales de la década de 1880, arribara por primera vez a Londres. Antes incluso de poner un pie en sus calles, es probable que quedara fuertemente impresionado. El Támesis, que hasta hacía algunos años era un río de aguas claras, se ha convertido en una inmensa cloaca. La corriente cristalina a la que antaño cantaran los poetas discurre ahora cenagosa, repleta de basura y porquería.

Aunque otros ríos de la ciudad aún huelen peor, al Támesis van a parar gran parte de los desechos generados por una urbe que en cuatro décadas ha duplicado su población. Su área metropolitana alberga por esos años a unos cinco millones y medio de habitantes. La Revolución Industrial no sólo ha convertido a Londres en la mayor capital del mundo, sino también en una de las más sucias. Junto a los miles de veleros y barcos de vapor que inundan con sus mástiles y chimeneas el curso fluvial, el río también extiende por la ciudad la pestilencia de los desechos que flotan en sus aguas. Una espesa niebla, compuesta de hollín y azufre, limita la visión a unos pocos metros y confiere al conjunto una sensación de irrealidad desconcertante. Si alguno de los viajeros que atraviesan el río cayera por la borda, seguramente no moriría ahogado, sino intoxicado por los gases de ese vertedero en el que se ha convertido el Támesis.

Imaginemos ahora que el forastero fuera de buena familia y que llegara a Londres intrigado por lo que ha oído contar de ella. Podemos suponer la impresión que experimentaría al desembarcar en los muelles, un espacio que se dilata en una hilera interminable, extendiéndose las zonas de almacenes durante kilómetros y kilómetros. Quizá una masa de andrajosos se peleara por llevar su equipaje. Niños desnutridos y mujeres encorvadas forcejearían con tullidos y ancianos, aunque seguramente ninguno pasaría de los cincuenta años.

Al alcanzar la calle el sobresalto no sería menor. Encontraría las aceras atestadas de carros, ruidos y personas. Abundarían los varones, la mayoría ataviados con ropas gastadas y sucias, pero también podría distinguir a vendedoras de flores con sus bebés a cuestas, mozos acarreando cajas o enormes sacos de carbón, hombres de negocios impacientes por llegar a su destino, buhoneros y cigarreras, vendedores de gorras, de cebollas y de pescado. Todos estarían gritando, luchando por hacerse oír entre una masa de gente que pasaría rozándose sin mirarse entre el relinchar de los caballos y el traqueteo de los carros sobre las irregularidades del pavimento. De fondo tal vez escuchara un monótono e implacable golpeteo de martillos contra el metal o el estridente silbido de un tren que amenaza con irrumpir en la calzada. Pero no. Poco a poco el pitido se alejaría y sería ese conjunto humano, compacto y espeso, lo que iría impregnándolo todo.

Podríamos imaginar el estrépito ensordecedor que aturdiría a nuestro hipotético viajero. Acostumbrado a la quietud de su hogar, tal vez nunca hubiera visto tal cantidad de gente. Podríamos intuir su desconcierto y su asombro, pero también podemos recurrir a las palabras de Edmondo de Amicis. El literato italiano, que visitó la ciudad en 1874, es incapaz de disimular su estupor nada más llegar a Londres:

Me parecía haber caído en el caos: un estrépito de carruajes que no veía, un pitar de trenes por calles llenas de raíles que no lograba comprender, un barullo de luces arriba y abajo, por todas partes y a cualquier altura, una niebla que no me permitía adivinar las formas ni las distancias, y un ir y venir de gente que corría como si huyera de algo: este fue el primer espectáculo que se me ofreció.

El apasionado viajero y novelista describe el Londres cotidiano como un galimatías indescifrable: estrépito, luces, trasiego… Se trata, sin embargo, de un panorama habitual para los habitantes de las metrópolis, aunque realmente caótico y perturbador para cualquier recién llegado que fuese ajeno a ese mundo:

El ruido de los puentes de hierro que tiemblan bajo el peso de larguísimos trenes, silbidos, nubes de humo, soplidos afanosos sobre mi cabeza, bajo mis pies, cerca y lejos, por tierra, agua y aire; una especie de carrera, una furia de cosas que salen y de cosas que llegan, de encuentros y de persecuciones, acompañados por un estrépito de chasquidos, de susurros, de un retumbar continuo, como el de una inmensa batalla y el orden de un desmesurado taller; y además, la oscuridad del cielo, lo tétrico de los edificios, el silencio de la multitud, la gravedad de los rostros que da al espectáculo un no sé qué aspecto de misterioso y doloroso, como si aquel gigantesco movimiento fuese una necesidad fatal y aquel inmenso trabajo, una especie de condena.

Una especie de condena, ni más ni menos. Eso les parecería Londres a los centenares de miles de trabajadores que malvivían en aquella urbe ingente. Así lo exponen Gustave Doré y Blanchard Jerrold en una de las innumerables descripciones que se conservan de los muelles de Londres durante el último cuarto del siglo XIX:

Atravesamos lugares sórdidos y mugrientos con casas humildes y miserables, nos cruzamos con haraganes que holgazaneaban a la orilla del río […]. Calles con viviendas marcadas por la pobreza, tabernas y cervecerías de chillonas fachadas, portales abarrotados de niños descuidados y semidesnudos […], matones de toda ralea que se pasean como si fueran los dueños del vecindario, todo ello además bien regado de alcohol… Incluso en los mejores días, este espectáculo de sordidez se extiende a todo lo largo de los caminos que unen los muelles.

Tanto Gustave Doré, como Blanchard Jerrold o Edmondo de Amicis –como muchos otros antes y después de ellos–, recorrieron la ciudad del Támesis con horror, curiosidad y asombro, pero sabían que al final de la aventura su hogar les aguardaba. En cuanto se hartasen podrían dejar atrás quejidos y gritos, trifulcas y malos olores, para guarecerse ante un buen fuego o una bebida caliente. No estaban condenados a penar como los millones de pobres de Londres, aquellos cuyas condiciones de vida con tanto ahínco comenzó a denunciar en 1889 Charles Booth. El investigador social británico describe un panorama desolador: niños muriéndose de hambre, familias enteras sufriendo una explotación salvaje. «Horrores de borracheras y vicio; monstruos y demonios de inhumanidad; gigantes de la enfermedad y la desesperación».

Así es: no todos los recién llegados tendrán la posibilidad de salir en cuanto quieran de ese pequeño (o gran) infierno, de esa ciudad enorme, apasionada y peligrosa, en la que el anonimato es a la vez fuente de salvación y de condena. Una ciudad en la que el placer y la crueldad están a la orden del día, en la que un asesino como Jack el Destripador puede desatar la fascinación y el terror más absolutos sin levantar sospechas.

No, no todos podrán abandonar ese lugar de pesadilla, no todos podrán escapar de esa bestia brumosa y fría capaz de devorarlos de un bocado y borrar en un instante todo rastro de su existencia.

Alejandro Lillo

Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula (1897)

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Miedo y deseo. Esas son las principales emociones que provoca en nosotros el vampiro. Un terror paralizante, que se combina con una atracción difícil de resistir. Poderosas impresiones, tan antiguas como la especie humana misma.

Pero reducir una obra cumbre de la literatura universal como Drácula a una novela de terror supone pasar por alto el intenso impacto cultural que ha tenido en nuestras sociedades. En el interior de esa ficción palpitan los terrores y anhelos de una época pasada; unas pasiones, sin embargo, que extienden sus tentáculos hasta nuestros días.

Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula (1897) es un viaje al corazón de los Cárpatos en busca de lo que somos. Es la lucha heroica de una joven por sobrevivir, por encontrar un espacio al margen de las imposiciones de los varones. Es también una indagación sobre el fanatismo, la maldad y la locura, sobre la percepción que las clases dominantes tienen de sí mismas, sobre el trato que debemos dispensar al diferente, sobre la capacidad que posee el miedo para movilizar voluntades, sobre la implacable fuerza del deseo…

La presente investigación es una pesquisa de historia cultural sobre el modo en que distintas ideologías pugnan por modelar a los sujetos históricos, por determinar sus actos, su forma de ser y de comportarse. ¿Podría Drácula ayudarnos a entender mejor el mundo del que venimos? ¿Podría contribuir a conocernos mejor a nosotros mismos? ¿Seremos capaces de soportar la mirada del monstruo para descubrir aquello que tiene que mostrarnos?

Miedo y deseo. Historia cultural de Drácula (1897) – Alejandro Lillo – Siglo XXI Editores

 

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