No cierres los ojos Akal

milicianas

Se puede ver muy bien cómo se construye la relación entre los sexos en tiempos de guerra en el ejemplo de la Guerra Civil Española. Es muy ilustrativa la evolución que tuvo lugar en las unidades anarquistas y comunistas. Aunque el ideal de igualdad era propio de la izquierda política, también allí se debatió qué papel bélico debería desempeñar la mujer.

España estaba imbuida de una imagen de la mujer centrada en el catolicismo y la familia. No obstante, en los años treinta del siglo XX acreció también en España –como por todas partes en Europa– la proporción de mujeres trabajadoras. El anarquismo español, con su fuerte tendencia sindicalista, declaró pronto su postura positiva respecto del trabajo asalariado femenino. En 1872 se adoptó en Zaragoza una resolución en la que se decía:

Si reducimos a las mujeres exclusivamente al trabajo en el hogar, mantendremos su subordinación actual al hombre. Así privamos a la mujer de su libertad. ¿Qué es lo que puede impulsar hacia delante la liberación de la mujer? Solo y únicamente el trabajo remunerado.

A pesar de esta declaración verbal, el movimiento obrero español adoptó en la práctica una postura entre ambivalente y hostil frente al trabajo femenino, particularmente respecto del trabajo asalariado de las mujeres casadas. Pero, como por todas partes en Europa, la ideología estaba muy alejada de la praxis social. En toda España trabajaban mujeres en la agricultura y en otros campos. También en la industria textil catalana había una larga tradición de actividad laboral femenina.

La Guerra Civil Española estalló al rebelarse abiertamente las fuerzas conservadoras del país contra el Gobierno socialista elegido. El general Franco se puso a la cabeza del ejército, de tal modo que el Gobierno se vio obligado a defenderse sin contar con un ejército regular. El ataque al sistema democrático sirvió de impulso a la formación de un ejército popular amplio, desorganizado, aunque muy motivado. La movilización espontánea de las mujeres en tiempos de guerra, de rebelión y de guerra civil tiene una larga tradición. Muchas mujeres españolas querían también defender una República que les había dado el derecho al voto, que había tratado de aminorar las grandes diferencias de salario entre hombres y mujeres, y que había prometido llevar a cabo otros progresos emancipadores.

Igual que en otros países europeos, la mayoría de las mujeres españolas se dedicaban cuando estalló la guerra a su feminidad y maternidad. Se afirmaron como mujeres tanto pacífica como belicosamente. «Es mejor ser la viuda de un héroe que la mujer de un cobarde», decía el mensaje prontamente aclamado de La Pasionaria, la dirigente comunista. Las mujeres animaban a sus hijos a alistarse voluntariamente en el ejército popular. La lucha antifascista estuvo ligada a la creencia en un pacifismo femenino particular. La líder de las Mujeres Libres anarquistas, Federica Montseny, subrayó la peculiaridad de la lucha republicana: se trataba de una «guerra pacifista» por la libertad.

Muchas mujeres se adhirieron a las pequeñas unidades de combate, las «milicias», en la primera fase de la Guerra Civil. Pusieron su vida y su salud al servicio de la defensa de la República. «Si alguien dice que el combate no es cosa de mujeres, responded que el deber revolucionario obliga a todo el que no sea cobarde». Algunas milicianas lucharon junto con sus maridos, otras se sumaron a las tropas solas. A diferencia de los hombres, las mujeres no fueron animadas oficialmente a alistarse. Muchas lucharon con las armas, otras apoyaron a los combatientes en servicios auxiliares. Se ocupaban de las comidas, la ropa y el cuidado de los heridos. La mayoría aceptó esta división tradicional del trabajo, pero otras protestaron vivamente. «Yo no he venido al frente para morir con la fregona en la mano», exclamó una miliciana. Pero también de las mujeres combatientes se esperaba que realizaran los trabajos «femeninos» tras los combates, que prepararan la comida, lavaran y remendaran la ropa. No dejó de haber tensiones entre los soldados de uno y otro sexo.

La prensa alabó el compromiso de lucha de las mujeres al comienzo de la guerra, pero eso pasó pronto. Ya en el otoño de 1936 empezó una campaña que pretendía enviarlas a la retaguardia. Se ridiculizó a las mujeres que combatían en el frente después de haberlas ensalzado en un principio como heroínas. Esta transformación se cumplió en unos pocos meses y abarcó todas las corrientes políticas. El jefe del Gobierno Largo Caballero dio orden de que las mujeres abandonaran el frente. Ninguna organización femenina protestó contra esta decisión; por el contrario, incluso una organización como la anarquista Mujeres Libres animó a las mujeres a dedicarse «con cuidado maternal» a los fatigados combatientes. La tarea de la mujer no era la de luchar ella misma, sino la de apoyar con su «luminosa alma femenina» la moral de combate de las tropas.

A partir de 1937 se tildó cada vez más de prostitutas a las mujeres que permanecían en el frente. Solo así parecía explicable la proximidad allí de hombres y mujeres. La ocasión de una igualación de los sexos en la guerra se deshizo mediante las murmuraciones calumniosas. Un sexólogo radical, el doctor Martí Ibáñez, que había hecho posible la legalización del aborto en Cataluña, apoyó ahora la expulsión de las mujeres del servicio militar. Afirmó que los hombres podían concentrarse mejor en la lucha si no había mujeres cerca. Para alcanzar el éxito militar recomendó la abstinencia sexual. Las últimas mujeres desaparecieron del frente al ser absorbidas por los comunistas las unidades anarquistas hasta entonces autónomas y formarse un ejército regular.

La actitud adoptada por la opinión pública y la dirección militar españolas contra las mujeres movilizadas como soldados había cambiado radicalmente. Después de haber saludado en un principio a las combatientes como heroínas, se las expulsaba ahora de la lucha armada y se las reducía al «frente patrio». La demanda de igualación de los sexos en la guerra había ido demasiado lejos, evidentemente. La existencia de mujeres combatientes apenas estaba en consonancia con las imágenes dominantes de «feminidad» y «masculinidad», de tareas «masculinas» y tareas «femeninas».

Las Mujeres Libres, la organización femenina más radical de España, también se declaró partidaria de la retirada de las mujeres del frente, pero siguió defendiendo igual que antes el derecho de la mujer al trabajo; pensaba que la independencia económica era una condición previa para la libertad individual de la mujer. No obstante, esta idea igualitaria iba acompañada de la suposición de que existía una diferencia «natural» entre hombres y mujeres, por la cual estas eran especialmente aptas para determinados trabajos. Por esa razón, las Mujeres Libres no se declararon en favor de la igualación de los sexos en el mercado laboral. Las demás organizaciones femeninas españolas eran aún más conservadoras en esta cuestión.

Las mujeres españolas estuvieron presentes en numerosas ramas industriales durante la guerra. Trabajaron en la producción de zapatos, medicamentos, aparatos eléctricos, comestibles y municiones. Durante la Guerra Civil, las mujeres estuvieron representadas muy mayoritariamente en el transporte urbano de Madrid; condujeron autobuses, camiones y otros medios de transporte. Igual que en otros países, esta actividad de las mujeres exigida por la guerra fue temporal y achacada a la situación excepcional. Terminada la guerra, los hombres tuvieron derecho a recuperar «sus» puestos de trabajo. La mayoría de los trabajos fueron realizados por las mujeres sin pago alguno, desde la atención a los enfermos hasta el trabajo diario en el hogar, pasando por otras actividades de asistencia.

La situación en la retaguardia española era igual a la de otros países. Las mujeres estaban decididas a contribuir con su esfuerzo al bien de la patria. En los estados en guerra, esta disposición fue utilizada para cubrir la escasez de fuerza laboral que apareció. Pero, al principio, muchas mujeres perdieron su trabajo al colapsarse poco después de comenzada la guerra la industria de la moda y otras ramas de artículos de consumo. Había una gran escasez de materia prima, desaparecieron numerosas vías comerciales y se hundió la demanda de bienes de lujo.

El texto de esta entrada es un fragmento del libro “De criada a empleada ” de Ulla Wikander

De criada a empleada. Poder, sexo y división del trabajo (1789-1950)

portada-criada-empleadaEn De criada a empleada se muestra la evolución que, desde el comienzo de la industrialización, ha experimentado la división del trabajo según los sexos. A pesar de que hombres y mujeres trabajaron en fábricas y se adaptaron a las cambiantes condiciones y exigencias del trabajo, históricamente las mujeres han trabajado por salarios menores que los hombres y su mano de obra ha sido considerada menos cualificada. Incluso la maquinaria que usaban hombres y mujeres fue asignada de acuerdo con el sexo: la máquina de coser, por ejemplo, fue femenina, y el trabajo de las costureras fue, en consecuencia, minusvalorado.

Las definiciones de las actividades masculinas y femeninas fueron siempre  objeto de discusión y estuvieron sometidas a cambio. Las mujeres constituyeron una fuerza de trabajo que debía diferir de las de los trabajadores varones y ajustarse a reglamentos especiales. Simultáneamente, se les adjudicó a las mujeres la actividad de ama de casa y madre como su papel más auténtico e importante. Así surgió una imagen que ha obligado a las mujeres hasta el presente a aceptar los oficios peor pagados, y ha contribuido a que, a menudo, no tengan una vida laboral plena ni desarrollen una actividad a tiempo completo.

De criada a empleada –  Ulla Wikander – Siglo XXI Editores

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