Pascual Serrano
Hoy se cumplen 34 años de que Boris Yeltsin fuera elegido presidente de Rusia. Conocer la historia de la descomposición de la URSS, la llegada al poder aquel 12 de junio de 1991 de Yeltsin y su política, ayudará a comprender la Rusia de hoy. Es ese el valor y trabajo del libro de Rafael Poch-de-Feliu, Entender la Rusia de Putin. De la humillación al restablecimiento.
La tesis de Poch es que “Putin ha restablecido un orden elemental consolidando y perfeccionando el régimen autocrático de su predecesor, Boris Yeltsin, pero a diferencia de aquel, sin ser una marioneta de Occidente”.
Rafael Poch explica cómo fue la operación de Boris Yeltsin para disolver la Unión Soviética:
“Técnicamente la URSS dejó de existir el 8 de diciembre de 1991. Aquel día los presidentes de las tres principales repúblicas europeas escenificaron un contubernio en Bielovezh, una apartada residencia de caza de una de las grandes zonas boscosas de Bielorrusia. Allí declararon jurídicamente disuelta la URSS y unos días después, el 25 de diciembre, la bandera roja con la hoz y el martillo fue arriada del Kremlin. ¿Por qué hicieron aquello?
La respuesta es tan simple como banal: por una cuestión de poder. Tres hermanos Rusia, Ucrania y Bielorrusia mataron a la madre para quedarse con la herencia. Y la herencia era un inmediato ascenso a un poder plenipotenciario: desde el subordinado estatuto de repúblicas de la URSS, al de estados plenamente soberanos, lo que significaba una promoción para todos los grupos de dirigentes republicanos implicados, y sus cohortes administrativas, en detrimento de la administración central del superestado que dejaba de existir.
La iniciativa corrió a cargo del hijo mayor y principal heredero, el Presidente de Rusia, Boris Yeltsin”.
En aquellos meses de agosto a diciembre de 1991, en Moscú había dos poderes que coexistían bajo el mismo techo. Sobre el Kremlin ondeaban dos banderas; la soviética y la nueva bandera rusa. Para verdaderamente gobernar, Yeltsin necesitaba deshacerse de Gorbachov y disolver la URSS.
Aquello fue todo un golpe de estado porque, ocho meses antes, en marzo de 1991, la población de la URSS (148 millones de los 185 con derecho a voto), había participado en un referéndum sobre el mantenimiento de una URSS renovada en el que el “sí” obtuvo el 76% del voto. Ese resultado fue despreciado y los tres oligarcas de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, liderados por Yeltsin, se hicieron con todo el poder, barriendo del planeta a la URSS. Las democracias occidentales, que tanto exigían democracia para Rusia, aplaudiendo golpes de Estado si eran para disolver la Unión Soviética.
Es entonces cuando Yeltsin estableció su poder con “un rasgo central que esa década imprimió en la conciencia social y nacional de los rusos: la humillación”.
Además del desplome de la economía rusa, Poch relata en su libro que “Boris Yeltsin, hacía periódicamente el ridículo en los foros internacionales con salidas de tono, episodios etílicos. En un acto oficial junto al Canciller Helmuth Kohl, Yeltsin le arrebató la batuta al director de una banda y se puso a dirigir una orquesta alemana junto a la puerta de Brandeburgo ante las cámaras de televisión de los canales globales. En el aeropuerto de Shanon, en Irlanda, los gobernantes de ese país esperaron en vano con toda la parafernalia militar de honor desplegada a que Yeltsin saliera por la puerta del avión presidencial, para ver como al final salía un subalterno para decirles que estaba indispuesto… “.
Otro dato importante es que centenares de decretos presidenciales de Yeltsin eran redactados por los asesores de la Usaid, la agencia de EE.UU. dedicada a guiar y manipular a los regímenes títeres de otros países.
Para consolidarse todavía más en el poder, Yeltsin, en octubre de 1993, disolvió a cañonazos el primer parlamento plenamente electo de la historia rusa, para imponer un régimen “presidencialista” que convirtió en decorativo al parlamento y en omnipotente al Presidente.
Rusia era pasto de los grandes magnates que se habían hecho con el control del país. Una especie de privatización del Estado. En octubre de 1996, uno de esos magnates, Boris Berezovski, se jactó en una entrevista con el Financial Times de haber organizado la victoria electoral del decrépito Boris Yeltsin en unos comicios que o bien ganaron los comunistas y fueron amañados (nunca estuvo claro), o bien éstos habrían ganado si hubieran sido ecuánimes y limpios en cuanto a recursos y medios de comunicación. “Ahora tenemos que cosechar los frutos de nuestra victoria, ocupando cargos claves en el gobierno”, dijo Berezovski.
Golpes de Estado, fraudes electorales, desplome de la economía rusa, saqueo del Estado y control estadounidense del país, todo ello aplaudido con entusiasmo desde Occidente y vendidas por sus medios de comunicación como victorias de la democracia.
Rafael Poch señala que esa humillación y pérdida de respeto a Rusia era un error de Occidente: “fue absolutamente miope instalarse en la ilusión de que Rusia, gran potencia y “Tercera Roma”, iba ser eternamente algo parecido a una república bananera presidida por una especie de Mobutu euroasiático, o incluso que el estado ruso fuera a descomponerse en cuatro o cinco nuevas repúblicas manejables, tal como contemplaban estrategas de Estados Unidos como Zbigniew Brzezinski, cancelando la historia secular de un estado ruso efectivo, independiente y soberano. Occidente no solo se hizo ese tipo de ilusiones con Boris Yeltsin, sino que practicó un descarado oportunismo de acuerdo con ellas, aprovechando la coyuntura para avasallar geopolíticamente a Rusia”
Llegó el momento en que las elites rusas se plantearon recuperar su maltrecho Estado y restablecer su prestigio tanto dentro como fuera del país. La identidad patriótica y la idea de restablecer un orden elemental avanzaban en los últimos años de Yeltsin.
Éste designó un sucesor con la idea central de que este “restableciera el orden” y asentara el sistema. Así lo cuenta Poch: “Su elección fue Vladimir Putin, un anodino ex cuadro bajo del KGB, que había demostrado tres cosas necesarias para la situación: era una persona “de orden” leal y obediente, no corrupto, con sentido de estado, y al mismo tiempo desengañado de la ideología del antiguo régimen soviético y desmarcado de cualquier tentación de poner en cuestión la turbia privatización. Otra cualidad más pedestre de Putin era que personificaba garantías concretas de seguridad para el clan familiar de Yeltsin”.
Pero, como ocurre con algunos delfines, comenzó a andar por su cuenta. “Favorecido por una coyuntura de precios del petróleo alcista, Putin también invirtió parte del ingreso nacional en mejorar pensiones y sueldos de funcionarios. Por primera vez en más de una década, los rusos comunes dejaron de ver cómo su vida se degradaba. El nuevo presidente fue visto como un restaurador y estabilizador de la situación interna. Su mano dura e imagen varonil y decidida confirmó la receta secular autocrática alternativa al caos y la humillación, lo que le dio grandes apoyos populares, incomprensibles sin la luz de la década anterior. Putin restableció el himno de la URSS como himno de Rusia, un símbolo fuerte, pero al mismo tiempo mantuvo a los neoliberales al frente de la política económica”.
Se daba la circunstancia de que cuanto más restablecía Putin la autoridad del estado ruso en el interior y más levantaba la dignidad de Rusia, más hostilidad recibía de Occidente.
Y así es como se llega al día de hoy. Un pueblo ruso que vio cómo Occidente aplaudía al presidente alcohólico, títere, corrupto que arruinaba al pueblo ruso. Y un Occidente que se indignaba contra el presidente de que apelaba al orgullo de Rusia y al patriotismo frente al exterior.
Una vez más, el Occidente ciego que cree que puede pisotear y se vuelve a estrellar con la realidad. Y, enfrente, el gobernante que logra su popularidad con solo llamar a la soberanía y la dignidad.
Lean a Rafael Poch y su libro Entender la Rusia de Putin. De la humillación al restablecimiento y entenderán mucho.