En un artículo de opinión publicado en Le Monde, Stella Magliani-Belkacem y Jean Morisot alertan sobre la multiplicación de las amenazas que se ciernen sobre el mundo editorial y expresan su preocupación por el «clima de caza de brujas que se está instaurando en todos los niveles de la sociedad francesa».
Existen varias formas en que la derecha y la extrema derecha, cada día más indistinguibles entre sí, pueden atacar al mundo del libro, al que, por naturaleza, temen. Por ejemplo, pueden comprar editoriales por millones para intentar convertirlas en instrumentos de sus ideologías o atacar a quienes se les resisten multiplicando las agresiones y las campañas difamatorias. Tanto si se es víctima de una u otra de estas estrategias, hay que tener en cuenta que son complementarias e incluso, en cierto sentido, perfectamente alineadas.
La denuncia de los crímenes cometidos en Gaza por el ejército israelí ha proporcionado un nuevo punto de apoyo a estas operaciones de desprestigio, cuando publicaciones o personalidades muy situadas a la derecha del espectro político han descubierto de repente una vocación por la lucha contra el antisemitismo, sin demasiada consideración por los primeros afectados. Ahí están, lanzándose a una exégesis apresurada, a través de campañas de prensa que ahora apuntan a libros, a sus editores y a sus autores, y que merecen ser condenados públicamente. Nuestra editorial, como otras, ha sido víctima habitual de ello por motivos que han variado. No hace mucho tiempo era el «ecoterrorismo», hoy es el «revisionismo histórico».
El libro tiene, sin embargo, un carácter perdurable: no se borran sus páginas como se borra un tuit. Lo que se escribe está regulado por leyes y hay instancias jurídicas que velan por su cumplimiento. Cualquiera puede consultar libremente su contenido gracias al servicio público de las bibliotecas. Y aún es posible, mediante un debate público riguroso, confrontar los puntos de vista divergentes que se expresan en él. Por lo tanto, existen diversas formas de verificar que estas campañas son falsas. Pero eso no importa a quienes las han iniciado, ya que el objetivo de la maniobra es otro: silenciar sin cesar cualquier expresión de solidaridad con el pueblo palestino, poner en la picota a las voces subversivas, proteger el statu quo climático y alejar cualquier perspectiva de transformación social.
Pero lo más alarmante del asunto es la conjunción, nada fortuita, entre las salidas de tono trumpianas –«los antirracistas son racistas, los ecologistas son terroristas», etc.–, la proliferación de agresiones contra las librerías y el endurecimiento represivo de los poderes públicos hacia los libros y el pensamiento crítico. Solo en las últimas semanas, hemos visto cómo varias decenas de librerías han sido atacadas, sus escaparates destrozados y sus veladas perturbadas por individuos o grupos que se sienten autorizados a censurar libros por la fuerza, a pesar de que las autoridades competentes no han encontrado nada que objetar; se ha visto cómo el Collège de France suspendía un coloquio científico sobre Palestina, algo que no se veía desde el Segundo Imperio; se ha visto cómo los representantes electos del Consejo de París conseguían la anulación de una subvención a 40 librerías independientes; incluso hemos visto cómo una dibujante italiana era rechazada en el aeropuerto de Toulouse y se le impedía participar en un festival de cómic con el pretexto de que su presencia constituiría una «amenaza para el orden público» debido a sus posiciones antifascistas. Hay muchos motivos de preocupación y al menos un motivo de satisfacción.
En el clima de caza de brujas que se está instaurando en todos los niveles de la sociedad francesa, el libro mantiene su posición en la resistencia. Lo hace gracias a los editores independientes, que garantizan la diversidad editorial y la difusión de opiniones minoritarias; lo hace gracias a los libreros, que no ceden a las presiones de los censores encapuchados y protegen a toda costa un espacio de debate indispensable; y seguirá haciéndolo gracias a la solidaridad activa de todos sus actores cuando alguno de ellos sea maltratado por el poder o por los grupúsculos fascistas. ¿No es acaso esta una lección del antifascismo histórico? Nunca bajar la cabeza.
Stella Magliani-Belkacem, codirectora de la editorial La fabrique
Jean Morisot, codirector de la editorial La fabrique