El incomprendido Oscar Wilde

Les presentamos un fragmento del prólogo, obra de R. Baeza, al inmortal relato de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray.

Hay en El retrato de Dorian Gray dos aspectos que considerar: el moral y el artístico. El primero ha sido el más discutido y, probablemente, la causa principal de su enorme difusión. De toda la obra de Wilde, ésta y Salomé son las más generalmente conocidas. Para el que ha estudiado la obra total del autor, esta preferencia tiene poco de justa, y obedece a razones ajenas al criterio estético. Razones que el lector un poco avisado no tardará en penetrar. La moral del Dorian Gray, por lo mismo que tan imprecisa, se ha prestado a muchas interpretaciones y confusiones, que, desde el momento de su publicación a la fecha, no han cesado.

Cuando, en 1890, el Lippincott’s Magazine publicó la novela, la reprobación de la crítica fue casi unánime. Aprovecharon la moral discutible de la obra para atacar y zaherir al autor, cuya creciente celebridad desazonaba ya a muchos. Le acusaron de haber escrito una obra destinada a corromper el honesto sentir del público inglés, y no faltó quien reclamara la intervención del ministerio fiscal, o incluso alguno que se preguntara irónicamente si tal obra alcanzaría nunca una segunda edición.

Entre todos los críticos, distinguiéndose Henley, bilioso celador de la pudibundez británica, y que pasaba por un árbitro en cuestiones literarias, por la saña y la insistencia de su persecución, Wilde, que no desdeñaba las ocasiones de que hablaran de él, condescendió a discutir con los periodistas, y en menos de dos meses escribió ocho cartas de polémica al St Jame’s Gazzette, al Daily Cronicle y The Scotts Observer, órgano este último de Henley. Como él observara con indulgencia: «El crítico tiene que educar al público, y el artista tiene que educar al crítico».

La teoría de Wilde es la del arte por el arte. Empieza, pues, negando la posibilidad de criticar una obra de arte desde un punto de vista ético. El campo del artista es todo lo existente, y lo inexistente también, que la imaginación objetiva y realiza; y el fin del arte no es la verdad, sino la belleza. El creador está colocado siempre en una situación de perfecta indiferencia hacia el público. Como tal creador, ni siquiera debe saber que existe. La inefectividad estética de nuestra crítica se debe, principalmente, al hecho de estar recordando de continuo al artista la existencia del público. “Si mi obra agrada a los pocos, me doy por satisfecho. Si no agrada, tampoco me causa pena alguna. En cuanto a la plebe, no siento el menor deseo de ser un novelista popular. Es demasiado fácil”, dice Wilde. Luego ataca el error que comete el público al asociar el yo del artista con el de sus personajes; “Llamar morboso a un artista por haberse ocupado de un tema morboso, es tan estúpido como si se llamara loco a Shakespeare por haber escrito El rey Lear”. Ya Keats había observado antes que Shakespeare, el más cósmico de los hombres, experimentaba igual alegría en concebir el mal que el bien, y que en la creación de Otello y de Yago hay, sin duda, un parejo deleite. A los que le acusaban de haber escogido por protagonistas casos de anomalía, de los que la humanidad ofrece raros ejemplos, contesta que el arte sólo puede tratar de la excepción y de lo individual, únicos que pueden revelar el alma humana y el misterio del mundo en sus profundidades. Dogma en que coinciden casi todos los grandes artistas de la época moderna.

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