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Vicente Huici Urmeneta | Espacio, Tiempo y Sociedad

Leída en estos primeros años del siglo XXI, la obra de Foucault es, en conjunto, una buena muestra de las inquietudes críticas del fin de siècle XX. Sobresalen, por ello, algunos aspectos que puestos ahora de relieve resultan más curiosos que de interés.

Por ejemplo, la pesantez de su prosa, vivo ejemplo de los textos estructuralistas que se comían a sí mismos mientras intentaban abordar temas de dificultad extrema. O también la obsesión ordenancista de los mismos, que recuerda el caso límite de Georges Gurvitch, clasificador de fenómenos sociales hasta la extenuación.

Pero así mismo, se evidencia el deseo de ir hasta el final en la dilucidación crítica de la cultura occidental, poniendo en solfa sus principios más arraigados y mostrando los recovecos teóricos y prácticos por medio de los cuales ésta consigue reproducirse bien à propos o malgré-soi. Los denominados locos, enfermos, presos, criminales y, acaso, homosexuales, eran para Foucault una muestra rápida del producto del sistema de exclusión/reclusión judeo-cristiano y capitalista que analizó con tanto detenimiento.

El mismo Foucault siempre insistió en que sus obras debían ser tomadas como herramientas y que podían –debían– ser utilizadas no sólo para comprender aquello de lo que trataban, sino, si fuera necesario, para cortocircuitar los sistemas de poder. Es indudable que los análisis que llevó a cabo han contribuido a moderar la exclusión e incluso, en algunos casos, la reclusión de muchas de las personas sujetas a las figuras antes mencionadas, pero aún así, no han calado y, desde luego, no parece que vayan a calar más en los movimientos sociales occidentales, que caminan en nuestros días por otras alamedas.

Pero, entonces, ¿qué nos queda de Foucault? La pregunta debería responderse como si preguntáramos qué nos queda de Marx o de Platón. Y desde este tenor quizá podríamos decir algunas palabras.

Para comenzar y paradójicamente, el Foucault que parece más próximo a nuestras inquietudes actuales es el último Foucault, el que escribió esas últimas partes de Historia de la sexualidad, consciente ya de la inmediatez de su muerte. Pues, efectivamente hay en estas obras y, por lo que nos ha quedado, en los Cursos del Collège de France que por entonces dirigió, un cambio de rumbo que se ha señalado y caracterizado, que implicó el abandono de la perspectiva profético-analítica de matriz nietzscheana que había exhibido hasta entonces para introducirse en una dinámica cuasi pastoral en la que el conocimiento de sí, en sentido amplio, predomina sobre el conocimiento de cualesquier objeto exterior.

Este cambio de rumbo anuncia, de alguna manera, la retirada de cualquier propuesta de liberación de los pagos públicos a los privados, uno de los signos del comienzo del siglo XXI a la vista de los fracasos históricos implícitos (China) o explícitos (URSS), de la liberación política. Y también sugiere un camino de liberación, oculto –y en algún caso casi ocultista–, mirando hacia los orígenes no judeo-cristianos de nuestra cultura.

En cualquier caso el primer y segundo Foucault están ahí y quizás ahora tan sólo apuntan algunas sospechas que deben ser tenidas en cuenta cuando se trabaja en el mundo de las ciencias humanas, y que fundamentalmente, y sobre todo en el caso de la historia, ponen «en duda las bases sobre las que se plantean y los fundamentos sobre los que descansa la propia labor del historiador» (Bermejo Barreda).

Así, la arqueología del saber levanta la sospecha sobre el propio saber, sobre sus condiciones de producción. Continúa reprochando al marxismo su esquematismo mecanicista que le hace reducir todo lo discursivo a lo extra-discursivo. Pero también continúa reprochando a los hegelianos de toda especie, implícitos y explícitos, las síntesis discursivas apresuradas que siguen llevando a cabo utilizando supuestos continuistas y finalistas. El dispositivo retórico de la misma Arqueología del saber, su carácter de libro metodológico casi imposible, no es sino una traba intradiscursiva frente a todos los excesos interpretativos.

Otro tanto ocurre con la genealogía del poder, que levanta las sospechas sobre una concepción del poder excesivamente ritual y no reconoce las redes de poder básico- la familia, la escuela, la fábrica, pero también la seguridad social o el dispositivo psico-sanitario o carcelario-, garantía última de los poderes del Estado. E igualmente alerta acerca del desviacionismo que puede ocasionar centrarse tan sólo en las manifestaciones de los mencionados micro-poderes y perder de vista cómo han ido, progresivamente, gubernamentalizándose. Y, en cualquier caso, no deja de resultar un tanto sangrante esa apología indirecta del individuo (burgués, por supuesto) que surge como efervescencia primera de las redes del bio-poder, una apología que anuncia subrepticiamente la llegada de un nuevo sujeto.

También queda en el aire el reproche que en su momento le dirigió Toni Negri al preguntarse si aquellos saberes y poderes que tan rigurosamente describía en su genealogía y desarrollo no se consolidaban, precisamente, al hacerlos tan explícitos, o si el mismo Foucault no era sino el espejo de los poderes que describía. Pero ésta es otra cuestión.

Y es que ocurre con Foucault lo que le ocurría a Wittgenstein con su escalera, es decir, que no se puede dejar de usarlo para subir a determinado lugar desde el que se goza de una singular perspectiva, pero una vez instalados en ella, se puede prescindir de él. Si es cierto que quienes han elaborado un pensamiento crítico en el siglo XX han sido enanos subidos a hombros de gigantes, Foucault ha sido uno de ellos, primero uno de los enanos, y hoy, quizá ya uno de los gigantes. Como ha dejado dicho Alan Sheridan: «Es difícil concebir que un pensador pueda tener, sobre el último cuarto de este siglo, una influencia comparable a la que Nietzsche ejerció sobre el primero. Y sin embargo, la obra de Foucault hace de él el candidato mejor situado».

El contenido de esta entrada está extraído del libro “Espacio, Tiempo y Sociedad” de Vicente Huici Urmeneta.

Espacio, Tiempo y Sociedad. Variaciones sobre Durkheim, Halbwachs, Gurvitch, Foucault y Bourdieu

portada-espacio-tiempo-sociedadLa cuestión de la naturaleza del espacio y el tiempo ha sido uno de los núcleos fundamentales de reflexión del pensamiento francés contemporáneo. En el mundo de la sociología, esta reflexión ha constituido una piedra angular, pues de su caracterización ha dependido todo el entramado teórico que, después, ha pretendido dar luz acerca de cuestiones tan trascendentales como la identidad colectiva o la percepción de los procesos sociales.

Émile Durkheim y Marcel Mauss concibieron el espacio y el tiempo como representaciones colectivas elaboradas socialmente y transmitidas a través de la familia y la educación. Maurice Halbwachs intentó demostrar que había una duración social que podía manifestarse en un fenómeno tan relevante como la memoria colectiva. Georges Gurvitch distinguió un sinnúmero de dimensiones del tiempo social, reprochando a la Historia y a los historiadores sus pretensiones de subsumir los acontecimientos en una temporalidad plana. Michel Foucault abogó por la destrucción del tiempo y del espacio inculcados en la formación de los individuos y la contrapuso a la generación de una nueva matriz espacio-temporal, atribuible a un nuevo sujeto. Finalmente, Pierre Bourdieu, en sus investigaciones acerca del arte y de la cultura, ha puesto de manifiesto que las concepciones temporales y espaciales llevan implícito un mecanismo de distinción que implica una sistemática reordenación de los universos simbólicos.

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