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21Brigada

Fragmento capítulo inédito (Habitaciones del olvido) del libro ‘Habitaciones de soledad y miedo’ de Vicente Romero:

Héroes olvidados

La mayor injusticia de los callejeros de ciudades y pueblos españoles no es la inclusión en ellos de centuriones manchados por crímenes al servicio de la patria, sino la ausencia de quienes empuñaron las armas en defensa de valores irrenunciables. Aunque sus nombres no hayan quedado en nuestra memoria colectiva, hubo otros militares muy distintos a los glorificados, por grandes avenidas y monumentos, que fueron condenados primero al silencio —cuando no al escarnio— y después al olvido.

Son demasiados los oficiales sublevados, los generales ganadores de batallas desiguales, los aventureros despiadados, represores, ladrones, suplantadores y secuestradores de la Historia, nombrados cotidianamente en placas municipales, documentos oficiales, direcciones comerciales, facturas, guías telefónicas, anuncios o tarjetas de visita. Aunque los despreciemos o ignoremos qué tropelías cometieron, no merecen esa apabullante presencia usurpando los honores debidos a quienes fueron sus enemigos irreconciliables como defensores de la razón y la justicia.

Apenas se recuerda, por ejemplo, a los miles de españoles que pelearon contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Como Cristino García, que da nombre a una calle en el Barrio Latino de París por haber estado al frente de los primeros carros de combate que entraron en la capital francesa el día de su liberación, después de haber destacado en numerosos combates contra las tropas de ocupación alemanas. Casi nadie sabe quiénes fueron los héroes de la resistencia que se enfrentaron a los centuriones de Hitler en media Europa. Ni siquiera se conoce a Miguel Ángel Sanz, autor del histórico llamamiento a los republicanos exiliados en Francia para que lanzaran una ofensiva final contra los nazis tras el desembarco aliado en Normandía. «Españoles, a las armas, ha llegado el momento de luchar por la libertad», escribió entonces quien después sería el mejor documentado historiador de la gesta que él mismo coprotagonizó como jefe de estado mayor guerrillero. «Porque no era el momento de luchar por otras cosas más que por la libertad», me dijo en su casa de las afueras parisinas. «Empuñaron las armas tantos camaradas, que los aliados, cuando establecieron contacto con los maquis, se extrañaron de que en la resistencia francesa no encontraban más que españoles.»

Miguel Ángel Sanz llevaba siempre en su solapa el discreto distintivo de la Legión de Honor, máxima condecoración entre las muchas recompensas que el gobierno galo concedió a los combatientes españoles. En su patria, sin embargo, la condena al silencio y al anonimato, dictada durante el franquismo, se mantendría bajo la democracia en forma de olvido oficial. Ni siquiera el PCE organizó nunca el homenaje popular que merecían hombres como Pedro Vicente, que participó en la batalla de La Madeleine junto a Cristino García y una treintena de republicanos exiliados, que pasarían su vejez olvidados. Hoy nadie sabe o recuerda que aquel puñado de valientes tomó seiscientos prisioneros alemanes. «Pero fue con el apoyo de la aviación británica», le quitaba importancia Pedro. «Se rindieron y depusieron las armas con la característica disciplina teutona. Si se hubieran resistido a hacerlo cuando vieron qué pocos éramos, nos habrían podido derrotar a puñetazos. Al teniente coronel que los mandaba le dio tanta vergüenza que, en vez de entregarnos su pistola, la empleó para pegarse un tiro en la cabeza.»

Historias igualmente inverosímiles las escuché de otros excombatientes que, ya ancianos, hablaban con la humildad de quienes sólo hicieron lo que había que hacer. Hazañas dignas de novelas o películas, como la misión imposible cumplida con éxito por tres guerrilleros españoles del frente ruso: fueron depositados por la aviación soviética en la retaguardia nazi para realizar acciones de sabotaje y espionaje, disfrazados con uniformes de oficiales de las SS… ¡sin saber ni una palabra de alemán! Si no los desenmascararon «se debió a que nadie se atrevía a dirigirse a nosotros, porque a los mandos de las SS ni siquiera había quien le sostuviera la mirada», me aseguró Mariano José Parra. «El mayor riesgo lo corrimos al cruzar el frente para volver a territorio bajo control de los rusos, que nos confundieron con enemigos, nos detuvieron y estuvieron a punto de fusilarnos.» Igualmente admirables resultaban los hechos que en varias tardes de charla me relató José Gros, apodado Antonio el catalán, distinguido con la orden Bandera Roja y varias recompensas militares. Tras participar en la defensa de Moscú, Gros pasó 23 meses como guerrillero en Ucrania, luchando en la retaguardia alemana. «No fuimos ángeles», reconocía, «porque era una lucha sin cuartel y no había prisioneros.» Su última misión consistió en evacuar a 300 heridos y más de centenar y medio de mujeres y niños a través de las líneas de combate.

Miguel Ángel, Pedro, Mariano, José y otros que tuve la suerte de conocer quedaron en mi memoria para siempre. Incluso disfruté el privilegio de que algunos me otorgaran su amistad durante muchos años. Como Leonor Bornao, que fue la niña española de la resistencia gala y después vivió en Cataluña una clandestinidad de 25 años, convirtiéndose en la primera mujer al frente de un partido comunista europeo, el PSUC. O Domingo Malagón, el pintor que falsificó la mayoría de los documentos de la resistencia francesa y griega, y fabricó todos los salvoconductos, carnés y pasaportes utilizados por los comunistas españoles sin que jamás nadie cayera detenido por su culpa, y cuya identidad permaneció oculta hasta finalizado su último trabajo: el pasaporte con que Carrillo entró en la España de la Transición disfrazado con una peluca.

También se ignora a quienes se sacrificaron en la guerrilla antifranquista, cuyos anhelos y desventuras narró magistralmente Andrés Sorel. Muchos cruzaron los Pirineos tras la Segunda Guerra Mundial con el propósito de derrocar a la dictadura. Pero fue un combate desigual y su utopía acabó en un doloroso fracaso, al que la dirección del PCE ordenó poner fin. De las conversaciones con esos héroes ignorados rescato, por encima de las peripecias políticas y militares, las anécdotas íntimas que revelan su lado más humano. Una de mis favoritas es la que me confesó en Praga Florián García, apodado Grande, cuyos hombres sobrevivieron en el monte durante varios meses gracias a los víveres que les subía una campesina de una aldea cercana. Como medida de seguridad, Florián acudía solo a la cita semanal con el enlace, que era su único contacto con la sociedad. «Se trataba de una mujer rústica, con un físico escasamente agraciado», me contó. «Recuerdo que hasta tenía un poco de bigote, pero se dio cuenta de que yo necesitaba algo más que información o comida, y una tarde me preguntó si quería echar un polvo con ella. A partir de entonces se transformó, empezó a parecerme la mujer más bonita del mundo, y yo contaba los días que faltaban para el siguiente encuentro.»

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