Si hace unos días, escribíamos sobre “sadismo” y Sade, en esta ocasión nos dedicaremos a “maquiavélico” y Maquiavelo. Hoy, 21 de junio, hace nada menos que 498 años que murió Nicolás Maquiavelo.
La tercera acepción que le da la RAE a “maquiavélico” es “astuto y engañoso”. Tiene que ser inimaginable que casi medio milenio después de tu muerte, el mundo asocie tu apellido a esos calificativos. No sé si eso aumentaría su ego o lo deprimiría.
Nicolás Maquiavelo era el tercer hijo de una familia de cierto renombre, con recursos modestos, pero suficientes, para proporcionarle una buena educación. Tuvo a su disposición la biblioteca personal de su padre, rica en obras de los grandes clásicos; el joven Niccolò desarrolló una pasión especial por la historia antigua leyendo las obras de Cicerón, Tucídides, Tito Livio, Polibio y Plutarco, entre otros.
Ya de adulto, como funcionario de la República de Florencia, en 1498, se le confió uno de los puestos más importantes del gobierno, el de segundo canciller, que se encargaba de la política exterior y de los asuntos militares.
No tuvo mucho éxito en el cargo, su mayor triunfo fue lograr en 1509 la reconquista de Pisa, puerto de vital importancia para la república florentina, aunque le llevó diez años y varias alianzas fracasadas lograrlo. Pero las experiencias aprendidas a lo largo de sus quince años de servicio le servieron para dar forma a su pensamiento político, reforzando sus convicciones sobre los pocos escrúpulos de la política real.
En 1512 retornó la familia Medici a la señoría de Florencia y se persiguió a aquellos que habían conjurado para expulsarlos de la ciudad en 1494. Aunque él no era de ellos, Maquiavelo terminó arrestado y torturado. Por fortuna, a las pocas semanas fue elegido como nuevo papa León X y decretó una amnistía.
Maquiavelo pudo salir de la cárcel, pero las sospechas sobre él no se habían disipado -de hecho, sería arrestado de nuevo en 1521- y consideraba que su carrera política ya estaba perdida.
Al principio tuvo que malvivir de la agricultura y la ganadería, pero en 1521 su suerte cambiaría para mejor: después de ser liberado de su segundo cautiverio, el gremio de la lana de Florencia le encargó mediar para conseguir la liberación de unos trabajadores que habían caído en manos de bandoleros. Maquiavelo cumplió con éxito el encargo e invirtió parte de la recompensa en la lotería: por una vez la suerte le sonrió y ganó 20.000 ducados que le permitieron vivir cómodamente hasta el final de sus días.
Fue precisamente durante los años más duros cuando Maquiavelo dio salida a su faceta de escritor.

En 1513 empezó su obra más famosa: El príncipe -cuyo título realmente es Sobre los principados-, en el que vertió toda la experiencia adquirida en sus años de política.
Aunque hoy es uno de los libros más famosos de la ciencia política, en su momento no tuvo una buena acogida: se publicó en 1532 -cinco años después de la muerte de su autor-, fue incluido en el Índice de Libros Prohibidos por la Iglesia a causa del desdén que muestra por la ética del poder y no fue hasta la Ilustración cuando recibió atención, aunque mayoritariamente negativa: la famosa frase “el fin justifica los medios” en realidad no es de Maquiavelo y proviene de una anotación que hizo Napoleón en su ejemplar de El príncipe.
El libro pretendía ser un tratado práctico sobre como ejercer el poder de la forma más eficiente y se inspiró en gran medida en el astuto César Borgia, que para el autor encarna las características que ha de tener un príncipe: no necesariamente positivas o morales, sino aquellas que mejor le aseguren el poder.
Aunque César Borgia le había servido de inspiración para escribir su libro, Maquiavelo dedicó El príncipe a los Medici en un intento de ganarse las simpatías de los nuevamente señores de Florencia. La maniobra funcionó y atrajo el favor del cardenal Giulio de Medici, que en 1523 fue elegido Papa con el nombre de Clemente VII.
Sin embargo, su suerte no iba a durar: en 1527 los Medici fueron expulsados nuevamente de Florencia y el trabajo que Maquiavelo había hecho para ganarse su favor se giró en su contra: se propuso como candidato a las nuevas instituciones republicanas, pero fue rechazado, algo por lo que se sintió profundamente dolido. A los pocos días enfermó de repente y en pocas semanas, el 21 de junio de 1527, murió. Abandonado por todos, fue enterrado en el sepulcro familiar en la basílica de Santa Croce.
Fue algunos años después, en 1531, cuando se publicó El Príncipe.
Después de siglos de ostracismo, la Ilustración trajo una revalorización de la figura de Maquiavelo. Muchos lo verían bajo una luz negativa, pero algunos comprendieron que si sus planteamientos podían parecer cínicos, eran cuanto menos sinceros y coherentes con el mundo en el que le había tocado vivir.
Manual de tiranos para unos; «libro de los republicanos» para Rousseau, en tanto que desenmascara el proceder despótico de los monarcas; o la obra de un científico de la política son algunas de las interpretaciones de El príncipe, el libro italiano más traducido del mundo junto con el famoso Pinocho de Collodi.
La edición que traemos aquí incluye una introducción y notas de Manuel M.ª de Artaza, doctor en Historia Moderna y profesor titular de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad de Santiago de Compostela. De Artaza ha colaborado en varias ediciones de El príncipe y en la de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Sus trabajos de investigación se centran en la historia de la representación política y las instituciones.
Como señala Manuel M.ª de Artaza en su estudio preliminar, “casi 500 años después de su publicación en Roma (1532), El príncipe sigue siendo una obra que atrae y fascina a numerosos lectores. Para empezar, su fama de libro perverso, de manual de déspotas condenado por las iglesias cristianas, pero también por gobernantes, moralistas y pensadores políticos a través de los siglos, explica, en buena medida, el interés por las páginas que han otorgado a su autor, Nicolás Maquiavelo (Florencia 1469-1527), el título de ‘maestro del mal’”.
De ahí la aplicación del término “maquiavélico” a un gran número de políticos y gobernantes del pasado y del presente, pues, no repararían en medios para conseguir, engrandecer y mantener el poder.
Sir Francis Bacon, el célebre filósofo, estadista y padre del empirismo inglés, afirmaba a principios del siglo XVII: «estamos muy en deuda con Maquiavelo y otros por decir lo que los hombres hacen y no lo que deben hacer». Sin embargo, según anticipamos, esta no ha sido la opinión mayoritaria. Por el contrario, las autoridades religiosas, tanto católicas como protestantes, los gobernantes y los teóricos del poder político se apresuraron a condenar a Maquiavelo y a su obra más polémica: El príncipe. De hecho, fueron esos breves veintiséis capítulos los que le confirieron el título de «preceptor de tiranos», «nuevo Satán», o el de «maestro del mal».
Su pecado es que presentaría la política como una guerra. Una guerra en la que individuos sin escrúpulos buscan alcanzar, engrandecer y mantener el poder contraviniendo los dos principios de la teoría aristotélica sancionados por el cristianismo: 1) la política como paz, como una disciplina o un arte superior cuyo fin, «el bien político, es la justicia, es decir, lo conveniente a la comunidad»; y 2) la imposibilidad de «que le salgan bien las cosas a quienes no actúan bien…, [pues] no existe obra buena de varón ni de ciudad sin intervención de la virtud y de la inteligencia».
El mundo está repleto de teorías y análisis que nos explican cómo debería ser la política, la sociedad o los gobernantes, quizá el mérito de Maquiavélico es limitarse a contar cómo en realidad es y cómo funciona. Esa es su grandeza y lo que algunos no le han perdonado.