Pandemias. La gran gripe de 1918 y la COVID-19

pandemiasLas pandemias son brotes de enfermedades infecciosas que se propagan por muchos países. Algunas se difunden rápidamente pero no son muy dañinas, como la gripe A (H1N1) de 2009. Otras son más lentas, pero muy peligrosas, como el Ébola; y algunas se propagan rápidamente y hacen enfermar de gravedad a muchos de los infectados. La de la COVID-19 es de este tipo.

La pandemia de gripe de 1918- 1919 se desató antes de que acabara la Primera Guerra Mundial, y mató a 50 millones de personas. Como la COVID-19, estaba causada por un virus, hoy identificado como una cepa mortífera del virus de la gripe H1N1. Uno de los grandes hallazgos del siglo que separa estos dos brotes es que, para que haya una pandemia, basta una mutación minúscula al azar en un virus, en particular de un virus de la gripe o coronavirus, como el de la COVID-19. La mutación oculta la identidad del virus, y el cuerpo humano queda indefenso. Hoy, la proximidad entre humanos y animales hace muy probable la transmisión de tales virus mutantes.

Las pandemias son amenazas globales complejas que ponen a prueba los límites de la conducta de individuos y gobiernos. Los epidemiólogos han avanzado mucho en la comprensión de cómo se propaga una epidemia desde un área dada a muchos países (punto en que pasa a ser una pandemia), y los expertos ofrecen protocolos de medidas detallados. Sin embargo, la única arma de eficacia demostrada frente a tales brotes son las vacunas. En 2005 –más de ochenta años después de iniciarse aquella pandemia de gripe de 1918-1919–, el virólogo estadounidense Jeffery Taubenberger reveló la estructura genómica completa del virus, que permitió reconstruirlo y analizarlo. Fue un hito en el empeño científico por determinar la naturaleza exacta de un virus mutante, y aportar los datos necesarios para crear rápidamente una vacuna.

En los primeros tiempos de la humanidad, las enfermedades infecciosas debieron de ser raras. Los cazadores-recolectores vivían demasiado dispersos para que los microbios se propagaran con éxito, no pasaban cerca de las mismas fuentes de agua el tiempo suficiente para contaminarlas y no criaban los animales que hoy albergan microbios. La difusión de la agricultura y la ganadería alimentó a una población en expansión, pero la estrecha proximidad entre personas, y de estas con los animales, propició que prosperasen las enfermedades infecciosas.

Criaderos

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Los animales domésticos comparten microbios con los humanos. La tuberculosis (TB), la viruela y el sarampión proceden del ganado bovino, y el resfriado común, posiblemente de las aves. Pollos o cerdos pudieron transmitir la gripe a los humanos, o quizá a la inversa. Con la intensificación de la ganadería, la contaminación fecal del agua favoreció enfermedades como el cólera, la fiebre tifoidea o la hepatitis, y el agua para regar cultivos ofrecía criaderos a los parásitos causantes del paludismo y la esquistosomiasis.

 

Ha habido tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras cogen a la gente siempre desprevenida. Albert Camus La peste (1947)Con el embate de cada infección, los supervivientes adquirían resistencia. La inmunidad a corto plazo a muchas enfermedades pasaba de madres a hijos, durante el embarazo o por la leche materna; pero, con el crecimiento de las poblaciones y las migraciones, nuevas oleadas de epidemias recorrieron el globo. En el año 189 se desató la peste antonina (probablemente viruela), durante la que morían unas dos mil personas al día en Roma. Hacia 1300, la peste negra (peste bubónica) barrió Asia y África, culminando entre 1347 y 1351, cuando al menos 25 millones de personas fallecieron solo en Europa, exterminando aldeas enteras.

Las poblaciones son más vulnerables a infecciones al entrar en contacto con otras poblaciones desconocidas. En los siglos XVI y XVII, los colonos europeos llevaron a América la viruela y la gripe porcina, que devastaron a los pueblos indígenas, nunca antes expuestos a estas enfermedades, y carentes por tanto de inmunidad natural.

La gran gripe de 1918

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Enfermeras con mascarilla de la Cruz Roja Americana: poco ha cambiado desde 1918 la respuesta médica a una pandemia.

En 1918 se desató una pandemia de gripe que pudo empezar en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en las que millones de soldados estaban hacinados con cerdos como provisión de carne. El virus, que pudo volverse más virulento al pasar de unos soldados a otros, se conoce como «gripe española», por haber sido la prensa de la España neutral la primera que informó sin censura, pero en realidad hubo casos por casi todo el mundo más o menos a la vez.

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Algunos hospitales tenían «porches de neumonía», con la esperanza de que el aire fresco redujera el contagio.

La pandemia de gripe de 1918 se propagó con rapidez devastadora por un mundo ya asolado por la guerra, infectando a un tercio de la población mundial. Esta enfermedad no se parecía nada a la gripe invernal. Los más afectados sufrían un dolor agudo, violentos ataques de tos y hemorragias en la piel, ojos y oídos. La inflamación pulmonar privaba de oxígeno a la sangre, dando a la piel un tono azulado, un trastorno llamado cianosis. En cuestión de horas o días en el mejor de los casos, el fluido llenaba los pulmones y mataba por ahogamiento. Hoy esto se conoce como síndrome de dificultad respiratoria aguda (SDRA), pero entonces los médicos lo llamaron «neumonía atípica».

A diferencia de la mayoría de las cepas de gripe, peligrosas para niños y ancianos, la de 1918 afectaba más a personas entre los veinte y cuarenta años. Al ir adquiriendo inmunidad un número mayor de personas, el virus no podía transmitirse, y la pandemia acabó en 1920.

Nadie podía identificar la causa de la pandemia. Se creyó que era una bacteria, y no un virus, hasta la invención del microscopio electrónico en 1931. Hasta 1933, cuando Wilson Smith, Christopher Andrewes y Patrick Laidlaw, del Instituto Nacional para la Investigación Médica de Londres, infectaron a hurones deliberadamente con la gripe, no se demostró que era un virus: un patógeno casi invisible que se puede filtrar, pero no cultivar en una placa como las bacterias.

Muchos pensaron que la pandemia no se repetiría, pero con soldados hacinados en barracones al inicio de la Segunda Guerra Mundial en 1939, se temió un nuevo brote. En EEUU, Thomas Francis y Jonas Salk, miembros de la Comisión sobre la Gripe, desarrollaron la primera vacuna contra la gripe, con la que se inmunizó a las tropas de EEUU. Lo que no sabían era que las vacunas de la gripe solo funcionan contra la cepa para la que se han preparado. La suya se basaba en las cepas existentes en la década de 1930; así, cuando en 1947 apareció una nueva mutación, la vacuna resultó inútil. Por suerte, la epidemia de gripe de 1947 no fue virulenta.

El virus camaleónico

Mejor tener una vacuna sin epidemia que una epidemia sin vacuna. Edwin Kilbourne Pronto se descubrió que el virus de la gripe (o influenza) es más variable de lo que nadie había imaginado. Los hay de varios tipos. El tipo C, con síntomas como los del resfriado, es el más benigno. El tipo B es el agente de la acostumbrada gripe estacional, que puede ser severa, pero solo pasa de humano a humano. El más peligroso es el A, una gripe aviar que puede volverse capaz de pasar a los humanos, por medio de un animal anfitrión, como el cerdo, o directamente de las aves. Cuando lo hace, la resistencia de los humanos es tan escasa que la posibilidad de otra pandemia es alta.

En 1955, los estadounidenses Heinz Fraenkel-Conrat y Robley Williams hallaron que los virus pueden ser filamentos únicos de ARN en una envoltura (cápside). El material genético en las células humanas es ADN de doble hélice, como habían descubierto James Watson y Francis Crick en 1953. Tanto los de la gripe como los coronavirus son virus de ARN.

Identidad cambiante

Cuando se copia el ADN, lo hace casi perfectamente. En virus de ARN como los coronavirus y los de la gripe, en cambio, los errores son frecuentes. Esto crea problemas a los sistemas inmunitarios, que identifican los virus por la correspondencia de anticuerpos y antígenos (marcadores) en la cápside del virus. Si el error del ARN cambia la cápside lo suficiente, los anticuerpos no lo reconocen y el virus entra en el organismo sin ser detectado.

Esta deriva antigénica, como se conoce, es la razón por la que la gripe regresa una y otra vez. Enfermedades víricas como el sarampión suelen contraerse una sola vez, pues tras el primer ataque, el cuerpo queda armado con anticuerpos. Pero los virus de la gripe rara vez son los mismos, y los anticuerpos creados tras la gripe invernal de un año no identifican la versión del año siguiente. Aun así, son lo bastante reconocibles para que las defensas del organismo acaben derrotándolos, y por eso la gripe estacional es más bien leve para la mayoría de las personas. En 1955, el virólogo australiano Frank Macfarlane Burnet afirmó que podían darse cambios más radicales si distintos virus de la gripe colonizan la misma célula y sus genes intercambian segmentos. Si el intercambio afecta a los genes que codifican para la cápside, los antígenos pueden volverse completamente irreconocibles, dejando a la persona con poca o ninguna protección frente al nuevo virus. Este cambio drástico se llama cambio antigénico, o viral.

Dos años más tarde, en 1957, llegó la pandemia de la gripe asiática, que se propagó amplia y rápidamente, y las vacunas no tenían efecto alguno. Los síntomas eran leves para la mayoría, pero murieron más de dos millones de personas. A lo largo de la década siguiente, virólogos como Christopher Andrewes y el investigador médico estadounidense Edwin Kilbourne mostraron que este virus había pasado por un cambio antigénico del tipo descrito por Burnet.

Cómo mutan los virus

Deriva antigénica

Al copiarse un virus de la gripe, las mutaciones causan cambios en los antígenos hemaglutinina (H) y la neuraminidasa(N) superficial. El proceso crea las cepas invernales, contra las que la mayoría de las personas tiene alguna inmunidad.

Cambio antigénico

Al infectar dos virus distintos la misma célula en un anfitrión (como un cerdo), forman un subtipo del todo nuevo, que puede pasar de una especie a otra y contagiarse rápidamente en poblaciones sin inmunidad.

Espículas de identidad

Al microscopio electrónico, en la cápside del virus de la gripe se aprecian minúsculas espículas de la proteína hemaglutinina (H) y la enzima neuraminidasa (N). Las espículas H se unen a las células anfitrionas para que el virus las invada, y las espículas N disuelven la pared celular para abrir al virus una vía de escape. Lo decisivo es que ambas son antígenos que permiten al organismo anfitrión identificar el virus. Andrewes y Kilbourne mostraron que, en el virus de la gripe aviar, tanto H como N habían cambiado, y llamaron H1N1 a la gripe de 1918 y H2N2 a la gripe asiática. Desde entonces, los científicos han descubierto 16 versiones de H y 9 de N, que se dan en distintas combinaciones.

Lo que no se sabía es qué había vuelto tan mortífero el virus H1N1 de 1918. En 1951, el microbiólogo sueco Johan Hultin obtuvo permiso para excavar el enterramiento de Brevig Mission, en Alaska, donde 72 de los 80 habitantes, en su mayoría inuits, habían muerto de la gripe en 1918. El suelo congelado conserva bien los cuerpos, y Hultin extrajo una muestra de tejido pulmonar, pero la tecnología de la época no permitió obtener mucha información.

En 1997, Taubenberger, empleado en el Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas de EEUU, describió un análisis parcial del virus de 1918 basado en un fragmento del tejido pulmonar de un militar estadounidense víctima de la enfermedad. Hultin vio este trabajo, volvió a Brevig Mission y obtuvo una muestra del cuerpo de una joven inuit, a la que llamó «Lucy».

El asesino revive

En 2005, a partir de la muestra de Hultin, Taubenberger y su colega Ann Reid desentrañaron al fin el genoma del virus H1N1 de 1918, y lo hicieron tan completamente que el mismo año el microbiólogo estadounidense Terrence Tumpey logró crear una versión viva. El virus revivido está a buen recaudo en los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades.

Los estudios del virus resucitado por Tumpey demostraron que se originó en aves y no en cerdos, y sus espículas H eran semejantes a las del virus de la gripe aviar de 2005. Aún no se comprende por qué un virus mutante de la gripe es letal y otro no, pero Tumpey y sus colegas concluyeron que no es un solo componente genético del virus de 1918 lo que lo vuelve tan mortífero, sino una combinación particular de genes de esa cepa. Con todo, conocer mejor cómo funcionan los virus ayuda a obtener antes una vacuna cada vez que surja una mutación nueva y peligrosa.

Los coronavirus

Apenas se empezaban a comprender los virus de la gripe cuando emergieron los coronavirus, identificados por primera vez en pollos en la década de 1930, y así nombrados por la viróloga escocesa June Almeida en 1967, al observarlos con un microscopio electrónico. La corona del nombre hace referencia a las proyecciones bulbosas que rodean estos virus.

En 2003, cuando trabajaba en Hanoi (Vietnam), el médico italiano Carlo Urbani se dio cuenta de que un paciente admitido en el hospital no tenía la gripe, como se pensó, sino una nueva enfermedad, hoy llamada síndrome respiratorio agudo grave (SARS), por el modo en que ataca a los pulmones. La OMS hizo pública la alerta enseguida, y se aisló a los afectados, identificados ya tan lejos como en Canadá. La provincia de Guangdong (China), foco del brote epidémico, fue sometida a una gran operación sanitaria pública, y el SARS fue controlado en menos de un año. El virus fue identificado como coronavirus, y se rastreó hasta hallarlo en animales en Guangdong, como la civeta enmascarada y los tejones turón, empleados en la medicina china.

Los coronavirus son muy numerosos. La mayoría circulan entre animales como cerdos, camellos, murciélagos y gatos. Se conocen siete que saltan a los humanos y causan enfermedad, en lo que se conoce como spillover («desbordamiento» o «derrame»). En cuatro de estos, los síntomas son leves, pero los otros tres pueden ser fatales. El SARS apareció en 2002; le siguió el síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS) en 2012, probablemente transmitido por camellos; y más tarde el de la COVID19, identificado en 2019.

Enfermedades zoonóticas

La urbanización, la deforestación y la agricultura y la ganadería intensivas crean entornos favorables al desarrollo de las enfermedades virales. A medida que la humanidad va perturbando ecosistemas, entra en contacto cada vez más próximo con animales y se expone a más patógenos zoonóticos, o microbios transmisibles de los vertebrados a los humanos. Unas tres cuartas partes de las nuevas enfermedades infecciosas proceden de la vida salvaje, y la probabilidad de mutaciones causantes de pandemias letales es un peligro creciente.

Hay quien diría que el sida nos hizo estar siempre alerta ante nuevos virus. Ojalá fuera cierto. Joshua Lederberg Biólogo molecularAdemás de las gripes y las enfermedades por coronavirus, han surgido en los trópicos varias enfermedades causadas por virus, como el virus del Ébola, el de Lassa, el del dengue, el del Nilo Occidental, los Hantavirus y el VIH. Algunas son mutaciones del todo nuevas, pero otras empezaron a circular a causa de la actividad humana. El virus de la COVID-19 procede probablemente de murciélagos, expulsados de sus hábitats y que viven en mayor proximidad con los humanos y otros animales.

Aunque hoy se sepa que los responsables de las pandemias son virus mutantes, no hay modo de saber cuándo surgirá uno, ni cuán letal será. Sin embargo, al estudiar de cerca los brotes del pasado, los epidemiólogos pueden establecer lo lejos y rápido que se propagan, y esto les ha dado las herramientas para predecir el desarrollo de una enfermedad una vez ha llegado a una fase determinada.

Hemos dado la señal de alarma alto y claro. Tedros Adhanom Ghebreyesus Director general de la OMS (desde 2017) La OMS estableció un programa en seis fases para guiar la respuesta global a una pandemia. Las primeras tres fases consisten en monitorizar los virus que circulan entre los animales e identificar los que puedan suponer una amenaza a los humanos, o que ya hayan mutado e infectado a humanos. Una vez detectado el contagio entre humanos a nivel comunitario y luego nacional (fases 4–5), son necesarias medidas de contención locales y nacionales, que culminan en la declaración de una pandemia (fase 6), una vez que se ha informado del contagio entre humanos en al menos dos regiones de la OMS.

Si se detecta pronto una enfermedad emergente, se puede aislar a las víctimas y portadores antes de que la espiral sea incontrolable. Esto fue lo que ocurrió con el SARS en 2003, pero no con la COVID-19. Si se desata una pandemia, los científicos esperan que recorra el globo en dos o tres oleadas, que pueden estar separadas por hasta cuatro meses, pero que alcanzan picos locales pasadas unas cinco semanas.

Limitar la propagación

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La piazza del Duomo, en Milán, desierta en marzo de 2020 tras el confinamiento decretado por el gobierno italiano por la COVID-19. Limitar los desplazamientos y cerrar negocios y escuelas ayudó a frenar el contagio.

La globalización y los viajes aéreos han aumentado el riesgo de pandemias. En la época de la peste negra, un brote tardaba años en extenderse por el globo. El de la COVID-19 empezó en Wuhan (China) a fines de 2019, y en marzo de 2020 ya se habían dado casos en al menos 140 países. Los nuevos conocimientos sobre los virus mejoran las posibilidades de dar con vacunas, pero, por muy rápido que se consigan, estas no estarán disponibles hasta bastante después de la primera ola. Los antivirales pueden mitigar los síntomas en algunos casos, y los antibióticos pueden tratar infecciones secundarias. Muchos hospitales están bien equipados para asistir a enfermos graves, pero las medidas más eficaces para hacer frente a una pandemia no han cambiado: limitar el contagio de la enfermedad e impedir que otros se infecten.

Ante la amenaza de una pandemia de gripe aviar en 2005, el Servicio Nacional de Salud británico se dirigió así al público: «Dado que el suministro de vacunas y fármacos antivirales será probablemente limitado […] otras intervenciones sociales o de salud pública pueden ser las únicas contramedidas para detener la propagación de la enfermedad. Medidas como lavarse las manos y limitar los desplazamientos y las concentraciones masivas de personas pueden ralentizar la difusión del virus». La COVID-19 demostró que así era.

El texto y las imágenes de esta entrada son un fragmento de: “El libro de la medicina”

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