No cierres los ojos Akal

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En el Frankenstein de Whale (1931), acaso la mejor de todas las versiones cinematográficas de la novela de Mary Shelley, el Dr. Frankenstein (interpretado por Colin Clive) formula una pregunta que en realidad es toda una declaración de intenciones: «¿Es que nunca has sentido curiosidad por saber qué hay detrás de las nubes, más allá de las estrellas, para poder entender entonces qué hace florecer los árboles y qué hace que la noche se transforme en día?».

La pregunta, empero, no era del todo nueva. Aunque formulada de otra manera, desde siempre unos pocos hombres audaces ya se la habían hecho, ya se habían retado a sí mismos con la vieja fórmula horaciana Sapere aude («atrévete a saber»). Lo que ocurre es que, en esta ocasión, la pregunta resonaba en la oscuridad de las salas de cine de un país sumido también en la oscuridad de la Gran Depresión.

Pero ¿cuál era la osadía del Dr. Frankenstein? Era, nada menos, que el haber intentado imitar, e incluso superar, la obra de los viejos dioses; imitarla, además, en aquello que tenía de más sublime: la creación de un hombre desde la materia inerte como Yahvé había creado a Adán desde el barro. Porque si la naturaleza y el cosmos entero eran máquinas admirables, de una precisión impensable a no ser por una inteligencia divina, de nada servían sin el hombre. El mundo, sin el hombre, era un mundo vacío. Porque era el hombre el único ser capaz de designar y dar sentido a toda aquella belleza y rigurosidad: nube, pájaro, león, lluvia, árbol…

La osada pregunta del Dr. Frankenstein llegaba además en el momento oportuno; un momento en que la ciencia y la industrialización habían sustituido ya, como habían dicho Marx y Engels en El manifiesto comunista, a cualquier otro Absoluto en el orden social: «Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, todo lo santo es profanado…».

Ciertamente, antes de nuestro famoso doctor ginebrino, muchos otros héroes civilizadores ya se habían atrevido a imitar la obra divina: Prometeo, Pigmalión, el rabino Löw, los héroes herreros forjadores de armas y de hombres en las mitologías de las civilizaciones africanas del hierro, etc. Pero no fue hasta los filósofos del Barroco y la Ilustración que tal empeño demiúrgico no se planteó bajo el signo de lo divino, sino bajo presupuestos científicos: ya no se trataba de crear hombres con el aliento ardiente de la boca, sino con los principios de la física y la geometría. Aunque, por mucho que se devanaron los sesos los materialistas cartesianos, les fue imposible dotar a sus autómatas galantes de aquello que distinguía radicalmente al hombre de todos los demás seres: el alma. Para ello fue preciso una nueva vuelta de tuerca: prescindir de ese extraño artilugio llamado alma. No había tal, dijeron Nietzsche y Feuerbach, sino que ese ente fantasmal unido al cuerpo y al que los filósofos aristotélicos llamaban «alma» no era otra cosa que la «fisiología de las ideas morales». Dios, en realidad, no había creado a los hombres, sino que eran los hombres los que habían creado a los dioses. Y del mismo modo que los habían creado, también podían crear a otros hombres: ahora sabían que para tal empeño no eran precisas la divinidad o la magia, sino la técnica; y se pusieron con afán a la tarea.

portada-hombre-artificialTeoría e historia del hombre artificial rastrea a través de los mitos, las religiones, la filosofía, la literatura, la ciencia y el arte ese empeño del hombre en imitar el único ser que justifica la supuesta creación divina, porque es el único que puede contemplarla y designarla. Antes de Frankenstein (el primer hombre que lo intentó bajo presupuestos científicos), desfilan por este fascinante recorrido los dioses creadores y los héroes civilizadores de las religiones y las mitologías, los autómatas de las sociedades arcaicas y los autómatas galantes del Barroco, las muñecas y los títeres de la comedia dell’ arte, Pinocho y las venus estatuarias del mundo greco-latino, los filósofos cartesianos y los novelistas libertinos del Siglo de las Luces. Y después de Frankenstein: el Dr. Wilmut, creador de la oveja Dolly, y el imaginario Dr. Moreau, los ingenieros informáticos de Silicon Valley y la última generación de robots, las ideas eugenésicas del nazismo y los guerreros cyborgs de la ciencia-ficción, los replicantes de Blade Runner y las distopías más siniestras, los inicios de la cirugía moderna y el transhumanismo, la robotización social y la biopolítica.

Teoría e historia del hombre artificial. De autómatas, cyborgs, clones y otras criaturas – Jesús Alonso Burgos

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