Puzzle de un momento feminista

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Laura Casielles  | Pero nunca una sola | Aquí estamos

«No es posible ser una. Una misma, con suerte. Pero nunca una sola.» Martha Asunción Alonso

En los últimos años, la palabra feminismo ha sido protagonista de un gran viaje. De ser pronunciada con la timidez de quienes hablan desde un margen y saben que van a tener que dar muchas explicaciones, ha pasado a gran estrella del discurso público: está por todas partes. Los éxitos de la movilización y del relato han situado su nombre y su agenda en el centro del debate. Pero ¿de qué habla el feminismo ahora que todo el mundo habla de feminismo?

Pues habla de todo. En enero de 2018, un par de meses antes de la histórica huelga de mujeres que iba a llenar de feminismo las calles y las casas de este país, un periodista le preguntó a Mariano Rajoy por la discriminación salarial por razones de género. «No nos metamos en eso», respondió el entonces presidente del Gobierno. Eso es, exactamente, lo contrario a lo que hace el feminismo. El feminismo lo que hace es meterse en todo. Nos metemos en las fronteras y en las pensiones, en la educación y en la economía, en el mapa global y en las políticas municipales, en los afectos y en las instituciones.

Porque el feminismo no trata de demandas sectoriales, no es «nuestro rinconcito»: las demandas de las mujeres –mitad de la población– suponen necesariamente un cuestionamiento de todo el orden de cosas. Por lo que el feminismo es transformador y propone una alternativa real al avance del neoliberalismo y de la derecha es porque lo abarca todo. Es una perspectiva sobre el mundo que impugna desde las bases mismas de nuestro sistema –la distinción entre trabajo productivo y reproductivo, por ejemplo; o un contrato social que no puede entenderse sin su parte de contrato sexual– para proponer otro modo de pensar y de hacer las cosas, otro modo posible de habitar –y, por tanto, de construir– el mundo. Una mirada que, al fijarse en cualquiera de las realidades que nos afectan, dibuja una crítica y una alternativa.

Esa alternativa no parte –y con esto es importante tener cuidado– de algo así como unas esencias, de la idea de que el hecho de ser mujeres supone necesariamente una mirada, una sensibilidad o unos deseos diferentes a los que tendrían los hombres. De lo que se trata es de realizar un análisis situado, una toma de conciencia de que las cosas que te pasan no te pasan por ser tú, sino que te pasan por ser mujer. Problemas que durante mucho tiempo habrían sido entendidos como personales se revelan como colectivos y, por tanto, estructurales.

En un momento de polarizaciones, de discursos marcados por una lógica de «yo y los otros», el feminismo no señala al enemigo de manera personal, sino a la estructura, al andamiaje que apuntala un sistema tramado por opresiones y privilegios. Por eso no puede tampoco ser una propuesta reactiva, un muro de contención coyuntural. El feminismo no depende de lo que esté enfrente en cada momento: sabe que su tiempo es largo, que viene de lejos y quiere ir más lejos aún. Sabe que combate un sistema que está fuera, pero también –o sobre todo– dentro de cada uno y de cada una. Propone cambiarlo todo cambiándonos un poco a todos: cambiar juntos y juntas.

Por eso el feminismo aúna necesariamente teoría y práctica, análisis y llamada a la acción. La huelga de mujeres de 2018 demostró que es posible organizarse en torno al feminismo y desbordar un concepto histórico –el de huelga, en este caso–, señalando limitaciones que antes no se veían para hacerlo más inclusivo. Se supo ver que una huelga nunca había sido realmente general, porque todo el trabajo invisible de las mujeres no había parado nunca. Y, al hacerlo parar, se hizo visible. Y cuando esas mujeres se hicieron visibles a través de su trabajo que paraba, el sujeto político que representaban pasó a serlo también.

En esa medida, no parece casual que los debates enconados que han poblado la opinión pública desde ese éxito del feminismo hayan tenido que ver, de un modo u otro, con cómo se define el sujeto de la lucha. También en el feminismo hay mandarinatos, y también se ven amenazados por el desborde. Pero el feminismo será para todas o no será. Por eso, solo puede ser interseccional, entendiendo con ello el ser capaz de entender el mapa de poder, el entramado de opresiones que interactúan y que abren o cierran las posibilidades de vida de una persona en función de los diversos condicionantes que la atraviesan.

Si uno de los debates que ha resurgido con especial fuerza tras el 8M de 2018 es el que sitúa como enfrentadas las políticas de identidad y las de clase, un feminismo entendido como lo entienden hoy muchas mujeres es, de algún modo, una propuesta de síntesis. Una que entiende que solo si van de la mano es posible construir una alternativa. El feminismo no elige entre reconocimiento y redistribución: pide lo primero para exigir lo segundo. No elige entre identidad y clase: se pregunta cómo se entrelazan. Es porque se entiende que ser mujer implica una serie de desigualdades –y que estas son, por tanto, colectivas– por lo que se busca otro orden social y económico para paliarlas. Dice la cita que encabeza esta introducción que es posible, con suerte, ser una misma, pero solo en la medida en que ese reconocimiento sea en colectivo. Entenderse mujeres y entenderse sujeto político en cuanto tales no supone un cierre identitario: todo lo contrario, supone necesariamente una mirada colectiva. Y, desde ella, una propuesta.

En este libro queremos jugar con algunas de las piezas que van formando el puzzle de esa propuesta. Hemos querido recoger por un lado, en una decena de textos de análisis, algunas de las reflexiones, líneas de trabajo y preguntas que atraviesan al feminismo, sus preocupaciones y ocupaciones, fuera de los debates a los que arrastran las agendas externas.

Así, el texto de Isabel Cadenas Cañón es una reflexión sobre qué significa para el feminismo un momento de «éxito» y «hegemonía», que pone en estrecha relación el activismo, el lenguaje y el recorrido personal de una mujer en su «irse haciendo feminista». En un momento en el que, además, el movimiento de las mujeres adquiere una dimensión internacional, Mayra Moro-Coco se pregunta qué es la «geopolítica» cuando se mira desde la perspectiva feminista, y propone algunas líneas de acción que podrían reorientar uno de los ejes que articulan nuestra visión del mundo, y que parte de una concepción muy masculinizada. Sofía Castañón explora qué es lo que puede hacer el feminismo desde las instituciones, las contradicciones y posibilidades que se ponen en juego cuando se está dentro de los lugares en los que se toman las decisiones que rigen las vidas. Patricia Caro Maya desgrana una de las palabras que pueblan las conversaciones sobre feminismo, interseccionalidad, para explicar por qué es crucial en nuestra construcción de miradas y acciones (con el interés añadido de hacerlo no desde la traslación automática de otras realidades, sino desde una de las posiciones situadas que más interés podría tener para analizar el caso de España, como es la de las mujeres gitanas). Aitzole Araneta se enfrenta, por su parte, a otro de los palabros clave de las discusiones actuales, transfeminismo, en un esfuerzo por divulgar el origen, el desarrollo y los matices de este concepto. Anna Pacheco se fija en las intersecciones entre feminismo y clase, y se pone las gafas de periodista para observar una escena muy cotidiana en la que sale a la luz la imposibilidad de separar las discriminaciones. Nerea Barjola aborda otro de los temas candentes, la violencia sexual, diseccionándolo para mostrar cómo tras los relatos de peligro late un ataque a una de las conquistas que las mujeres no podemos perder: la libertad sexual. Y de libertad habla también Alba González Sanz: de qué modo nos cabe entenderla sin obviar los condicionantes que supone un marco de mercado y de capitalismo en el que los cuerpos de las mujeres son objetos mercantilizables; una reflexión que no puede eludirse si se quiere entrar en debates como el de la prostitución. Patricia Simón indaga en los relatos que recibimos y en cómo construyen nuestra visión del mundo –también en lo que respecta al feminismo– a través de un recorrido por su propia experiencia como periodista que intenta contar las cosas de otra manera. Por último, Carmen G. de la Cueva se aproxima al tema de la maternidad desde una mirada que se sitúa en la antítesis de las polémicas enconadas en torno a cuestiones como las formas de crianza: a través de las muchas preguntas que se hace una mujer que está a punto de dar a luz.

Algo une a estos textos: no solo son feministas por su tema, sino también por su forma. Parten de la vivencia, se hacen preguntas, dialogan con otros, transparentan la autocrítica, se enraízan en la voluntad de construir. Frente a la histórica legitimidad de las voces cargadas de certezas, el feminismo es cambio también en la medida en que permite pensar en común, mostrar las dudas y confiar en la inteligencia colectiva para ir dándoles respuesta. Los textos de este libro quieren contribuir a esa asamblea permanente: lejos de catecismos, quieren abrir conversaciones.

Y sabemos que, en las conversaciones, nada es más útil que contar experiencias. Como demostraron procesos como el #MeToo –en el que miles de mujeres compartieron sus vivencias de abuso sexual–, contar algo supone muchas veces que la persona que escucha se reconozca y entienda, en consecuencia, que sus propias vivencias no son problemas personales, sino colectivos. «Cuando una mujer dice la verdad, está creando la posibilidad de más verdad a su alrededor», escribió la estadounidense Adrienne Rich. Por eso hemos querido acompañar los textos más analíticos con una serie de testimonios, de historias de vida que nos cuentan varias mujeres.

Está Naia Fernández, que con dieciocho años recién cumplidos nos trae la mirada de una generación para la que el feminismo ya es, en gran medida, algo de sentido común. Están Ruth Caravantes y Chelo Hernández, dos de las cientos de activistas que, entre muchas otras cosas, contribuyeron a organizar la huelga feminista de 2018. Está Rafaela Pimentel, trabajadora doméstica, migrante y luchadora incansable por los derechos que no le deberían faltar a nadie; y también Gema Gil, una de las espartanas de Coca-Cola, mujeres que le dieron la vuelta a cómo se podía abordar un conflicto laboral. Está Marga Cánovas, que nos cuenta cómo cambió su vida cuando un ictus le hizo entender de golpe qué significa aquello de la diversidad funcional, y cómo el activismo se convirtió entonces en el eje de sus días. Beatriz Juliá es ginecóloga y nos muestra las desigualdades a ambos lados de la mesa de su consulta; igual que Noelia Isidoro, profesora de secundaria, observa desde el feminismo lo que aprendemos dentro y fuera de las aulas. Patricia Rodríguez nos recuerda con su historia que las cuestiones LGTBI no están tan resueltas como a veces queremos creer, y que salir del armario como lesbiana sigue sin ser necesariamente algo sencillo. Esther Moreno nos abre una ventana al modo en que la cultura cambia las vidas de las mujeres de su asociación de barrio; y Nina Bueno pone de relieve la importancia de la lucha por las pensiones –no solo para quienes sufren su carencia–. Por último, las voces de cinco niñas de once años: Gara, Jone, Candela, Mariana y Jimena, que nos invitan a intuir hacia dónde llevan los caminos que vendrán.

En estos retratos, realizados a partir de entrevistas, vemos que hay tantos feminismos como modos de sentir la opresión y de pensar y hacer contra ella. Sus palabras dejan ver cómo se piensan el amor, la familia, las desigualdades económicas, los relatos recibidos, las peleas laborales… y también las consecuencias de la lucha. En los relatos de estas mujeres aparecen el cansancio, la enfermedad, el miedo. Porque es importante que nuestros referentes muestren sus dificultades, su vulnerabilidad: lo contrario también es un modo de dejar a otras fuera. Cuando solo mostramos los éxitos, puede ocurrir que quien llegue se sienta a menudo débil, torpe, tonta; que se diga: «No estoy a la altura, esto no es para mí». Reconocernos, por el contrario, también en lo que duele es un modo de hacer eso que las feministas brasileñas han sabido formular de manera muy hermosa: que nadie suelte la mano de nadie. Ahora que las exigencias hacia el feminismo son muchas, fuertes y constantes, cabe recordar que respetar sus tiempos y sus ritmos también es poner la vida en el centro.

Ha ocurrido algo curioso en el proceso de creación de este libro: casi todas las autoras nos dijeron, en algún momento, que se sentían inseguras con su texto; casi todas las entrevistadas nos dijeron, antes de aceptar, que no eran la persona más adecuada. Buena parte de las conversaciones terminaron con un: «Perdón, esto no te va a servir de nada»; buena parte de las entregas de artículos incluyeron un: «Si no está bien, dímelo». Esto es a la vez un síntoma y una potencialidad. Una vez más, esa inseguridad no es personal: es el resultado de siglos de ser dejadas fuera, deslegitimadas. El resultado de siglos en los que la voz del poder fue siempre otra. Pero es, a la vez, el punto de partida para hacer las cosas de otro modo. Con menos certezas, con más posibilidades. Las mujeres que vemos en estos artículos y en estos retratos no son modelos sin fisuras. No nos marcan un camino a seguir: nos cuentan el suyo.

Y porque hay muchos caminos posibles no tenemos el mapa, sino piezas para un puzzle con las que ir componiéndolo. Acompañan a los textos, a modo de ilustraciones o de ensueños, una serie de collages de Carmen Alvar Beltrán. En ellos, los retratos de las mujeres cuyas historias recoge el libro se mezclan con las palabras que dicen, con las ideas que rondan. Piezas cortadas y pegadas que se van uniendo en una imagen posible. Porque también lo que proponemos es un collage: de ideas y vidas, de experiencias y propuestas.

Faltan muchas que también podrían estar: las mujeres que hacen memoria buscando las tumbas de sus padres o el paradero de sus hijos; las mujeres que luchan porque no les quiten su vivienda –porque no se la quiten a nadie–; las mujeres refugiadas a causa de la guerra, la pobreza, los extremismos o la violencia; las que, en sus muchísimas organizaciones políticas, sociales, humanitarias, ejercen liderazgos o sacan adelante tareas invisibles; las tuiteras; las artistas; las mujeres saharauis que llevan cuarenta años haciendo habitable el desierto; las que son llevadas a centros de mayores o las que no perciben un salario digno por cuidar de ellas. Imposible nombrarnos a todas: es una tarea siempre in progress.

Si realmente creemos y queremos que el feminismo se constituya en una alternativa, es urgente discernir qué es lo que, en temas y en formas, está permitiéndole tener éxito en su capacidad de movilización y creación de agenda política. Lo que este libro quiere ofrecer son algunas de las piedrecitas que van formando una imagen compleja y cambiante en un caleidoscopio que deja ver un país distinto que ya es. La república en ciernes de quienes construyen cada día comunidad, de las que sostienen sabiendo que, como dicen nuestras compañeras latinoamericanas, «eso que llaman amor es trabajo no pago».

«Aquí estamos». Como la consigna que cantamos en las manifestaciones o como la señal que al decir «usted está aquí» nos recuerda lo amplio que es el mapa. Aquí estamos, y somos muchas; aquí estamos, en este punto del camino. Aquí estamos las feministas, cada feminista, buscando la manera de ser una misma y entendiendo que no será posible en soledad.

El feminismo es alternativa en la medida en que no es una identidad, sino la suma de todos esos procesos en los que hay mujeres que se encuentran e intentan poner en común, construir, vivir de otro modo. De un modo que, consciente o inconscientemente, de manera explícita o implícita, sigue metiéndose en todo, impugnándolo todo.

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