No cierres los ojos Akal

Leverkühn

Por fin pasó esa celebración de la autocomplacencia que responde al nombre de los Goya. Ya se han renovado los votos anuales con los que nuestra pujante cinematografía proclama a los cuatro vientos su actitud comprometida, reivindicativa y amante de la justicia. Ya nos han reconvenido por no saber apreciar sus loables esfuerzos creativos para traer luz a nuestra cada vez más gris realidad. Ya se han lamentado de los problemas que tienen para financiarse por lo malvada que es la autoridad (aquí tal vez podríamos llegar a un principio de acuerdo). De autocrítica, como cabía esperar, más bien poco, aunque fue bienvenida la intervención del siempre cáustico Santiago Segura, un soplo de aire fresco en medio de tanto manido buenrrollismo.

Podemos, pues, descansar tranquilos y disponernos a disfrutar de la siguiente gran cita del sector, la ceremonia por excelencia, los Oscar, ese gran homenaje que se hace a sí misma la industria cinematográfica estadounidense (valga decir mundial). No es que lo que se vaya a desarrollar en Los Ángeles difiera mucho, en el fondo, de lo acontecido hace apenas siete días en su especular (aunque con cierta deformación valleinclanesca) reflejo matritense, pero al menos podremos entretenernos con eso tan inaprensible que se llama glamour y que aquí, por muchos mohines que ensayen los nuestros, suele brillar por su ausencia. Para eso, seamos sinceros, siempre resulta más gratificante el original que una mala copia.

Pero no derivemos hacia una crónica de sociedad –lo único que, por desgracia, parece interesar últimamente (o tal vez siempre haya sido así) a los medios de comunicación– y hablemos de cine. Entre las nominadas sorprende la inclusión de El árbol de la vida, la arriesgada, compleja y fascinante propuesta con la que Terrence Malick, lejos de las habituales pirotecnias tecnológicas, plantea una posible vía de renovación de la sintaxis cinematográfica.

La película ha cosechado los más encendidos elogios así como las más acerbas críticas, pero lo más curioso ha sido el sentimiento de estafa con que buena parte del público la ha recibido en nuestro país, expresado en todo tipo de términos escatológicos nada sutiles. Y es que, a diferencia de lo que suele ocurrir con las películas “de autor”, El árbol de la vida se ha proyectado en el circuito comercial generalista, en lo que sin duda tiene mucho que ver el hecho de estar protagonizada por rutilantes estrellas del panorama hollywoodiense como Brad Pitt y Sean Penn. Así pues, la gente no acudía a ver una película de Malick sino una de Brad Pitt, y se encontraba con una “tomadura de pelo”: ni había historia (?), ni salía particularmente guapo, ni había diálogos chispeantes…. ¿Qué es lo que esperaba, entonces, ver en “una película de Brad Pitt”? ¿Una comedia romántica? ¿Un melodrama de época? ¿Una película de acción? ¿Un actor de su categoría no puede implicarse en un proyecto que, más allá del entretenimiento, propone una nueva forma de hacer cine, un cine que hace pensar (algo siempre tan sospechoso), que exige del espectador una actitud activa? ¿Alguno se había planteado siquiera la posibilidad de que, tras todo ello, existe un director con una de las trayectorias más personales del cine actual, responsable de esa obra maestra absoluta que es La delgada línea roja, donde, con buena parte del star system a sus órdenes, lleva a cabo una de las más profundas reflexiones que se hayan hecho sobre la guerra?

Al final, todo se resume en una pregunta: en una película, ¿qué es lo que realmente importa: el actor o el director? Según lo que respondamos, nos estaremos poniendo de parte de la industria o de parte de la creación.

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