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El espacio del mundo micénico

Micenas, la primera fortaleza excavada por Schliemann en el Peloponeso, era también sin duda alguna la más importante y completa de todas. A primera vista parecía la capital de un imperio que se extendía por todo el Peloponeso, si bien con el tiempo fueron apareciendo otros emplazamientos situados más allá del istmo de Corinto, en Beocia y en Tesalia. No es de extrañar, por tanto, que el calificativo de micénico haya hecho fortuna como etiqueta para calificar y definir a toda esta civilización.

Hoy en día es ya un hecho reconocido que no existió ningún imperio de estas características y sí en cambio un mundo compuesto por una serie de pequeños reinos independientes que poseían sus respectivas zonas de influencia. Desconocemos si existió un término genérico con el que estos principados se autodenominaron a sí mismos, que no era evidentemente el de micénicos. En la Ilíada homérica se denomina a todos los participantes en la expedición contra Troya con tres nombres que adoptan un carácter genérico: aqueos, dánaos y argivos. El de aqueos, que es sin duda el más utilizado, podría aparecer también en las fuentes hititas bajo la forma Ahhijawa (en griego la forma originaria es Ajaioi, con la posible pérdida de una u intervocálica que dejaría el término originario como ajaiuoi).

La guerra de Troya

Existe la posibilidad de que debamos encuadrar la guerra de Troya narrada por los poemas homéricos dentro del período de expansión micénica. La saga troyana pudo muy bien haber tenido una base histórica real. Quizá representa la versión magnificada y deformada por la licencia poética de una de las muchas operaciones de saqueo emprendidas en estos tiempos por una coalición de reinos micénicos en busca de botín fácil y de riquezas. Toda la narración homérica está llena de reminiscencias de este mundo y existen coincidencias sorprendentes entre algunas descripciones y la realidad arqueológica hallada mucho tiempo después. Homero quizá representa sólo la culminación de un largo proceso de creación oral, que tiene su punto de partida en plena época micénica, en la que parece haber existido una poesía de esta índole a juzgar por el famoso fresco del palacio de Pilos, antes referido, en el que aparece un cantor (aedo) sentado sobre una roca.

La historicidad de la guerra de Troya es uno de los temas más debatidos de este período de transición de la historia griega. El supuesto conflicto habría tenido lugar a finales del período micénico o en los inicios de la edad oscura. Existen diversas opiniones, desde los que sostienen que la guerra se produjo de la manera que aparece reflejada en los poemas homéricos, tal y como quedó demostrado por las excavaciones de Schliemann, hasta los que niegan del todo su carácter de acontecimiento excepcional para reducir su escala histórica a la de una simple expedición de saqueo de las muchas que tenían lugar en aquellos tiempos de confusión, pasando por quienes pretenden ajustar el conflicto a sus verdaderas dimensiones de un episodio más del imperialismo micénico, eliminando todos aquellos elementos magnificadores procedentes de la lógica licencia de la poesía épica.

El arqueólogo americano Carl Blegen, que excavó en Troya desde 1932 a 1938, confirmaba la historicidad de la guerra y ajustaba a esta «verdad» los datos obtenidos en sus excavaciones, según los cuales la cerámica probaría que la Troya VIIa habría coincidido con el período de apogeo de los palacios micénicos y su destrucción con la oleada de disturbios que asoló el mundo micénico hacia la mitad del siglo XIII a.C. La arqueología confirmaría de esta forma la tradición. El historiador americano Moses Finley destacó la fragilidad de estas argumentaciones recordando las importantes deformaciones que han hecho sufrir a la historia todas las tradiciones épicas allí donde tenemos la posibilidad alternativa de comprobarlo, como sucede con la célebre Chanson de Roland y el episodio de Roncesvalles. En su opinión Troya VIIa habría sido destruida por las mismas gentes venidas del norte que habían acabado con la pujanza de los reinos micénicos. La participación de bandas de aqueos en estas operaciones de pillaje habría constituido el impulso para la formación de la tradición épica homérica que hoy conocemos. El estudioso británico Denis Page ya había señalado la pobreza material del registro arqueológico de Hissarlik, que no contribuía a confirmar la historicidad de la guerra. La ciudad que presuntamente había sido objeto del ataque de la coalición micénica era en esos momentos una ciudad pobre y de reducido tamaño. Se ha calculado que podría haber albergado una población de tan sólo 300 habitantes, lo que traducido en capacidad militar equivaldría a un ejército compuesto de apenas 75 individuos. Los famosos restos óseos que se encontraron en las ruinas de la ciudad pertenecían a tan sólo cuatro cadáveres, y las huellas de armamento que podrían apuntar a la existencia de un conflicto armado quedaban reducidos a una punta de flecha. Un bagaje demasiado escaso y hasta ridículo para justificar desde el punto de vista arqueológico un asedio que se prolongó durante 10 años.

Sin embargo, las nuevas investigaciones llevadas a cabo por el alemán Manfred Korfmann desde 1982 parecen confirmar en este punto la tradición épica, ya que se han recuperado los restos de fortificaciones que englobaban una ciudad muy extendida, de mayores dimensiones que Micenas. La fortaleza que habían excavado Schliemann y Blegen correspondería, por tanto, solamente a la ciudadela del interior de la ciudad, reservada a la residencia de la familia real y de algunos dignatarios. Una ciudad al estilo oriental que, sin alcanzar las dimensiones excepcionales de las grandes capitales como Asur, Hattusas o Babilonia debió, sin embargo, impresionar sin duda a los micénicos. La tradición épica, aunque notoriamente deformada, conservó, en cambio, el marco básico de los acontecimientos que dieron lugar a la misma.

Otro de los elementos clave de la tradición épica, la hegemonía del rey de Micenas en la coalición griega, puede tener también su posible confirmación en la tradición histórica. Los documentos hititas de los siglos XIV y XIII a.C. mencionan un reino de Ahhijawa, a identificar probablemente con los aqueos, que desempeñó un papel crucial en los asuntos fronterizos del estado hitita en esos momentos. Una de las tablillas hititas hace alusión a un conflicto en la región de Millawanda (quizá Mileto) y otra indica que el rey de Ahhijawa posee un rango equiparable al de los reyes de Egipto, Babilonia y Asiria, a pesar de las reticencias hititas a reconocerlo así. El reino de Ahhijawa situado en ultramar, fuera del alcance de los ejércitos hititas, capaz de asumir una serie de campañas en territorio de Asia Menor, bien podría corresponder a la realidad arqueológica de Micenas que revela una cierta hegemonía sobre el resto de las fortalezas micénicas. La ocupación micénica ocasional de Mileto, que revela la arqueología, y la presencia en Pilos de esclavas de esta procedencia, junto con la de otras venidas de las islas adyacentes de Quíos o Lemnos, constituirían indicios de esta presencia micénica en las costas del Egeo oriental. De esta forma, la tradición épica habría conservado un recuerdo de las grandes líneas de la situación política en los últimos tiempos de la edad de Bronce.

Se han señalado, sin embargo, algunos obstáculos para la completa identificación entre el lugar de Troya y las dimensiones del conflicto, tal y como lo describe la leyenda. En primer lugar, existen obstáculos de tipo cronológico. Los disturbios que se produjeron dentro del propio territorio griego a lo largo de los años 1250-1240 a.C. constituían un serio obstáculo para la organización de una expedición militar en toda regla fuera de sus límites en aquellos momentos. Esta posibilidad sólo habría existido en una época anterior, que vendría a coincidir con un lapso de tiempo entre el 1400 ó 1300 a.C., pero esto nos obligaría a retrotraer hacia abajo el estrato arqueológico correspondiente de Hissarlik. La Troya del nivel VI presenta a su vez graves problemas para ser identificada con la ciudad homérica, ya que parece haber sido destruida por la acción de un terremoto. Sin embargo, se ha invocado contra esta clase de objeción el paralelismo de la expedición ateniense contra Sicilia en el 415 a.C., emprendida en unos momentos en los que la potencia militar ateniense se hallaba plenamente comprometida en la guerra del Peloponeso dentro de las fronteras de Grecia. No resulta por otra parte un hecho infrecuente en la historia que las potencias amenazadas sean especialmente agresivas.

Se han señalado también obstáculos de tipo político-económico. La fragilidad política de los pequeños reinos micénicos, sometidos continuamente a querellas de orden interno y a importantes desafíos procedentes del exterior, no permitía una salida masiva de tropas en una expedición al exterior durante un tiempo tan prolongado que dejase desprotegidas sus propias fronteras y expuestos a la rebelión interna a sus propios reinos. Sin embargo, una expedición de pillaje de las muchas que se emprendieron a finales de la edad del Bronce pudo haber tenido lugar sin que necesariamente intervinieran en ella todos los contingentes militares disponibles de los reinos micénicos del continente.

Se dice también que falta, por último, una causa del conflicto que sea históricamente sostenible. El motivo del rapto de Helena constituye un tema legendario que aparece también en otras tradiciones míticas como el mito de Europa, el caso de Medea en la saga de los Argonautas, o el rapto de Ariadna por el héroe ateniense Teseo. Sin embargo, de todos ellos, el rapto de Helena es el único que culmina en una guerra. Se ha señalado recientemente la fragilidad de esta clase de objeciones al recordar la importancia de las mujeres (su rapto o su recuperación) como motivo de conflicto en las sociedades tradicionales. Recientemente se han formulado otras hipótesis en este sentido, como el deseo micénico de controlar los estrechos desde un punto de vista comercial, pero no existe un objetivo material que pudiera haber suscitado tales aspiraciones. Parece que la producción principal de Troya fueron los tejidos, sobre todo en vista de las numerosas pesas de telar que se han hallado en sus ruinas, pero no parece que tales productos constituyeran un objeto tan valioso como para desatar una guerra. Algo parecido ocurre con los caballos que se criaban en su llanura, ya que los micénicos poseían también esta clase de ganado. El aprovisionamiento de minerales, especialmente el bronce, podría proporcionar un motivo justificado, pero la pobreza arqueológica del estrato VIIa de Hissarlik tampoco confirma esta alternativa.

A la vista de estas consideraciones, resulta lógico pensar que la tradición épica griega ha imaginado la guerra de Troya basándose en tres elementos fundamentales que tenían un fundamento histórico real: la poderosa ciudad de Troya, la hegemonía de Micenas y las numerosas expediciones de pillaje emprendidas por los micénicos en tierras de Anatolia. Es también probable que ya hubiera existido una guerra de Troya en la tradición épica oriental, a juzgar por el título de un poema luvita cuya recitación se había integrado dentro de un ritual hitita en el que se hablaba de «la escarpada Wilusa», y que la tradición épica griega hubiera modificado a su conveniencia las circunstancias, los propios beligerantes y el mismo resultado de la contienda. Incluso el poeta que inició el ciclo pudo haber procedido a reagrupar una serie de acontecimientos insignificantes, convirtiendo el conjunto final en un conflicto de una envergadura mucho mayor. A un núcleo original de origen micénico en la leyenda se habrían ido agregando de forma sucesiva otros elementos de origen posterior, como los que se encuentran presentes en las leyendas locales de Asia Menor, tal y como ha señalado el estudioso griego Sakellariou. La guerra de Troya se habría convertido en el conflicto por excelencia entre los colonos griegos de esta zona y los bárbaros que habitaban la región. De esta forma, los héroes locales habrían pasado a formar parte de los contingentes aqueos y sus adversarios, en cambio, pasarían a engrosar las filas de los aliados troyanos.

Se han aportado incluso otras soluciones al dilema, como la de imaginar que pudo haber habido varias Troyas, como sugiere el americano Lionel Cason, situadas en puntos diferentes de la cuenca del Mediterráneo, como Cnosos y Biblos, que habrían dejado su recuerdo en la tradición legendaria de estas culturas.

El acontecimiento preciso en torno al cual cristalizó el ciclo épico troyano permanece hasta la fecha incierto. Las mayores expectativas de encontrar una posible solución al problema se centran en el testimonio que aportan las fuentes orientales, particularmente las hititas. En ellas aparecen una serie de términos que resulta tentador identificar con algunos de los protagonistas de la leyenda griega, tales como Piyamaradus (Príamo), Alaksandos (Alejandro, el nombre de Paris), o Ahhijawa. Estos textos reflejan el confuso panorama político de los años previos a la destrucción final del imperio hitita y nos dan a conocer una serie de conflictos locales en toda la región costera de Asia Menor en los que podrían haber estado directamente implicados los micénicos, que de hecho habían ocupado ya Mileto. A pesar de que subsisten todavía numerosos interrogantes e incertidumbres en este terreno, es muy probable que en este campo resida la única explicación histórica de un tema que la leyenda griega sólo contribuyó a desfigurar al haberlo convertido en un tema legendario.

El texto de esta entrada es un fragmento de “Historia de la Grecia antigua”.

Historia de la Grecia antigua – Francisco Javier Gómez Espelosín – Akal

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