No cierres los ojos Akal

capitalismo-afectivo

Agustín García-Ramos | Universidad de Alicante | Sociologiados. Revista de investigación social

Ya en sus primeros compases, el capitalismo dio lugar a un abundante caudal literario centrado en el campo de las emociones. La mayoría de aquella copiosa producción —de la que son buena muestra obras como La Teoría de los sentimientos morales (1759) , de Adam Smith, o las Cartas sobre la educación estética del hombre (1794), de Friedrich Schiller— estaba atravesada, pese a su heterogeneidad temática y conceptual, por una preocupación común: la necesidad de repensar el papel de los afectos en un mundo a la sazón radicalmente nuevo.

Tras un periodo más o menos alejada del debate público, esa preocupación vuelve a aflorar con fuerza en nuestros días. Y lo hace, como no podría ser de otra manera en un contexto marcado por la confusión, desde perspectivas opuestas. Remedando a Dickens —quien, dicho sea de paso, también escribió, y muy bien, sobre el paradero de los sentimientos en el primer capitalismo—, para muchos, el presente sería el mejor de los tiempos. Para otros pocos, en cambio, el actual constituiría si no el peor momento de la humanidad, sí un periodo abiertamente mejorable, al menos en lo tocante a las emociones.

Esta última corriente, de evidente índole conflictual, alumbró algunos hitos insoslayables ya en siglo XX. En orden cronológico, el primero y más importante de ellos debe situarse en la publicación, en plena II Guerra Mundial, de un texto a todas luces seminal: el extraordinario La gran transformación (1944), de Karl Polanyi, en el que el maître à penser vienés criticaba con dureza la conversión en mercancía de todos los factores de producción. Sobrepasado con creces el ecuador de la centuria, autores como André Gorz, Ulrich Beck o David Harvey, por citar solo a algunos de los más conspicuos, darían continuidad a esas inquietudes, consagrando una parte importante de sus esfuerzos a ahondar en la rampante deshumanización del capitalismo. El colofón provisional a la trayectoria más bien guadianesca de ese enfoque crítico llegaba con la aparición, en las postrimerías de los años noventa, de dos estudios hoy considerados esenciales para el pensamiento finisecular: La corrosión del carácter (1998), de Richard Sennett, y El nuevo espíritu del capitalismo (1999), de Luc Boltanski y Ève Chiapello.

Tal como se ha anticipado, en fechas cercanas, una nueva oleada de títulos —en los que son ya visibles las profundas huellas de la Gran Recesión iniciada en 2008— ha dado otra vuelta de tuerca a la senda marcada por Polanyi. Entre dichos títulos es posible citar, sin ningún ánimo exhaustivo, Sonríe o muere (2009), de Barbara Ehrenreich, 24/7: Capitalismo tardío y el fin del sueño (2013), de Jonathan Crary, La política cultural de las emociones (2013), de Sara Ahmed, Psicopolítica (2014), de Byung-Chul Han, o La industria de la felicidad (2016), de William Davies.

En España, distintos ensayos han intentado igualmente, de un tiempo a esta parte, levantar acta de cómo las manifestaciones más avanzadas del capitalismo —el neoliberalismo en lo económico y lo político, y el posfordismo en lo organizacional— están percutiendo en el universo de los sentimientos. La cosecha, en ese terreno, ha sido exitosa a la par que variada. Así lo demuestran textos como —de nuevo sin ánimo exhaustivo, y presentados aquí según su orden de publicación— : La superproducción de los afectos (2010), de Eloy Fernández Porta, Estudios del malestar (2016), de José Luis Pardo, La democracia sentimental (2016), de Manuel Arias Maldonado, Los límites del deseo (2016), de Esteban Hernández, o El entusiasmo (2017), de Remedios Zafra.

A esa cepa de la reflexión crítica más cercana pertenece asimismo —por descontado, con las lógicas diferencias que hacen de todas las obras mencionadas algo único— el libro del que son objeto las presentes líneas: el recentísimo En los límites de lo posible (2018), de Alberto Santamaría, indiciariamente subtitulado Política, cultura y capitalismo afectivo. Un texto cuyo ambicioso propósito, anunciado ya en sus primeras páginas, no es otro que desvelar la dinámica por medio de la cual el denominado activismo cultural neoliberal ha conseguido, en primera instancia, desactivar el cariz perturbador presente en todas las emociones, para, a continuación, resituar estas en el eje de la maquinaria propagandística capitalista, convenientemente orientadas, según cabría esperar, hacia el altar del mercado y la productividad.

Sin duda, existen pocos autores tan capacitados para afrontar tamaño envite como Santamaría (Torrelavega, 1976), quien paso a paso está dejando de ser un secreto compartido solo por unos cuantos letraheridos, para convertirse en una de las realidades más descollantes del panorama literario e intelectual patrio. Doctor en Filosofía por la Universidad de Salamanca, donde imparte clases de Análisis del discurso artístico y literario y Arte Contemporáneo, en su quehacer confluyen dos facetas en apariencia antagónicas, la de poeta y la de pensador, lo que le ha llevado a declarar en alguna ocasión que se considera «un animal bicéfalo».

En la primera de dichas facetas, Santamaría ha dado a la imprenta volúmenes como El orden del mundo (2003), Notas de verano sobre ficciones del invierno (2005) o Interior metafísico con galletas (2012), amén de impulsar la revista Nadadora y ejercer de editor ocasional. No menos bulliciosa resulta la vertiente de pensador, donde su actividad se transmuta en perfiles diversos, aunque intercomunicados —ensayista, filósofo, teórico del arte, articulista o crítico cultural—, y sus trabajos se hallan dispersos en formatos también variados, que incluyen apariciones en medios de comunicación, conferencias, presentaciones en catálogos o libros. De entre estos últimos, cabe destacar El poema envenenado: Tentativas sobre estética y poética (2008), La vida me sienta mal: Argumentos a favor del arte romántico previos a su triunfo (2015), Arte (es) propaganda: reflexiones sobre arte e ideología (2016) o Paradojas de lo cool: Arte, literatura, política (2017).

De seguro, es esta segunda faceta de pensador la que ha acabado por granjear al prolífico e inquieto Santamaría mayor predicamento. Tal circunstancia puede atribuirse a motivos disímiles, que irían desde el carácter inmensamente minoritario de la poesía en nuestro país hasta la creciente inclinación del cántabro por aventurarse en el espinoso territorio de la arena pública. Dentro de tan amplia horquilla, vale la pena poner el foco de manera más concreta en dos de esos motivos. El primero atañe a la particular cosmovisión de Santamaría, para quien el arte, la estética y la cultura en general —es decir, sus teóricas áreas de especialización— deben analizarse en todo momento con relación al escenario político, social y económico en el que tienen lugar. En la práctica, esa mirada de raíces inequívocamente marxistas se traduce en una tendencia casi instintiva a remover de su torre de marfil dichas áreas, a desacralizarlas y hacerlas entremezclarse con el fango de lo mundano. En resumidas cuentas, es posible afirmar, parafraseando la añosa consigna feminista, que para el de Torrelavega lo cultural es (siempre) político.

El segundo motivo específico que ayudaría a entender la nombradía alcanzada por Santamaría tiene que ver con su idiosincrasia. Y es que, a pesar de proceder de una esfera actualmente tan aquietada como la universitaria, el autor despliega en toda su actividad un irrefrenable talante combativo, diríase incluso que incendiario, que le lleva con frecuencia a adoptar el papel de Pepito Grillo para con cierto orden establecido. No en vano, la primera de las dos citas que abren En los límites de lo posible se hace eco de unas palabras pronunciadas por Antonio Machado en el Congreso Internacional de Escritores, celebrado en Valencia en 1937, en las que el poeta sevillano exhortaba a la audiencia a «aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante».

Si esa primera cita sirve para explicar el desempeño de Santamaría en general, y el aliento que inspira el libro en particular, la segunda ayuda a entender mejor la naturaleza de este último. Se trata de un pasaje extraído de La democracia en América (1835), de Alexis de Tocqueville, en el que el francés glosa el espíritu de lo que se ha dado en llamar despotismo dulce: un patrón de poder blando, invisible, implacable, omnipresente y en teoría benigno que «trabaja con gusto para su felicidad [la de la ciudadanía], pero quiere ser su único agente y solo árbitro» y que «no destruye las voluntades, sino que las ablanda, las doblega y las dirige». He ahí, sintetizados, los dos puntales sobre los que descansa En los límites de lo posible —o, visto desde otro ángulo, los dos blancos principales contra los que dirige sus andanadas—: por un lado, la promesa neoliberal de un bienestar que se hace realidad en muy contadas ocasiones y para muy pocas personas; por otro, el sometimiento de la voluntad individual y colectiva a un orden global opresivo a la vez que inaprehensible, aunque muy palpable en sus efectos cotidianos.

Precisamente, en torno a ese orden global pivota el primer capítulo de la obra, donde Santamaría sienta las coordenadas en las que se moverá el resto de sus páginas. A fin de clarificar tales coordenadas, el autor se vale de lo que bautiza como principio Aub, que define como «la habilidad del poder para generar una trama, esto es, una fábula, una narración que progresivamente invade los recintos vitales de cada sujeto; sus formas de expresarse así como los límites de lo que se puede o no decir» (p. 24). Esos recintos vitales a los que alude el cántabro no son sino los sentimientos personales y grupales, sobre los cuales el capitalismo moderno se encargaría de ejercer un severo pero sutil control a través de un instrumento privilegiado: la cultura, o más bien una versión retorcida de la misma, entendida de manera casi excluyente como relato capaz de articular la realidad y, por tanto, de establecer sus fronteras. En definitiva, la línea argumental de En los límites de lo posible —si es que procede hablar de tal cosa— refiere cómo el neoliberalismo, tras alcanzar la hegemonía política y económica, se adueñó de la cultura, vació esta de su contenido primigenio y la aplicó a gestionar las políticas sensibles de cada momento. Una gestión que incluía —que incluye todavía hoy, y cada vez con más fuerza— la determinación de lo que se permite decir, hacer, pensar y hasta sentir. O dicho de otro modo: una gestión que ha servido y sirve para instituir los límites de lo que es y no es posible.

Con vistas a profundizar en el doble proceso de sometimiento y reorientación de la cultura que tantos réditos ha proporcionado al neoliberalismo, Santamaría dibuja, en los siguientes capítulos, un ágil recorrido por la genealogía y la expansión de este, desde el tímido bosquejo del Coloquio Lippmann hasta la implantación de su ideario a nivel mundial en el último cuarto del siglo XX, con el ascenso a la presidencia de sus respectivos países de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. En dicho recorrido, el de Torrelavega va desgranando muchos de los triunfos parciales —o microdesplazamientos, como él mismo se refiere a ellos— logrados por los herederos de Louis Rougier o Friedrich Hayek. Así, ante los ojos del lector comienzan a desfilar cuestiones como la sacralización del mercado, la extensión del economicismo y la visión empresarial a prácticamente todos los órdenes vitales —incluidas la propia cultura y las emociones, pero también el sujeto, la familia o la nación—, el aumento de la competitividad y la desigualdad ya desde el ámbito educativo, la autoexplotación en el trabajo, las continuas apelaciones de la clase dominante al autocontrol personal, la conversión de la inseguridad laboral en algo excitante y hasta deseable, el auge de los libros de autoayuda, la literatura apellidada managerial, el emprendimiento y el coaching —con el consiguiente giro desde la responsabilidad colectiva a la individual—, la resignificación y despolitización de términos otrora problemáticos, como imaginación o creatividad, paralela a la introducción en el acervo cultural global de conceptos inequívocamente adoctrinadores, como capital humano o inteligencia emocional, la difuminación de los contornos entre la esfera pública y la privada, la creación de una ciudadanía de baja intensidad, o el desplazamiento axial del lugar de la democracia y del papel del Estado —mucho más intervencionista, por cierto, de lo que muchos teóricos proclaman—. Juntos, esos microdesplazamientos acaban conformando el llamado capitalismo afectivo, fenómeno que gravita en torno a la eliminación de todo impulso crítico y a la creación de dinámicas individualistas de competitividad, compromiso y adhesión al statu quo mediante la manipulación de las emociones.

Sea como fuere, el mérito del de Torrelavega en este punto radica no tanto en describir con pulso firme el pelaje de ese capitalismo afectivo como en la habilidad para detectar los mecanismos subyacentes en él —o, por formularlo en términos filosóficos, sus sofismas—, gracias a los cuales el neoliberalismo ha logrado, a la postre, erigirse en hegemónico. Quizá el más importante de tales mecanismos consista en la capacidad de absorción de las críticas, de suerte que estas, en vez de hacer mella en el sistema, paradójicamente, lo refuerzan. Dicha absorción se lleva a cabo, una vez más, en la órbita de la cultura —entendida, claro, al modo neoliberal, o sea, como un ecosistema desprovisto de conflictividad—, adonde las críticas son trasvasadas por defecto desde el terreno de lo político. Merced a esa ingeniosa operación de vaciado, cualquier atisbo de debate ideológico queda, al presente, prácticamente reducido a una mera cuestión de gustos.

Un segundo mecanismo, en parte derivado del primero, tiene que ver con el incesante activismo y el carácter drásticamente inclusivo del neoliberalismo. Ambas cualidades convierten a esta doctrina en un sempiterno proyecto, es decir, en un esquema siempre inacabado y siempre dispuesto a incorporar cualesquiera ideas o estructuras, incluso aquellas que lo torpedean. No es de extrañar, pues, la afirmación del autor, alusiva a la exitosa metáfora del desaparecido Zygmunt Bauman, en el sentido de que «el capitalismo es más bien adiposo que líquido».

Como remate, un tercer mecanismo concierne de lleno al espacio de las emociones, y más concretamente a un vocablo omnipresente en la jerga neoliberal: la actitud. El ardid, en este caso, estriba en presentar las circunstancias negativas que rodean a la mayoría de la gente como algo dado e inamovible. Así las cosas, ya que las circunstancias no pueden ser modificadas, lo único que le queda es modificar los sentimientos hacia ellas. De esta manera se logra anestesiar toda crítica potencial, al tiempo que se redirigen la resignación y el descontento esperables hacia la producción de una felicidad sostenible, que no dependa del contexto, y sí de una inquebrantable predisposición subjetiva.

Valiéndose de un discurso zigzagueante —en el que no faltan un jugoso excurso dedicado a la literatura obrera y una reflexión postrera sobre la cultura en los márgenes de la política—, la obra proyecta un sombrío diagnóstico acerca de la forma en que el neoliberalismo ha colonizado los afectos desde, como poco, los años ochenta del siglo XX. Hay que esperar no ya hasta el último capítulo, sino hasta el último párrafo para que Santamaría abra una puerta a la esperanza. Curiosamente, da la impresión de que, al hacerlo, el autor recurra a los preceptos de la inmunología, según los cuales la vacuna frente a una enfermedad debe proceder de los anticuerpos generados por la enfermedad misma: «sólo desde la cultura es posible hacer saltar por los aires los modelos culturales que nos marcan los límites de lo que nos es confeccionado (y masticado) como posible. Cultura contra cultura es la línea de batalla» (p. 212). Una propuesta sin duda audaz — aunque tal vez más retórica que realista, a la vista del músculo que exhibe a diario el neoliberalismo—, para cuyo buen fin constituiría una condición indispensable la recuperación, por parte de la propia cultura, de su vertiente más política y crítica hacia el poder.

A estas alturas, parece fuera de toda duda que En los límites de lo posible se mueve a caballo entre la sociología de la cultura y la de las emociones. Como tal, el texto bebe de numerosas fuentes, que van desde los conceptos de normalización de Foucault, o el de hegemonía cultural de Gramsci, hasta la ya mentada literatura managerial, pasando por autores como Eva Illouz, Ben Hamper, Terry Eagleton o Alain Brossat, además de muchos de los citados más arriba. En ese sentido, debe admitirse que la obra no resulta extremadamente original, si bien se antoja más que dudoso que haya sido esa la intención del autor.

Hay en la trastienda de En los límites de lo posible, en efecto, muchas lecturas y mucho trabajo de documentación. Pero junto a tan ardua labor de acopio y reflexión hay también —y esto ha de interpretarse, a fin de cuentas, como un punto importantísimo a su favor— mucha pasión, incluso por momentos se diría que mucha rabia contenida. En el aspecto formal, esa pasión toma cuerpo en un libro no siempre fácil de leer por su exuberancia, sus numerosas digresiones y la circularidad de muchos de sus razonamientos, pero, precisamente por todo ello, muy gratificante al cabo. En lo que respecta a su fondo, de más está decir que se trata de un escrito desabrido, subversivo y a contrapelo de cualquier tipo de complacencia.

En alguno de sus artículos, Santamaría se ha referido al proceso de evisceración de la cultura perpetrado por el neoliberalismo como «la novela invisible de estos tiempos». Acaso el cántabro haya logrado, al menos en parte, escribir esa novela, aunque tenga aquí la forma de un ensayo. Y es que, durante la lectura de En los límites de lo posible, se hace difícil no imaginar al autor como una especie de capitán Ahab persiguiendo a su particular ballena blanca: un remozado y sibilino espíritu del capitalismo, una mutación escurridiza y artera del viejo liberalismo manchesteriano, cuyo rastro de desolación, sin embargo, puede ser puesto al descubierto. Para ello, solo hace falta cumplir un requisito: mantener, como recomendaba Machado, y como hace Santamaría, la conciencia vigilante.

Agustín García-Ramos es profesor asociado de Sociología en la Universidad de Alicante, Máster en Gestión Estratégica de la Información y el Conocimiento en las Organizaciones (con Premio Extraordinario al mejor expediente académico y Premio al mejor Trabajo Final de Máster) y Máster Ejecutivo en Community Management y Dirección de Redes Sociales en la Empresa. Sus principales campos de interés se centran en la sociología económica y del consumo, así como en la comunicación política y científica.

Artículo original publicado en SOCIOLOGIADOS. Revista de Investigación Social Vol 3, nº1, 2018, pp. 137-143 ISSN: 2445-2661 

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