China Miéville
(…) El 18 de julio, el gobierno de Kérenski se mudó al Palacio de Invierno. En un poco sutil gesto de desprecio, pidió al Soviet que abandonara el Palacio de Táuride y dejara paso a la Cuarta Duma Estatal. Esta no era una petición que pudiera declinarse.
El 19 de julio, el Congreso de Comercio e Industria atacó al gobierno por haber «permitido el envenenamiento del pueblo ruso». Exigía «una ruptura radical… con la dictadura del Soviet», y se preguntaba abiertamente si «es necesario un poder dictatorial para salvar a la madre patria». Este clamor contra el Soviet no haría más que crecer. La calle le había pedido que tomara el poder, y el Soviet había declinado la invitación. Ahora se le hurtaba el poco poder que tenía.
Ante la insistencia de los kadetes, Kérenski aprobó leyes que imponían fuertes restricciones a las reuniones públicas. Se cerraba la breve ventana de permisividad respecto al nacionalismo ucraniano y finlandés: Rusia había estado acumulando tropas en suelo finlandés desde que Finlandia declarara su semiindependencia, y ahora, el 21 de julio, su parlamento quedaba disuelto –lo que provocó la alianza de los socialdemócratas finlandeses (que conservaban la mayoría) con los bolcheviques–. «El Gobierno Provisional ruso», clamaba el periódico socialdemócrata Työmies, «junto con la burguesía reaccionaria de Finlandia, ha apuñalado por la espalda al parlamento y a la democracia finlandesa en su conjunto».
La reacción llegaba a Petrogrado a medida que crecía en todo el país la anarquía y la violencia de las revueltas campesinas, especialmente sobre la odiada guerra, la catastrófica ofensiva que estaba costando cientos de miles de vidas. El 19 de julio, en Atask, una capital de distrito en Sarátov, un grupo de enfurecidos cadetes, que esperaban un tren que les llevaría al frente, destrozaron las luces de la estación y fueron en busca de sus superiores, con las pistolas preparadas, hasta que un popular y respetado cadete tomó el control de la situación, y ordenó el arresto de los oficiales. Los soldados amotinados detenían, amenazaban e incluso mataban a sus oficiales.
Quizá el relativamente suave telegrama de Kornílov del día 16 había inducido a Kérenski a creer que podría contar con el general como estrecho colaborador. Tales esperanzas fueron rápidamente destruidas, y en su totalidad. Para el 19 del mismo mes, el nuevo comandande en jefe exigía directamente una total independencia para sus operaciones, que se basarían solo en su «conciencia y el pueblo en su totalidad». Sus colaboradores filtraron este mensaje a la prensa, para que el público se maravillara ante su severidad.
Kérenski comenzaba a temerse que había creado un monstruo. Y así era.
No estaba solo en este creciente sentido de alarma. Ese mes, poco después del ascenso de Kornílov, un anónimo «auténtico amigo y camarada» envió una tensa y profética nota al Comité Ejecutivo del Soviet: «Camaradas. Por favor, expulsad a ese jodido hijo de puta del general Kornílov, o agarrará sus ametralladoras y os expulsará a vosotros».
Durante un tiempo, Kérenski se olvidó de este derechista, concentrándose en formar gobierno. Le costó varios intentos, pero el 25 de julio Kérenski finalmente logró inaugurar el Segundo Gobierno de Coalición. Estaba compuesto de nueve ministros socialistas, una apurada mayoría, pero todos excepto Chernov venían de la derecha de sus partidos. Además, y de manera crucial, entraban en los gabinetes a modo individual, y no como representantes de sus partidos o del Soviet.
De hecho, el nuevo gobierno –incluyendo a estos ministros– no reconocía la autoridad del Soviet. El Poder Dual había acabado.
Fue en este clima notablemente poco amistoso cuando los bolcheviques celebraron con retraso su Sexto Congreso.
Más tarde, el 26 de julio, en una sala privada en Víborg, se congregaban 150 bolcheviques de toda Rusia. Se reunieron en un estado de extrema tensión y semiilegalidad, sin orientaciones, con sus líderes encarcelados o fugados. Dos días después del comienzo del congreso, el gobierno prohibió las asambleas consideradas perjudiciales para la seguridad o la guerra, de modo que el congreso cambió discretamente de sede, desplazándose a un club de obreros en las afueras, en el sudoeste.
Asediados, los bolcheviques agradecían cualquier solidaridad que pudieran recibir. Su bienvenida a los mencheviques de izquierda que acudieron, como Larin y Mártov, fue apoteósica, pese a que, tras cada saludo, los invitados no se ahorraran las críticas.
Sin embargo, a medida que pasaban los días y continuaba el debate, furtivo, contenido, la angustia generalizada en el partido daba paso a algo de claridad. El apocalipsis, de hecho, no había ocurrido: la atmósfera era tensa, pero más clara de lo que había estado dos semanas antes. Las Jornadas de Julio habían dañado a los bolcheviques –pero ese daño no era profundo, ni había durado mucho.
El miedo a los ataques desde la derecha, incluso entre socialistas considerablemente más moderados, significaba que los soviets de distrito habían comenzado a cerrar filas contra lo que percibían como contrarrevolución; incluso protegiendo a los bolcheviques, como si fueran auténticos compañeros, situados en su –molesto– flanco izquierdo. En abril, el partido tenía 80.000 miembros en setenta y ocho organizaciones locales: ahora (después de la crisis de julio y una breve y desmoralizadora hemorragia de miembros) contaba con 200.000, encuadrados en 162 organizaciones. Petrogrado contaba con 41.000 militantes, con números igualmente sólidos en el territorio minero de los Urales, si bien había menos bolcheviques (y políticamente más «moderados») en Moscú y alrededores. Los mencheviques, por contraste –el partido del Soviet, una institución que todavía era crucial–, contaban con 8.000 miembros.
En los dos últimos días de julio, después de un prolongado debate, siguiendo los análisis y recomendaciones de Lenin, los bolcheviques abandonaron la consigna «Todo el poder para los soviets». Comenzaron a trazar un nuevo recorrido. Un camino que no se predicaba desde la fuerza y potencial de los soviets, sino sobre la toma directa del poder por los obreros y el partido.
El texto de esta entrada es un fragmento de «Octubre. La historia de la Revolución rusa», el libro de China Miéville que saldrá a la venta el 7 de septiembre
Una nota sobre las fechas
Para el estudiante de la Revolución rusa, el tiempo está literalmente fuera de quicio. Hasta 1918 Rusia utilizaba el calendario juliano, que se retrasa trece días respecto al calendario gregoriano moderno. Al igual que el relato de los protagonistas, inmersos en su tiempo, este libro sigue el calendario juliano, el que usaban entonces. En una parte de la literatura sobre la cuestión puede leerse que el Palacio de Invierno fue tomado el 5 de noviembre de 1917. Pero aquellos que lo asaltaron lo hicieron el 26 de su octubre, y es su Octubre el que refulge, como algo más que un mes. Diga lo que diga el calendario gregoriano, este libro está escrito a la sombra de Octubre.
Octubre. La historia de la Revolución rusa
En el centenario de la Revolución rusa, China Miéville relata la extraordinaria historia de unos hechos que estremecieron el mundo.
En febrero de 1917 Rusia era una monarquía atrasada y autocrática, enfangada en una guerra impopular; en octubre, después de no una, sino dos revoluciones, se había convertido en el primer Estado de los Trabajadores, pugnando por colocarse en la vanguardia de la revolución mundial. ¿Cómo tuvo lugar esta increíble transformación?
Barbara Ehrenreich:
«Cuando uno de los escritores más sorprendentemente originales de nuestro tiempo se enfrenta a uno de los acontecimientos más polémicos de la historia, el resultado sólo puede ser incendiario».
China Miéville
China Miéville es un multipremiado autor de numerosas obras de ficción y no ficción, entre ellas las novelas «The City and the City» y «Embassytown», y la novela breve «This Census-Taker». Ha obtenido los premios Hugo, World Fantasy, y Arthur C. Clarke. Su no ficción incluye el ensayo ilustrado «London’s Overthrow», y «Between Equal Rights», una investigación crítica sobre el derecho internacional.
Ha escrito para varias publicaciones, entre ellas «The New York Times», «The Guardian», «Conjunctions» y «Granta», y es editor y fundador de la revista «Salvage».
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