No cierres los ojos Akal

CHARO ORTUÑO / ALEJANDRO RODRÍGUEZ (FOTOGRAFÍAS)

Partamos de la premisa de que la vida de un ser humano se rige por tres elementos casi completamente ajenos a él, incontrolables y caóticos: salud, dinero y amor. Ese ser humano pasa su tiempo devanándose los sesos para lograr mantenerlos relativamente estables y a buen recaudo. Lo entendemos; nos pasa a todos. Bien, entonces, ¿qué cosa puede haber en el mundo, lejos de lo que amamos instintiva y pasionalmente, que pueda hacer que la supervivencia de esos tres básicos se tambalee por la propia voluntad de aquel que a toda costa intenta conservarlos? Esa cosa no es tal, aunque sí es un factor común, humano (es un suponer) y asombrosamente lúcido: Eduardo Galeano.

 salud…

Pongámonos en la Feria del Libro de Madrid, concretamente en nuestra caseta (información para perdidos: la de Akal, la 280), una tarde de hace dos semanas. Firma Galeano y hay una cola muy larga. La gente es civilizada; se respetan los turnos, pero el calor aprieta y empiezan a verse abanicos, periódicos, catálogos, libros, hojas sueltas, etc., que se mueven con cierta inquietud intentando aplacar la irremediable aparición del sudor. Se percibe cierto revuelo. Unas voces sobresalen por encima de las otras y los que no vemos, intuimos que está pasando algo fuera de lo normal (cada vez somos más listos). La noticia se va pasando de oreja a oreja a lo largo de la cola, y por fin me llega el turno: una chica morena, bajita y con boca de simpática me cuenta que un hombre se ha desmayado y que está tendido en el suelo; parece haber sufrido una lipotimia o algo por el estilo. Las chicas de la caseta llaman a la ambulancia, y todos imaginamos que el espectáculo se acaba (qué pena, qué horror, pobre hombre) pero, gracias a lo que sea (démoselas, por ejemplo, a la Pachamama), el ser humano todavía se guarda un as en la manga: cuando quiere, es impredecible. El hombre se levanta como puede e intenta reincorporarse a la cola. Todo el mundo se sorprende y se lleva las manos a la cabeza. El equipo médico le dice que no e intentan, como buenamente pueden, meterlo en la ambulancia. Se resiste. Las chicas de la caseta le dicen que no se preocupe, que ya le mandarán el ejemplar firmado a la dirección que él les indique, pero que, por favor, por lo que más quiera, se suba a la ambulancia. El hombre se niega en rotundo. Quiere recibir su ejemplar de la mano de Galeano; para algo se ha escapado del hospital y, después de llegar hasta allí, no va a irse con las manos vacías, sobre todo sabiendo que, como se entere su familia, le va a caer una buena. Todos abrimos la boca. Él sonríe y se sale con la suya. Galeano le firma su libro e intercambian unas palabras que no oigo. El hombre dice “ahora sí” y se deja llevar, dócilmente, hacia la ambulancia. Yo me pregunto: “¿De verdad está enfermo?”. Yo me contesto: “Sí, claro que sí. Todos los visionarios lo están”. Estoy convencida de que los apóstoles de Cristo también tenían todo tipo de patologías, aunque es casi seguro que Galeano nunca les firmó ningún ejemplar… o ¿quién sabe? Igual sí.

 dinero…

Otro día, aunque ahora es por la mañana. Nueva jornada de firmas. Vuelve a hacer calor, aunque no tanto, y la cola es algo menos larga que la de la vez anterior. Aun así, puede haber más de cincuenta personas, y sólo hace diez minutos que el autor se ha sentado a firmar. Yo estoy apoyada en un contenedor azul (no tengo muchos escrúpulos) y me fumo un cigarro mientras observo cómo va pasando la cola (vale, no tengo ningún escrúpulo). Otra vez se oyen voces que destacan por encima de las demás. ¿Otra vez? Viene mi jefa, la Jefa, y le dice algo a un compañero. No oigo nada, salvo “oreja… la oreja… una oreja… esa oreja…”. No entiendo nada. Me pongo de puntillas. Nada. Miro alrededor. Nada. Me subo al contenedor (he aquí que todo pasa por algo) y veo. Y entonces entiendo. Hay una oreja haciendo la cola para la firma. Y vuelvo a oír “oreja… la oreja… una oreja… esa oreja”. Un hombre de la fila, cortés y amable, pide al resto de la cola que dejen pasar a la oreja, que está haciendo la cola cuando en realidad tendría que estar haciendo lo que sabe, es decir, haciendo de oreja, para ganarse el pan en el Parque del Buen Retiro. Las personas de la cola, encantadas de conocer a una oreja, la dejan pasar. La oreja no tiene ojos (evidente). La oreja es todo oreja. Habla por signos. Galeano le firma su ejemplar. La oreja se va, suponemos que feliz (las orejas tampoco tienen voz ni boca), a seguir quietecita, haciendo de oreja, para moverse de vez en cuando si tiene la suerte de que le caiga alguna moneda.

 y amor.

Último acto del periplo de Eduardo Galeano por Madrid. Presenta Los hijos de los días en La Tabacalera. Estamos todos y también los demás. Hay de todo, pero sobre todo personas. Nos sentamos, los que podemos, donde podemos y como podemos. Somos muchos (bueno, ya he dicho que estamos todos, ¿no?) y hay mucho ruido ambiente. Sale Galeano. Todos se ponen en pie y aplauden. Yo también. El autor comienza la lectura. Aprovecho que ya estuve en Casa América, en la primera presentación de la obra, y me dedico a observar (y sigo escuchando, por supuesto; soy de esa mitad de la especie que puede hacer dos cosas a la vez… al menos, lo soy por el momento). Miro las caras, los cuerpos, las manos, los ojos encantados que no sólo miran, sino que además son capaces de percibir al lúcido uruguayo… y mi mirada se para en un andamio. Muchos se han subido allí para poder ver al autor. Una pareja, de entre todas las que están arriba, se besa. Galeano habla y yo miro a la pareja. La gente aplaude, y la pareja se besa. Galeano lee, y la pareja se besa. Yo no doy crédito: no respiran, sólo besan. No hay aire, sólo lenguas. Y se besan. Miro para otro lado durante un rato (por eso de no invadir el andamio ajeno) y entonces es cuando acaba Galeano. Un aplauso inmenso. Somos todos. Lo entregamos todo. Empiezo a oír cómo le piden “¡Otra, otra, otra…!”. Ya sabía yo que todo ser humano cabal, todo aquel que conoce un secreto, siempre tiene un poquito de estrella del Rock. Miro a la pareja. ¡Ya no se besan! Me asusto. Tienen un gesto desesperado, como de un profundo terror, y se cogen de las manos. No los oigo, pero sé perfectamente qué es lo que piden tan desesperadamente: otra; sólo quieren otra.

Y ahora, una cosa. Como Mefistófeles, yo no tengo alma (los narradores no solemos), aunque sé perfectamente qué haría con ella en caso de que la tuviera: se la daría a alguien bueno, a alguien que supiera qué hacer si alguna vez le pusieran el mundo en las manos. Ese alguien respetaría todas las cosas y a todos los seres; los definiría con palabras, comprendiéndolos, enseñándolos, guiándolos por el camino correcto. Esa persona buena amaría desde las cosas más grandes hasta las más pequeñas, pero sobre todo amaría a los pobres, a los desahuciados, a los que no reciben justicia, a los engañados, a los desposeídos… Esa persona se parecería sospechosamente a cierto profeta, sobre todo si no obviáramos el dato de que, con sus palabras y su ironía, también aleccionaría a los injustos y a los malvados, como si fuese el mismísimo azote de Dios.

Esa persona existe y tiene alma de tango, y por eso no es de extrañar que tanto el hombre como la oreja y la pareja (e incluso una desalmada como yo) dejaran por un momento aquello que les hace resistir, lo que los obliga a luchar (salud, dinero y amor), para vivir al son de sus esclarecedoras palabras.

Amén, Galeano.

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