No cierres los ojos Akal

Germán Labrador Méndez

(…) Hasta ahora hemos visto algunos de los «nombres de quienes se han quedado por el camino, muertos por sobredosis, cirrosis, SIDA, accidentes y otras trampas y espejismos» propios de la época, por decirlo con las palabras de Malvido (1989). Pues, aun cuando el relato de la generación bífida tenga la fuerza poética de un símbolo, quienes lo encarnan son personas reales, cuyas existencias singulares e irrepetibles hacen necesario preguntarse por lo que el mito de la transición feliz no deja ver. Por puntuales que sean, sus desapariciones representan un terremoto para sus allegados. Qué tentación despreciarlas estadísticamente, transformarlas en una magnitud abstracta, convertir los muertos de la transición en una cifra más, como la de los fallecidos en accidentes de tráfico o en siniestros laborales, o qué fácil relativizarlas en una perspectiva definitivamente no española, buscando normalizarlas de forma perversa al compararlas con las registradas entre la juventud de otros países. Los índices juveniles de fallecidos entre la juventud alemana que vio caer el muro de Berlín sobre sus espaldas, entre los hijos de la Inglaterra del No Future y el thatcherismo, o entre la generación italiana posterior a los años de plomo son, en efecto, elevados. Porque son muchas las transiciones que sacuden la Europa de los años setenta y ochenta, y muchas las metamorfosis políticas y culturales del momento. Todas tienen sus costes. Los jóvenes tienden siempre a pagar precios muy altos por su participación en tales procesos de cambio.

Aquí haremos brillar de una en una dichas muertes en vez de despreciarlas como parte de una estadística o de subsumirlas en un contexto mayor. Serán definitivas en su singularidad irrepetible y en lo que de valioso tenían para otros. Únicas, inalienables, suyas, todas estas muertes representan catástrofes impensables para los mundos donde tuvieron un sentido. Con ellas se apagaban las luces de la contracultura. Con cada una se cerrarán los sentidos que su época había abierto. Porque hay veces que mil muertos no significan nada, pero la vida singular e irrepetible de un vendedor de frutas ardiendo delante de la policía prende la democracia alrededor del Mediterráneo. Y, como estableció Michel Foucault en La vida de los hombres infames (1977), las existencias más marginales explican cómo funciona el mundo que las segrega. Si toda vida contiene, de algún modo, su propia época y si toda vida es una forma de su época, otro tanto podemos decir de cada una de estas muertes, pero de manera inexacta, pues solamente la contienen como una forma interrumpida de la misma. Cada una de esas muertes nos advierte sobre aquello que su época dejó de ser.

Para los amantes de la sociología cuantitativa, cabe ofrecer dos figuras en apoyo de lo expuesto a propósito de la evolución de la mortalidad en España. Las tomo del trabajo de Francisco Viciana Fernández –un nada sospechoso demógrafo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Sevilla–, publicado por el Instituto Nacional de Estadística. Al analizar la esperanza de vida a finales del pasado siglo, Viciana alerta sobre un dato oculto entre toda suerte de indicadores positivos: el imprevisto aumento de la mortalidad juvenil. Afirma que «se han producido importantes ganancias relativas en la mortalidad infantil y en la segunda mitad de la vida», mientras que «la probabilidad de fallecimiento durante la juventud ha evolucionado de manera completamente inesperada, creciendo significativamente durante finales de los ochenta y primera mitad de los noventa», en lo que constituye «la inversión de la tendencia secular» de crecimiento. A partir de 1985 se detectaba un claro «aumento de la mortalidad juvenil», «muy manifiesta en los hombres, de manera que en 1990 el pico modal de mayor crecimiento se sitúa a los 28 años con casi un 60 por 100 de crecimiento con respeto al nivel que tenía en 1985» (!). La tempestad arrecia a mediados de la década siguiente: «Hacia 1995 el crecimiento máximo se ha desplazado hacia edades más avanzadas, con un máximo a la edad de 31 años con un nivel superior al 190 por 100 del que existía en 1985». «Una evolución similar se observa en las mujeres, si bien la intensidad del crecimiento de la mortalidad es mucho más moderado que en el caso de los hombres». Esta mortalidad afecta no sólo a los nacidos en los años cincuenta, sino también a la cohorte demográfica consecutiva, los niños del baby-boom de comienzos de la década siguiente. Alrededor del año 2000, se recuperan los niveles de mortalidad juvenil de comienzos de los años ochenta (2003, p. 89). La transición, por fin, ha concluido.

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Las estadísticas demográficas identifican el carácter extraordinario de la mortalidad juvenil en la España posfranquista: «Razón de probabilidades de fallecimiento por edad y sexo, con referencia al año 1985. qx (t)/qx (1985)»
(Viciana, 2003, p. 90).

Aunque fenómenos semejantes no son privativos del caso español, «en España la situación ha sido más dramática que en otros países europeos» por la coincidencia entre «el pico de la epidemia de accidentes [de coche]» con «una elevada incidencia de SIDA, de las más altas de Europa» (p. 86). Viciana explica este aumento de la mortalidad «sobre la base de las características epidemiológicas [del VIH] en España» al tiempo que añade otros factores de carácter social y cultural, unos concretos (el uso endovenoso de la heroína) y otros más difusos («la extensión de fenómenos de marginación y drogodependencia»). Sin embargo, los aproximadamente treinta y cinco mil seropositivos muertos en el periodo 1985-1997 (ISCIII, 2010, p. 6) no bastan para completar la estadística. Es necesario añadir aún otros factores que implican hábitos farmacológicos, homicidios, accidentes, muertes voluntarias y autoinducidas para hacernos cargo del ocaso completo de aquella generación. En este sentido, resulta inquietante comprobar que el número de suicidios juveniles en el periodo también se dispara (Ruiz Pérez y Orly, 2006) y que lo hace por causas tan difusas como son los «factores sociales ligados a los papeles de sexo y los cambios en los papeles» –es decir, relacionados con la represión sexual– o «la epidemia de sida y de adicción a drogas por vía parenteral que se observó en España en los años ochenta y noventa» (p. 25), aunque es importante precisar que el consumo endovenoso de heroína tiene características específicas e independientes al de otras sustancias y que, a su vez, la expansión del VIH es un fenómeno más complejo que el intercambio de agujas (Usó, 2015).

En conjunto, vemos así cómo la alarmante mortalidad de los jóvenes de la democracia entre 1985 y 1995 constituye un fenómeno documentado por métodos científicos, por más estos no logren penetrar en las razones históricas, políticas y culturales subyacentes.

El texto de esta entrada es un fragmento de: “Culpables por la literatura.» de Germán Labrador Méndez.

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