No cierres los ojos Akal

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En los inesperados desórdenes de 1968 salió a la superficie todo el resentimiento latente contra el autoritarismo en la familia, el gobierno o el lugar de trabajo; contra el elitismo social y su plasmación en la enseñanza secundaria y superior; contra una educación masificada y su inadecuada dotación de recursos; contra la desigualdad, la injusticia y la inseguridad que creaba el rápido cambio social.

El movimiento se inició en marzo en el campus de Nanterre, a las afueras de París, con la protesta estudiantil por las deficiencias del sistema educativo y el funcionamiento del sistema capitalista, cuya inmoralidad había dejado a las claras la política estadounidense en Vietnam. La iniciativa partió de pequeños grupos –normalmente marginales– de trotskistas, anarquistas y maoístas, y se extendió por la ineptitud de las autoridades académicas y la brutalidad policial.

En la noche del 10 al 11 de mayo se levantaron las primeras barricadas y empezaron los disturbios en el centro de la capital. A continuación, las manifestaciones llegaron a provincias. Estallaron huelgas masivas y se ocuparon fábricas, con la participación de unos 10 millones de trabajadores y una pérdida de 150 millones de jornadas laborales. Todo esto contribuyó a crear un ambiente de euforia ante lo que parecía un nuevo comienzo, sobre todo entre los jóvenes, que se reunían en las facultades, teatros, cafés y calles de París.

La situación sorprendió al gobierno por completo y, aunque improvisó un programa basado en un vago proyecto de «participación» de los estudiantes y trabajadores en la toma de decisiones y ofreció un aumento salarial, fue ignorado. También se pasó por alto la declaración de Mitterrand que instaba a la creación de un Gobierno Provisional bajo la dirección de Mendès-France. Su posterior anuncio de que se presentaría como candidato a la presidencia les pareció a muchos una señal de la peor clase de oportunismo político. Para el movimiento estudiantil todas estas maniobras de la vieja elite política carecían de importancia.

Estos acontecimientos descubrían algunos de los problemas de un sistema político centralizado en exceso, pendiente de las decisiones de un jefe de Estado que estaba envejeciendo y que, en la práctica, era incapaz de dar rápida respuesta a una crisis inesperada. Mostraban asimismo una pérdida de confianza en las instituciones. Para aterrorizar a los conservadores, incluido su primer ministro Pompidou, Francia pareció estar al borde de una nueva revolución de características casi decimonónicas. Pero no tuvo lugar. De Gaulle, que el 29 de mayo había volado a BadenBaden a consultar con el general Massu, se recobró de lo que parecía haber sido una pérdida inicial de confianza y tomó de nuevo la iniciativa alternando las concesiones y la represión. Mirándolo retrospectivamente, no parece haber sido una ardua tarea. La decisión del Partido Comunista, la principal organización de la izquierda, de actuar dentro de los límites de la legalidad y evitar un baño de sangre fue bastante significativa, tal y como lo fue la decisión del gobierno de evitar una escalada de violencia como las de las revoluciones del siglo precedente.

El 30 de mayo, en una locución por radio, De Gaulle anunció la disolución de la Asamblea y llamó a la acción en defensa de la República y contra la anarquía y el comunismo. Una enorme manifestación gaullista en los Campos Elíseos, cuidadosamente orquestada, dotó de mayor peso a su demanda. En las elecciones que siguieron el 23 y el 30 de junio, el régimen, participando en una plataforma de defensa de la ley y el orden, pudo emprender el camino para restablecer su legitimidad. No cabía duda de que la «mayoría silenciosa» no quería una revolución. Los viejos valores seguían vivos. La extrema izquierda estaba aislada. Se volvió poco a poco al trabajo y se arrinconó la protesta revolucionaria.

Por encima de todo, el resultado de las elecciones reveló la fuerza del conservadurismo político. En gran medida fue una reacción basada en el temor a la revolución social. Pese a la victoria, estaba claro que los sucesos de mayo habían debilitado de manera considerable la autoridad de De Gaulle. La reputación del primer ministro Pompidou, capaz de enfrentarse mejor a la crisis, fue la única que salió bien parada. Su posterior destitución parece haber sido un intento mezquino del general por eliminar a un subalterno al que los acontecimientos habían convertido en un sucesor potencial.

De Gaulle decidió por entonces reemprender la búsqueda de una «tercera vía» entre el capitalismo y el comunismo y revitalizar así el régimen. Para lograr una mayor participación, presentó una serie de propuestas al electorado, que incluían la colaboración de los trabajadores en la gestión de las empresas y una descentralización limitada del gobierno, mediante la delegación de poderes a las regiones, aunque restando competencias al Senado, que había servido con frecuencia de caja de resonancia de la oposición. Las propuestas constituyeron un gran error. El interés público fue escaso y eminentes representantes de la mayoría conservadora se declararon a favor del no, como fue el caso de Valéry Giscard d’Estaing, resentido por haber sido utilizado como chivo expiatorio para imponer medidas impopulares y posteriormente, en 1966, destituido como ministro de Economía. La situación empeoró cuando Pompidou anunció su intención de presentarse como candidato en las siguientes elecciones presidenciales, con lo que los conservadores contaban con un firme candidato a suceder a De Gaulle. Tal y como había prometido, De Gaulle dimitió cuando un 53 por 100 de los votantes rechazaron sus propuestas. Año y medio después de volver a la vida privada, el 9 de noviembre de 1970, el general falleció.

El texto de esta entrada es un fragmento del libro “Historia de Francia» de Roger Price

Historia de Francia

historia-de-francia-portadaEste libro ofrece una guía clara, bien documentada e ilustrada de la historia de Francia desde la Edad media hasta nuestros días. Entre sus temas centrales trata las relaciones entre el Estado y la sociedad, el impacto de las guerras, la competencia por el poder y las formas en que éste ha sido utilizado a lo largo de la historia del país galo. Analiza a sus grandes protagonistas como Felipe Augusto, Enrique IV, Luis XIV, Napoleón y De Gaulle y contextualiza sus trayectorias vitales dentro de los procesos de cambio de las estructuras económicas y sociales y de las creencias, al mismo tiempo que ofrece una información muy valiosa sobre la vida de hombres y mujeres corrientes.

Esta tercera edición ha sido revisada con profundidad e incluye un nuevo capítulo sobre la Francia contemporánea, una sociedad y un sistema político en crisis como resultado de la globalización, el aumento del desempleo, un sistema educativo ineficiente, las crecientes tensiones sociales y raciales, la corrupción, el ascenso de la extrema derecha, y una pérdida generalizada de confianza en los líderes políticos.

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