Auguste Blanqui ocupa un lugar único entre los revolucionarios profesionales europeos del siglo XIX. Su nombre ha sido durante mucho tiempo, sinónimo de negras conspiraciones, de barricadas, de batallas callejeras. Fue un arquitecto experimentado de sociedades secretas. Tuvo dotes poco comunes para tramar la caída de un gobierno y la toma del poder. Por eso se ha ganado la reputación de consumado estratega en el arte de la insurrección.
El infierno no habría podido causarle los tormentos que debió soportar. Pasó más de treinta y tres años, de los setenta y seis de su vida, en cerca de treinta cárceles. Crió moho durante meses enteros en oscuras mazmorras. La medicina le declaró perdido, pero se levantó de su lecho de muerte, sin el menor quebranto en su resolución de derribar los pilares de la sociedad. Sobrevino a todos los gobiernos que habían ordenado encarcelarle.
Su vida abarca la historia torturada de su país desde el Primer Imperio hasta la Tercera República. Conoció dos regímenes napoleónicos y tres revoluciones. Todas estas tempestades encubrían, en realidad, antagonismos sociales que se agravaban con cada generación. En primer lugar, durante los quince años que siguieron a Waterloo, se produjo la lucha por la supremacía política entre la gran burguesía y la aristocracia feudal, que había regresado del exilio en los furgones de los extranjeros. Pero esas dos clases se reconciliaron después de la Revolución de 1830.
En esa misma época, el artesanado resultó mortalmente herido por las nuevas técnicas de producción masiva, que, al economizar mano de obra, provocaron una profunda miseria entre la clase obrera. Esta intentó reaccionar, uniéndose en el seno de sindicatos. Y así, poco a poco, el capital y el trabajo se situaron frente a frente. Sin embargo, las leyes vigentes prohibían a los obreros asociarse. He ahí, probablemente, la razón de que los sindicatos no tuvieran la importancia nacional que adquirirían en Gran Bretaña, donde leyes similares habían sido abolidas durante el primer cuarto del siglo XIX.
La Revolución de 1848 constituyó un breve apogeo para los trabajadores en Francia, pero en las jornadas de junio las organizaciones obreras sufrieron una grave derrota. Y el golpe de Estado de 1851 aniquiló definitivamente sus esperanzas.
El relajamiento de las restricciones legales, llevado a cabo por Napoleón III en 1864, facilitó el renacimiento de una organización del trabajo que se manifestó de tres maneras distintas: en primer lugar, se crearon sindicatos entre los obreros no especializados más desfavorecidos; además, las corporaciones organizadas solicitaron participar en los asuntos de la nación, y, por último, las oleadas de huelgas hicieron ver el peligro al gobierno imperial, porque el debate que ocasionaron en todo el país demostró el descenso de la popularidad del régimen. Y muy sintomáticos fueron los llamamientos a la solidaridad internacional, en forma de ayuda a los huelguistas, y el hecho de que éstos se mostraran cada vez más atentos a las consignas de los agitadores socialistas.
Las promesas socialistas no eran una novedad en Francia. Durante el reinado orleanista, los socialistas se habían orientado hacia los trabajadores; es más, habían contribuido a publicar numerosos periódicos obreros. Fue en esos años cuando Blanqui se vio inducido a adoptar una doctrina social de inspiración socialista. Pero los propagadores del socialismo no obtuvieron más que modestos éxitos, insuficientes incluso para atraerse los anatemas de las autoridades (…).
¿Qué fue lo que situó a Blanqui en una vía de la que no se apartaría nunca? De una multitud de circunstancias, creemos que se pueden distinguir tres: en primer lugar, su afiliación, muy joven aún, a una sociedad política secreta conocida en la historia con el nombre de carbonarismo; después, la literatura crítica de inspiración socialista que ponía al desnudo las llagas del orden social y sus causas, y, finalmente, una serie de acontecimientos violentos. Los más dramáticos y también los de mayor resonancia en Europa y América fueron la revolución de 1830, que llevó a la burguesía al poder, y las insurrecciones de 1831 y 1834. La primera fue provocada en Lyon por el hambre, y en la segunda, de repercusión nacional, el conflicto capital-trabajo estuvo íntimamente ligado al antagonismo entre las concepciones aristocráticas y democráticas del gobierno y de la sociedad. Para Blanqui, todos esos acontecimientos revelaban unas relaciones sociales inquietantes y sus consecuencias. El desequilibrio entre una minoría gobernante y la masa de la nación, concluía, no podía continuar. Resultaba inevitable otra revolución que restableciera a las fuerzas productivas en el lugar adecuado, es decir, en el poder, y, al mismo tiempo, colocara a Francia en la vanguardia del progreso. La agitación pública había sido prohibida por la legislación francesa más despótica desde Napoleón, y, por consiguiente, era preciso elegir entre la inacción y la conspiración. Blanqui, animado de un furor emancipador, estimaba que únicamente la segunda solución podría arrancar al país de las manos de la minoría que lo gobernaba.
Las sociedades secretas que creó a lo largo de su vida fueron siempre de estructura piramidal. Desde el bastón de mando del general, en la cúspide, hasta el soldado de la base existían una serie de escalones, y, al frente de cada uno de ellos, un oficial. La autoridad suprema descansaba en manos de intelectuales y de obreros preparados, si los había. Evidentemente, la sociedad secreta estaba gobernada por una élite, que redactaba la plataforma política, instruía a los reclutas, preparaba el asalto y fijaba el lugar y la fecha de la insurrección.
Tres hipótesis regían la estrategia insurreccional de Blanqui: ésta debía ser ultra-secreta; las luchas de influencia en las esferas gubernamentales significaban que la crisis interna maduraba, y, finalmente, pensaba que el pueblo se sumaría en masa a los insurrectos cuando la sublevación tomase cuerpo. Pero estas tres ideas resultaron falsas. Los hechos vinieron más adelante a socavar su fe en la conspiración. Sin embargo, continuó utilizando sus pasillos porque cualquier otra vía le estaba cerrada. Y, por ello, los historiadores le han considerado como el gran conspirador y el revolucionario resuelto que urdía sin cesar nuevas conspiraciones para subvertir el orden social existente.
Marx y Blanqui
Desde dos vertientes se ha tratado de establecer un paralelo entre Marx y Blanqui en tanto que revolucionarios. La escuela revisionista, nacida de Eduard Bernstein, ha sostenido que ambos tenían una predilección por la conjura y la violencia. Los comunistas, especialmente los franceses, han pretendido que los dos estaban de acuerdo sobre dos puntos esenciales: el objetivo comunista y la dictadura revolucionaria. Se puede admitir, en efecto, que Marx no rechazó completamente la conspiración. Sostenía que, bajo regímenes como el zarismo o el bonapartismo, constituye el único medio al alcance de la oposición. Pero, en general, encontraba este método inútil y pernicioso. Llamaba, por eso, a los conspiradores alquimistas de la revolución y rechazaba el golpe de mano como medio de acceder al poder.
Examinemos con mayor detenimiento la presunta semejanza de sus medios y de sus objetivos. Ciertamente, Blanqui estaba convencido de que el porvenir pertenecía al comunismo. Pero la relación entre su comunismo y los hechos históricos y económicos resultaba muy tenue. Era, ante todo, un agitador. El conflicto capital-trabajo aparece constantemente en su pluma: nunca dudó del resultado final y de la victoria de las masas laboriosas. Ninguno de sus contemporáneos, si se exceptúa a Alexis de Tocqueville, le igualó como analista político; ninguno lanzó, tampoco, palabras más resueltas que las suyas contra el capitalismo. Y, sin embargo, no admitió a la clase obrera como principal elemento motor de la historia, como hizo Marx. Según Blanqui, las necesidades inmediatas de los trabajadores eran secundarias en relación a la lucha contra el idealismo; sostenía que su liberación de lo sobrenatural prevalecía sobre su emancipación del capital.
Este desacuerdo fundamental entre Marx y Blanqui nacía de unas filosofías de la historia diametralmente opuestas. Es sabido que el primero pensaba que, esencialmente, existe una relación de causa a efecto entre la manera como un individuo se gana la vida y su modo de pensar y actuar. El segundo se apoyaba sobre la fuerza motriz de las ideas, sin preocuparse de las circunstancias y de factores decisivos tales como el lugar y el momento. Por consiguiente, los cambios debían producirse en los espíritus antes que en las condiciones materiales de vida. En armonía con esta filosofía de la historia, concedía prioridad a la propagación del ateísmo. Militante materialista, combatía el idealismo bajo todas sus formas, incluido el positivismo.
Su materialismo se aproximaba más al del barón de Holbach que al de Marx. Al igual que el barón de Holbach, consideraba primordial la lucha contra la religión, puesto que, según él, constituía la mayor defensa del orden establecido.
Cuanto más estudiamos el blanquismo y el marxismo, más superficiales consideramos sus semejanzas. Al contrario que el marxismo, el blanquismo no puede clasificarse entre los sistemas socialistas. Sus ideas no estuvieron nunca conectadas e imbricadas en forma coherente. Blanqui era un ecléctico que, como todos los espíritus similares, tenía de vez en cuando ideas penetrantes y proféticas. Perdidas en la masa de sus escritos se encuentran auténticas joyas del pensamiento; pero no constituyen un pedestal firme que permita situar a su autor entre los padres del socialismo.
Bakunin y Blanqui
Como revolucionario profesional del siglo XIX, se aproxima a su contemporáneo, el anarquista ruso Bakunin. Ambos creían en las virtudes de las conspiraciones y hacían del ateísmo su dogma principal. Además, los dos eran unos románticos, persuadidos de que el camino que les conduciría a su objetivo podía ser abierto por un puñado de revolucionarios decididos.
Se podría objetar que Bakunin y Blanqui, a pesar de sus semejanzas, se encontraban en las antípodas en cuanto a objetivos y medios. El primero aspiraba al anarquismo, que nacería al decretarse la abolición del Estado y de todo su mecanismo de opresión; el segundo tenía por objetivo el comunismo, que se establecería tras una dictadura revolucionaria más o menos larga. Pero, luego de reflexionar, esas oposiciones resultan superficiales. Blanqui reconocía que su potente instrumento político de transición -en espera del orden nuevo- terminaría finalmente en una especie de administración de las cosas, es decir, una sociedad en la cual el Estado quedaría abolido, al igual que en la visión anarquista. Y, por ejemplo, las reglas que Bakunin esbozó acerca de su Fraternidad internacional daban un poder absoluto a un directorio central mientras durase la actividad revolucionaria, de tal manera que su manera de actuar resultaría tan dictatorial como la de Blanqui. Son, quizá, estas semejanzas las que explican la participación blanquista en la reunión de octubre de 1868, en la que se fundó la Alianza Internacional de la Democracia Socialista de Bakunin.
Otra objeción posible es que las ideas de Bakunin tenían un objetivo universal, mientras que las de Blanqui eran más particularistas, limitadas por perspectivas completamente francesas. Pero bajo esas diferencias se encuentra, sin embargo, un fondo común de nacionalismo mesiánico. Cada uno de estos revolucionarios estaba convencido de que su país era el designado históricamente para tomar la iniciativa de un movimiento que debía abolir el antiguo orden en Europa. Ambos eran, además, racistas y odiaban a los alemanes y a los judíos con todas sus fuerzas.
Los manuscritos de Blanqui
Blanqui ha inspirado numerosas controversias y una bibliografía bastante abundante que, como otras del mismo tipo, es de calidad desigual. Los estudios que me han servido para esbozar el esquema de esta biografía se citan en el texto o en las notas. He utilizado principalmente los manuscritos de Blanqui que se encuentran en la Biblioteca Nacional de París. Han sido ya publicados importantes extractos, pero el voluminoso conjunto de manuscritos continúa siendo la fuente indispensable de cualquier investigador.
Si el presente retrato difiere en algunos aspectos del que los historiadores nos han transmitido, se debe al testimonio proporcionado por la colección Blanqui.
Examinando la masa de documentos de los que este libro es el resultado, a veces me he preguntado si lo hubiera podido llevar a cabo sin la ayuda sacrificada de mi mujer. A ella le expreso aquí mi gratitud. Mi agradecimiento se dirige igualmente a los amigos. cuyas críticas me han permitido aclarar cierto número de puntos oscuros.
El texto de esta entrada es la introducción del libro “Blanqui y el blanquismo” escrito por Samuel Bernstein
Blanqui y el blanquismo
Samuel Bernstein, el eminente historiador de los movimientos sociales, nos relata los detalles de la vida militante y romántica de Blanqui, modelo de revolucionario y generador de tumultos que cualquier autoridad civil temería en libertad. A pesar de que Blanqui, encerrado en la cárcel la mayor parte de su vida, fue el gran ausente de la Comuna, no dejó de ser, tal como señaló Marx, «la cabeza y el corazón del partido proletario en Francia» y por todas partes planeó la sombra del que los insurrectos parisienses llamaban cariñosamente «el Viejo».
En Blanqui y el blanquismo se presenta esta doctrina y su acción política como una de las constantes básicas del pensamiento y de la acción revolucionarios en Francia. Alumbrado en la experiencia revolucionaria de 1848, el blanquismo encuentra su apogeo en la Comuna de 1871, cuyo resplandor destella nuestros días.