No cierres los ojos Akal

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La libertad no puede ser una trampa.

Nunca debería invocarse la libertad de nadie para atraparlo en una situación en la que queda inerme, sin armas para defenderse. Sin embargo, esa es exactamente la técnica que una nueva misoginia, nacida al calor de las doctrinas ultraliberales que campean en la jungla del mercantilismo salvaje, aplica al cuerpo de las mujeres.

El líder fundacional de Ciudadanos, Albert Rivera, lo repitió hasta la saciedad mientras pretendía convertirse en un referente del movimiento LGTB por el procedimiento de patrocinar la regulación de la gestación subrogada. ¿Quién soy yo para decir a las mujeres lo que pueden hacer con su cuerpo?, declaró en enero de 2019, cuando su partido promovió un debate parlamentario sobre este tema. Ciudadanos siempre había votado en contra de todas las proposiciones de ley para regular la eutanasia, pero Rivera nunca se preguntó quién era él para decir a los moribundos lo que podían, o no, hacer con su cuerpo. Su invocación a una presunta libertad plena, sin más reglas que la relación entre la oferta y la demanda que determina los precios de mercado, se restringía a las mujeres. No hay nada más feminista que gestar un hijo para otra mujer, llegó a añadir. Evidentemente, consideró que entonces sí tenía algo que decir, aunque no fuera mujer, ni tuviera la posibilidad de gestar un hijo para otra, ni, mucho menos, fuera feminista.

En el invierno de 2017 yo ya había tenido una bronca con mi mejor amigo de los últimos treinta años. Lo sigue siendo, porque los dos eludimos con el mismo cuidado la posibilidad de volver a discutir. Mi amigo, homosexual, defendía la gestación subrogada con argumentos que me sorprendieron mucho en un primer momento. Defiendes lo mismo que la Conferencia Episcopal, me dijo, y que no veía dónde estaba el mal en que una mujer pobre ganara dinero gestando un hijo para otra. En aquel momento, aunque sus palabras no me movieron ni un milímetro de mis posiciones, me di cuenta de que algo nacía y algo se estaba rompiendo. Una nueva misoginia, expresión purísima del capitalismo neoliberal envuelta en una cuidadosa, sonrosada cáscara progresista, cargaba contra las mujeres mientras afirmaba defender su libertad de acción, actuar por su bien, respetar escrupulosamente su soberanía. Y al alinearse con las doctrinas del ultraliberalismo contemporáneo, reivindicando los deseos como derechos, el movimiento LGTB –más adelante LGTBI, en estos momentos LGTBIQ– estaba rompiendo su tradicional alianza con el mo­vimiento feminista. Más grave resultó lo que estaba pasando dentro del propio movimiento.

Todas las abolicionistas sois unas viejas y eso es lo que pasa aquí, que las viejas defendéis una cosa y las jóvenes defendemos otra… Cuando le contesté a gritos a mi amigo que en los debates sobre la esclavitud que tuvieron lugar en los estados sureños de EEUU, antes de la guerra de Secesión, los esclavistas y los abolicionistas siempre votaban lo mismo, no, frente a los intentos de regulación del mercado de seres humanos, habían pasado ya un par de años desde la primera vez que me llamaron vieja en público. Sucedió en un debate organizado por un grupo de  estudiantes de la Universidad Complutense de Madrid. Todas las mujeres que estábamos en la mesa fuimos etiquetadas en un instante mientras el público, las jóvenes, se dividía en dos a propósito de la abolición o la regulación de la prostitución, el debate que amenaza con dividir ahora mismo al propio movimiento feminista. Vieja o no tanto, yo jamás creí que llegaría a vivir lo que está pasando. Nunca se me ocurrió pensar que algún día conocería a mujeres partidarias de legalizar la prostitución –incluso a sabiendas de que la trata de personas, la esclavitud de nuestros días, está indisolublemente ligada a su ejercicio– con el argumento de que todas nosotras tenernos derecho a ser putas, a elegir libremente ese o cualquier otro destino. Como si viviéramos en el País de las Maravillas, una Arcadia feliz, las regulacionistas invocan las experiencias de un puñado de mujeres europeas, blancas, educadas en la escuela pública y que incluso han llegado a ser famosas, como Virginie Despentes, para defender los derechos de las mujeres que optan por vender su cuerpo prostituyéndose y no en la caja de un supermercado. A las otras, la inmensa mayoría de las engañadas, estafadas, explotadas, esclavizadas en los miserables locales que festonean nuestras autopistas, en los polígonos industriales o en plena calle, con sus chulos siempre vigilantes, no parecen tenerlas en cuenta. Y lo peor es que parte de la izquierda, más allá del movimiento LGTBIQ, ha comprado sus argumentos. De la noche a la mañana, me he encontrado con que para mucha gente que ha estado cerca de mí a lo largo de mi vida, no soy ni más ni menos que una puritana.

Por eso, el libro que ha escrito Carmen Domingo me parece importante. He escogido con cuidado ese adjetivo porque no pretendo engañar al lector o la lectora que esté leyendo estas líneas. Le advierto que no tiene entre las manos una lectura agradable. Derecho a decidir se sustenta en un proceso de documentación exhaustivo sobre tres grandes temas que dividen a la sociedad, particularmente a las fuerzas de izquierda, y de forma aún más específica al movimiento feminista, alrededor del cuerpo de las mujeres: la gestación subrogada, la abolición o regulación de la prostitución, y los aspectos relacionados con las maneras de cubrir o exhibir nuestra piel, desde el velo islámico hasta las industrias de la pornografía.

El resultado es un trabajo duro, áspero, en algunos momentos hasta doloroso, pero precisamente por eso aún más útil.

Un libro necesario.

Almudena Grandes

Prólogo del libro “Derecho a decidir. El mercado y el cuerpo de la mujer” 

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