Hace 210 años, un día como hoy, 18 de junio, se asistía a una batalla que pasaría a los anales de la historia de la humanidad.
La batalla de Waterloofue un combate que tuvo lugar en 1815 en las proximidades de Waterloo, una localidad de la Bélgica actual situada a unos veinte kilómetros al sur de Bruselas.
Se enfrentaron por un lado el ejército francés, al mando del emperador Napoleón Bonaparte, y por otro, las tropas británicas, dirigidas por el duque de Wellington junto con el ejército prusiano del mariscal von Blücher. El resultado fue una derrota incontestable y definitiva de las fuerzas napoleónicas que determinó el final del primer Imperio francés, y la prisión definitiva de Napoleón en la distante isla de Santa Elena hasta su muerte. Napoléon diría que Waterloo había oscurecido las cuarenta batallas que había ganado.
En la biografía de Napoleón Bonaparte, de Albert Manfred, se recoge con detalle esa batalla, fundamental para entender a Napoléon, su imperio y su declive.
Manfred es un historiador soviético nacido en 1906. En 1968, se convirtió en director de la sección de Historia de Francia en el Instituto de Historia Mundial de la Academia de Ciencias de la URSS. Las obras principales en las que ha trabajado tratan principalmente sobre la historia francesa moderna (la Gran Revolución Francesa, la Francia napoleónica, la Comuna de París de 1871).
En esta biografía, Manfred traza un excelente retrato del joven Bonaparte, discípulo de Rousseau y de Raynal, jacobino y robespierrista, y defensor de los ideales republicanos de la Revolución, para ir desgranando su evolución gradual y su transformación en autócrata, en avasallador de Europa, en constructor de un Imperio a golpe de bayoneta.
El plan de Napoleón en Waterloo consistía en separar el ejército prusiano de Blücher del ejército anglo-holandés de Wellington, y vencerles separadamente.
La campaña ya había comenzado. El 16 de junio, el panorama pintaba bien para Napoleón, porque había logrado vencer a ambos ejércitos por superado, el prusiano y el británico, pero sin poder aniquilar a ninguno.
La mañana del 18 Napoleón dio la orden de emprender el combate contra el ejército de Wellington. «Los últimos soldados de la última guerra» comenzaron el ataque de las posiciones enemigas a las once de la mañana.
La ventaja militar estaba del lado de los franceses, pero una cadena de errores desembocaron en su colapso. Su general Grouchy se perdió persiguiendo a los prusianos. Mientras, su otro mariscal, Ney, se estrelló contra la filas británicas. Cuando Napoleón esperaba la llegada de Grouchy para salvar el desastre de Ney, las tropas que llegaron fueron la prusianas.
Así lo cuenta Manfred:
“Desconcertados, desmoralizados por este ataque inesperado sobre sus flancos cuando esperaban refuerzos, los regimientos franceses vacilaron y retrocedieron. La retirada se transformó en huida. Alguien gritaba: «¡Sálvese quien pueda!», y este grito de pánico acabó de desanimar a las tropas. La dirección del combate estaba perdida. El ejército, derrotado, huía del campo de batalla. En vano Ney atizaba su caballo contra el adversario, con el rostro descompuesto. «¡Venid a ver morir a un mariscal de Francia!», exclamaba. Pero las balas le evitaban y la muerte le perdonó. Habían muerto cinco caballos, pero él seguía sano y salvo.
Los ingleses y los prusianos, que pasaron al contraataque, perseguían con éxito al ejército francés derrotado. El hundimiento era total. Sólo la vieja Guardia, bajo las órdenes de Cambronne, formada en cuadro, con un orden perfecto, tranquilamente, se abría paso entre las filas enemigas. El coronel inglés Halkett, estupefacto por el coraje y el heroísmo de estos hombres de hierro, propuso a la Guardia que se entregara con todos los honores. Entonces, Cambronne pronunció la célebre frase de: «¡Mierda! La Guardia muere pero no se rinde».
Y en medio del fuego, entre el estrépito de las armas y los gemidos de los heridos, bajo los disparos sangrientos del enemigo, la vieja Guardia con el mismo paso medido, lento, formada en cuadro regular, se hundió en las líneas enemigas que se apartaban ante ella.
Y vino la noche. La batalla de Waterloo había terminado. El ejército de Napoleón estaba destruido”.
Derrotado el ejército francés, las tropas de la Séptima Coalición se internaron en Francia para capturar a Napoleón. Junto a Wellington viajaba el rey francés Luis XVIII, quien no quería perder la oportunidad para recuperar la corona. El 8 de julio se restauró la monarquía y dos días más tarde Napoleón se rindió y se entregó a los británicos, que lo condenaron a un segundo destierro.
Esta vez su destino fue la remota isla de Santa Elena, en medio del Atlántico y a 1800 kilómetros de la costa más próxima, haciendo imposible una nueva fuga como la que había protagonizado en la isla de Elba. Pasó en ella los últimos seis años de su vida, escribiendo sus memorias, y murió el 5 de mayo de 1821; según sus médicos a causa de una enfermedad hepática, aunque él siempre tuvo la sospecha de que estaba siendo envenenado lentamente.
Waterloo es tal vez la batalla sobre la que más se ha escrito y estudiado, y la que más ha generado controversias, desinformaciones y revisiones a través del tiempo y determinó el fin de la era de la Revolución francesa, de cuyos ideales el imperio napoleónico fue el gran difusor a los demás países europeos, cimentando, pese a la derrota militar, las bases de igualdad y meritocracia que permean la posterior historia europea a lo largo del siglo XIX.
Pero una batalla no se puede comprender si no se estudia esa época, aquellos acontecimientos y, sobre todo, la figura legendaria de todo aquello: Napoleón Bonaparte. Su biografía no es la vida de una persona, es una pedazo fundamental de la historia de Europa y un momento clave de las revoluciones burguesas de ese siglo. Y todo ello acaba con una batalla, la que se produjo hace 210 años.
Es por eso que hoy «Waterloo» se utiliza para referirse a una derrota decisiva o un revés importante, especialmente en el contexto de un conflicto o una lucha. Una pérdida o un fracaso que puede ser histórico o metafórico.