No cierres los ojos Akal

ALEJANDRO RODRÍGUEZ

Abrir un libro de Theodor W. Adorno, cualquiera de ellos, y comenzar a leer, puede producir incomodidad –puede que incluso pánico– dada la profundidad que se nos presenta. Para hacer frente a esta situación, se ofrecen aquí unas claves para iniciarse en su lectura. Pero no ha de confundirse el lector, aquí no se dará una exposición «académica» o «sistemática» de la filosofía del autor. Tómese como una mano que se brinda a quien decide asomarse al abismo, sin peligro de caer, para poder ver lo que Adorno nos ofrece.

En la conferencia de 1931, La actualidad de la Filosofía, Adorno ya hace una declaración de intenciones sobre aquello que será su proyecto filosófico: la filosofía, si no quiere caer en el absurdo, ha de renunciar a aferrar la totalidad de lo real con el pensamiento. Adorno se declara contrario a los grandes sistemas de pensamiento que nacen desde el proyecto idealista (es fácil ver dicha pretensión en Hegel –todo lo real es racional, y todo lo racional es real–, en cuya filosofía razón y realidad son dos caras de una misma moneda­), como son los proyectos ontológicos de principios del xx, aquellos que buscan el estudio del Ser como lo común al ente. Si se tiene presente esta primera intención del autor, según la cual su filosofía huirá de aprehender la realidad, es decir, la totalidad de los entes, para poder prestar atención y pensar lo concreto, dando protagonismo a lo particular, la lectura será mucho más certera. Al atender lo concreto se explica que Adorno fuera tan prolífico y escribiera sobre sociología, cine, música, literatura e incluso sobre cuestiones políticas y económicas.

El segundo paso para comprender su filosofía, muy recomendable para la lectura de cualquier autor, es conocer su figura y su historicidad. Resulta incompresible la lectura de sus textos si no se entiende que Adorno fue sujeto histórico, en sentido de atadura: no se puede armonizar su pensamiento si no se comprende lo que sufrió. Vivió tanto el exilio a causa del horror nazi como la expansión del liberalismo económico y, por tanto, su filosofía renace como impulso ante la «barbarie» fascista y capitalista. Comprende que el totalitarismo es, de algún modo, producto de ese pensamiento que rechaza, ese pensamiento que intenta abarcar la totalidad a través del tribunal de la Razón. En Dialéctica de la Ilustración muestra, junto a Horkeimer, el Holocausto como síntoma del proyecto idealista, de la Ilustración, que había prometido a la humanidad la autonomía y la libertad. Su punto de partida «era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de alcanzar un estado verdaderamente humano, se hunde en una nueva forma de barbarie» y explicar el porqué de dicha paradoja. También es verdad que la lectura se puede aplicar a cuestiones más allá del Holocausto, desde una perspectiva marxista, ya que, según Adorno, «el aumento de la productividad económica, que por un lado crea las condiciones para un mundo más justo, procura por otro el aparato técnico y a los grupos sociales que disponen de él una inmensa superioridad sobre el resto de la población. El individuo queda anulado por completo frente a los poderes económicos».

El tercer elemento que hay que tener presente –tal vez el más importante– es la metodología del análisis de Adorno. Tal como hemos visto, Adorno huye de los grandes sistemas de pensamiento absoluto, propios del siglo XIX o, para hablar claramente, de la dialéctica hegeliana que todo lo engulle. Ésta se desarrolla en tres momentos. En el primero se desarrolla un concepto, que, al enfrentarse con otros, o consigo mismo en su desarrollo, genera un conflicto, como una incoherencia o una contradicción, colapsando e interrumpiendo su continuidad, constituyendo éste el segundo momento. Finalmente ese conflicto se resolverá acudiendo a un tercer concepto en el que se superan y reconcilian los dos anteriores, generando así un concepto que surge necesaria y naturalmente del mismo. Se crea así una estructura fija de pensamiento y análisis. Para Adorno, esto es un error y, para solventarlo, propone su Dialéctica negativa. En ella no hay momento de superación ni reconciliación: el movimiento y el conflicto jamás encuentran solución definitiva ni absoluta, sino que encuentran soluciones «provisionales» hasta que surge un nuevo conflicto. De este modo no hay una única estructura ni un momento absoluto. Así, los conceptos son como un cielo estrellado en el que el pensamiento dibuja y desdibuja constelaciones según vincule o separe astros del firmamento: sólo así es posible pensar la realidad.

Para la cuarta y última recomendación, es preciso acudir a Nietzsche. Éste nos recomienda en su Genealogía de la Moral, para su propia lectura, aquella que puede considerarse a la altura de sus escritos, la que denomina arte, una lectura rumiada:

Para practicar de este modo la lectura como arte se necesita ante todo una cosa que es precisamente la más olvidada […], una cosa para la cual se ha de ser casi vaca y, en todo caso, no “hombre moderno”; el rumiar…

Esto no es válido únicamente para Nietzsche, sino que también es aplicable a los textos de Adorno. No se trata meramente de una lectura, sino de un paladear que nos deja el gusto en la boca después de la lectura, como un veneno adictivo que nos llama, que nos reclama, una y otra vez, a ese pasaje que nos perturba y a la vez nos ayuda a comprender a cada ente de la realidad, a cada individuo dentro de la realidad social. Hay que aprender a saborear cada página, cada párrafo, buscar cómo y de qué manera palpita cada palabra, ya que cada una está escogida entre todas las demás ­–aquí me veo en la obligación de advertir que una lectura superficial, rápida (al igual que cualquier consumo que se quede en la superficie, que no deje poso), produce necesariamente indigestión–.

Una vez vislumbrado el fondo del pensamiento de Adorno, espero que tú, lector, seas capaz de soltar mi mano e iniciar el descenso a la profundidad del legado de Adorno.

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