Alberto Toscano

Alberto Toscano: «Los medios de comunicación dominantes son más acogedores con la extrema derecha que con la izquierda anticapitalista»

Pascual Serrano

El debate político actual está girando bastante en torno a las calificaciones de fascismo y antifascismo. No sabemos si usando esos calificativos con demasiada precipitación o abuso, o si, por el contrario, no deberíamos restringir el concepto de fascismo a lo vivido en el pasado siglo XX. De eso trata el libro de Alberto Toscano , Fascismo tardío. Raza, capitalismo y las políticas de crisis. Hablamos con su autor.

Usted señala que hoy en día se usa con demasiada facilidad el término fascismo. Por otro lado, afirma que la definición de fascismo no debería reducirse a lo que fue el fascismo en un determinado momento histórico. ¿Por dónde deberíamos entonces decantarnos a la hora de calificar los fascismos actuales?

La situación es un tanto paradójica: especialmente entre los liberales del establishment estadounidense que hoy se enfrentan al ascenso de Trump se ha vuelto inflacionario el uso polémico de la retórica sobre el fascismo; por otra parte, las interpretaciones del fascismo que dilucidan sus vínculos esenciales con el capitalismo y sus crisis lo que equivale a decir también con el colonialismo, el racismo, el patriarcado y la guerra imperialista siguen siendo en gran medida marginales.

Creo que la cuestión de la denominación (digamos, ¿son fascistas Trump o Vox?) es menos importante que la de si un análisis del fascismo en cuanto estructura, fenómeno y potencial que, en formas mutables, ha persistido a lo largo de la historia de las sociedades capitalistas modernas puede ayudarnos a comprender nuestro presente político cada vez más catastrófico y a oponerle nuestra resistencia.

Hoy en día, quienes hablan a la ligera de fascismo es decir, los liberales y los políticos de «centroizquierda» que se niegan a vérselas con sus propios e íntimos vínculos no sólo con el capitalismo, sino con los regímenes liberal-democráticos realmente existentes son a menudo quienes nos impiden pensar el fascismo.

W. E. B. Du Bois habló del fascismo racial que germinó tras la guerra civil estadounidense como de una contrarrevolución de la propiedad y creo que esa sigue siendo una forma concisa de aproximarnos al fascismo, siempre que reflexionemos sobre la evolución de las estrategias de la contrarrevolución que ensombrecen las formas cambiantes de propiedad, es decir, del poder capitalista.

¿No existe la posibilidad de que se abuse de la acusación de fascismo? Si todo es fascismo, ya nada lo es. El propio fascismo bien podría, incluso, acusar de fascistas a los demás.

Ese peligro existe y ha existido durante mucho tiempo. La extrema derecha contemporánea, y el propio Trump, han acusado de fascista a la izquierda (aunque no imagino que estén conscientemente haciéndose eco de la desafortunada polémica de Habermas contra el fascismo de izquierda, o Linksfaschismus). Y, como ya he señalado, a menudo los liberales han hecho usos inapropiados o ineficaces del fascismo como término de oprobio político.

La cuestión crítica es si calificar de fascista una política tiene como base el análisis y la teoría (así como una estrategia antifascista). Hasta podría darse el caso de que, si bien una teoría del fascismo es fundamental para comprender los procesos políticos contemporáneos de «fascistización», el nombre o la acusación de fascismo no ejerzan tanta tracción en el lenguaje cotidiano de la persuasión, las campañas, etcétera. Es mucho más preferible reflexionar concienzudamente sobre el fascismo y dejar abierta la cuestión táctica de su denominación que denunciarlo sin realmente reflexionar sobre lo que significa; esta última opción es la opción por defecto del liberalismo «antifascista» o del centrismo.

Según usted, se trata de percibir al fascismo en una dinámica que precede al momento en que se lo nombra. ¿Qué elementos podrían advertirnos de esa dinámica que precede al fascismo?

Extraigo la idea de un fascismo-antes-del-fascismo principalmente de aquellos pensadores radicales negros que, en primer lugar, vieron las premisas prácticas e ideológicas del fascismo en acción en la violencia capitalista racial (esclavitud de plantación, desposesión colonial, regímenes sociales de apartheid) y que, en segundo lugar, se percataron de que los fascismos de posguerra y posteriores a las luchas por los derechos civiles adoptaban la forma de fascismo «incipiente» o «preventivo» y trataban de bloquear el camino de la liberación de los negros y otros grupos minorizados.

A lo que esos pensadores se mantenían especialmente atentos era al hecho de que un fascismo autoconsciente y asertivo era una recombinación e intensificación de patrones de dominación ya presentes en las sociedades capitalistas de cuyo seno había surgido: la afirmación violenta del poder de clase a través de los aparatos represivos del Estado, las modalidades racializadas y de género de la explotación, una «libertad para dominar» concedida a ciertos sujetos sobre otros, la dinámica del imperialismo, etcétera.

Alberto Toscano

Podemos rastrear esas transiciones fascistas, por así decirlo, tanto en el plano de las estructuras como del personal y plantearnos preguntas como las siguientes: ¿Qué aspectos del sistema jurídico existente son susceptibles de usos fascistas (pensemos en la ley de inmigración en los Estados Unidos de hoy en día)? ¿Es un ejército colonial ya un ejército fascista in nuce? O, de otro modo, ¿cuál es el papel de los «especialistas en violencia» dentro de los Estados liberal-democráticos policías, soldados, guardianes de prisiones a la hora de hacer posible el fascismo? O, en un nivel más «superestructural», ¿de qué manera las legitimaciones de la violencia jerárquica, de la valía o del valor diferencial de unas vidas sobre otras (su manejabilidad, desechabilidad, capacidad) que ya se hacían sentir «antes» del fascismo le proporcionan un caldo de cultivo, un lenguaje, una palanca?

En cierto momento, usted señala que la vivencia colectiva de fantasías psíquicas forma parte de un caldo de cultivo del fascismo. ¿Podrían estos tiempos de noticias falsas y conspiranoias formar parte de ese caldo de cultivo?

Por supuesto. Especialmente en la medida en que hoy las personas son mucho menos propensas a la obediencia epistémica a un «sistema» de ideas o una doctrina política, la forma inacabada, participativa, masivamente paralela y fragmentaria del relato de la conspiración viral está mucho más en sintonía con los tiempos que ningún tipo de dogma o credo rígido. Aunque a menudo sirva de vehículo para diseños estratégicamente meticulosos y complejos (como el «Proyecto 2025″), el fascismo tardío no se manifiesta como programático, sino que opera a través de una forma comunicativa que donde mejor se expresa es en el conocido tic verbal de Trump «Mucha gente dice».

Por supuesto, ese modo indefinido y agresivamente irresponsable de creencia a medio afirmar y fuera de lugar puede tener consecuencias terriblemente dañinas («Mucha gente dice […] que los inmigrantes haitianos se están comiendo a sus mascotas […] que George Soros es quien maneja los hilos del Gran Reemplazo […] que se está cometiendo un genocidio contra los afrikáners en Sudáfrica») pero elude nuestra comprensión estereotipada del lenguaje y la práctica del totalitarismo.

A la inversa, también podríamos decir que, en su propio carácter abierto, las fake news y las teorías conspirativas contemporáneas, con sus formatos altamente distribuidos y participativos del tipo «construye tu propia aventura», proporcionan un terreno mucho más rico y plástico para la multiplicidad incoherente de nuestras fantasías (o nuestros «fantasmas», como ha analizado incisivamente Judith Butler en su libro ¿Quién teme al género?) que un programa inflexible que exigiera nuestra lealtad.

Al parecer el fascismo supone la victoria de la ira sobre la razón, pero también es cierto que en la izquierda asistimos hoy a un movimiento que parece apoyarse más en la emoción y en los sentimientos que en la razón. ¿Lo ve así?

La verdad es que no. Creo que el marco conceptual de una política razonable frente a una emocional e irracional no nos lleva muy lejos. Para invocar el título de un importante libro de Albert Hirschman, en todo el espectro político nos las tenemos que ver con diferentes articulaciones de pasiones e intereses.

El fascismo es impensable sin la movilización masiva del odio y el resentimiento, pero igualmente sería inviable sin mucho cálculo frío e interesado (sobre todo por parte de sus partidarios burgueses). A la inversa, una izquierda emancipadora evidentemente no puede abandonar el análisis crítico autorreflexivo, la planificación y la persuasión, pero igualmente sería ineficaz, ya sea con fines reformistas o revolucionarios, si es incapaz de generar sus propias pasiones de oposición, o incluso de recurrir a energías que podamos vincular con los lenguajes religiosos de la espiritualidad o el mesianismo.

Como observó el difunto historiador marxista Mike Davis: «El socialismo… requiere actores no utilitarios, cuyas motivaciones y cuyos valores determinantes surjan de estructuras de sentimiento que otros considerarían espirituales.»

Durante mucho tiempo se creyó que los grandes medios de comunicación podrían ser utilizados por el fascismo, pero hemos sido testigos de precisamente lo contrario. Los medios dominantes dicen combatir las ideologías extremas y radicales, y es en las redes sociales donde más crece ese fascismo o al menos esa ultraderecha. ¿Cómo debería reaccionar la democracia ante esa situación?

Creo que en todo el mundo, incluso en los países con una ideología mediática profesional que se percibe como liberal, la extrema derecha sigue haciendo un uso muy capaz de la «corriente dominante», hasta cuando la acusa de conspiradora para marginarla. Los medios de comunicación dominantes incluidas las emisoras públicas o los grandes medios «tradicionales» siguen siendo en general mucho más acogedores con la extrema derecha que con la izquierda anticapitalista. Basta pensar en lo simpática que fue una reciente reseña de un provocador racista antidemocrático como Curtis Yarin en The New York Times, o en cómo los medios dominantes han servido de conducto para el negacionismo del genocidio en relación con la guerra de Israel contra el pueblo palestino. O considérese la complicidad del establishment mediático europeo con el fomento de esos pánicos morales sobre la inmigración que han sido el motor clave de la popularidad de la extrema derecha.

Sin duda es cierto que los medios sociales han proporcionado un caldo de cultivo indispensable y formidable para múltiples cepas de la extrema derecha, pero creo que es más útil examinar la interacción de esas diferentes esferas mediáticas que pensar en ellas como alternativas.

La cuestión de las estrategias mediáticas para una izquierda radicalmente democrática es muy difícil de abordar y excede mis propios conocimientos, aunque creo que merece la pena señalar que si pensamos de nuevo en la guerra de Gaza, son las redes sociales las que en gran medida han proporcionado un medio para la circulación de información sobre el genocidio y de argumentos en favor de la solidaridad y la resistencia palestinas que, en general, han quedado fuera de los medios dominantes (con la ironía añadida de que es en la plataforma «X» de Musk, con su abierto fomento de contenidos reaccionarios, donde ha tenido lugar gran parte de la comunicación antisistémica sobre Palestina, y no en sus plataformas supuestamente liberales y menos mercantilizadas, como BlueSky).

Se dice que en política no hay espacios vacíos, que las causas o las reivindicaciones que deja una ideología las ocupa otra. Usted también señala que el fascismo sabe detectar los problemas y las necesidades de grandes capas de la sociedad para explotarlas y proponerles soluciones fáciles y equivocadas, pero de las que el fascismo hace un uso eficaz. Lo cual podría llevarnos a la conclusión de que la izquierda, o los partidos democráticos, están haciendo algo mal o no están satisfaciendo determinadas demandas, y que de ello se aprovecha el fascismo. ¿Deberíamos hacer algo de autocrítica?

Es imperiosa la necesidad de autocrítica, pero a condición de que tracemos una línea divisoria entre los partidos democráticos de lo que Tariq Ali ha denominado el «extremo centro» (que incluye al grueso de los llamados partidos socialistas, socialdemócratas y laboristas europeos) y una izquierda crítica, ya sea parlamentaria o de otro tipo.

En su connivencia con el imperialismo, su encuadre de la inmigración como un «problema» y su tenaz promoción de la austeridad neoliberal, los partidos liberales o de centroizquierda tienen una enorme responsabilidad en lo que respecta a nuestra condición fascista tardía, sobre todo por tratar casi invariablemente a los adversarios de su izquierda de forma mucho más despiadada que a sus competidores de la derecha o la extrema derecha.

Tras cuarenta años de ir a remolque de la derecha en innumerables cuestiones, al tiempo que se reproducía la precariedad social, no es de extrañar que muchos se vuelvan hacia «lo auténtico», sobre todo cuando este último se reviste de un atractivo irreverente, pseudoinsurgente y «populista».

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