Hace poco me dijiste: «Siempre te he querido, aunque no te lo he demostrado como suelen hacerlo otros padres, precisamente porque no sé fingir como ellos». Ahora bien, padre, en general yo nunca he dudado de tu bondad hacia mí, pero no me parece que sea verdad esta observación. No sabes fingir, es cierto, pero querer afirmar por esta razón solamente que los otros padres fingen, es o bien pura terquedad, imposible de discutir, o bien -y en mi opinión realmente ése es el caso- una expresión para encubrir el hecho de que hay algo que está mal entre nosotros, y que tú has contribuido a ocasionar, aunque sin culpa alguna.
Carta al padre, Kafka.
– Bueno, señores y hermanos, sentaos en la mesa como mejor os acomode. ¡Bueno, hijos! ¡Antes de nada vamos a beber aguardiente! -dijo Bulba-. ¡Que Dios os bendiga! ¡A vuestra salud, hijos, a la tuya, Ostrap, a la tuya, Andrí! ¡Que Dios permita que en la guerra siempre salgamos victoriosos! Ya sea contra los paganos turcos o tártaros, y los liajos [término despectivo para denominar a los polacos] intentan algo contra nuestra religión, también contra ellos. A ver, dame tu vaso; ¿es bueno el aguardiente? ¿Y cómo se dice aguardiente en latín? Ay, hijo, qué tontos eran los romanos que no conocían el aguardiente. ¿Cómo se llamaba uno que escribía versos en latín? Yo no sé mucho de letras y por eso no lo conozco. ¿Se llamaba Horacio?
«¡Menudo es mi padre! -pensó para sí el hijo mayor, Ostrap-. El viejo zorro lo sabe todo y aún finge que no.»
Taras Bulba, Nikolái V. Gogol.
– Un poco rarito, tu tío -le comentó Bazárov a Arkadi, sentándose en bata al lado de su cama y aspirando su pequeña pipa con energía-. ¡Vaya dandismo que se gasta en una aldea como ésta! ¡Y esas uñas, esas uñas! ¡Para mandarlas directamente a una exposición!
– ¡Y eso que tú no sabes de la misa la media! -respondió Arkadi-. En tus tiempos era un león. Ya te contaré su vida un día de éstos. Todo un adonis y, además, traía loquitas a las mujeres.
– ¡Vaya! ¡Entonces lo suyo viene de antiguo! Sólo que aquí, lástima, no tiene a quien hechizar. Le estuve contemplando de la cabeza a los pies: ¡qué cuellos tan almidonados, qué portento, como si fueran de piedra! ¡Y esa barbilla suya tan bien afeitada!… ¿Qué pasa, Arkadi Nikoláevich, no te resulta cómico?
– Quizá, pero en verdad te digo que es un buen hombre.
– ¡Más bien un fenómeno arcaico!… Tu padre, en cambio, sí que me pareció un buen hombre. Quizá lea poesía sin sacarle demasiado provecho, ni tenga demasiada cabeza para llevar esta hacienda, pero es un pan bendito.
– Mi padre vale lo que pesa en oro.
Padres e hijos, Iván Turguéniev.
– Ahora estamos solos, mi querida hija -dijo el coronel-. El dios del amor es un ser depravado, pues de lo contrario te habría asignado otro acompañante. Yo soy como un dátil viejo y rancio; conmigo puedes hacer nada. Si yo fuese otra persona, podrías escupirme sin temor y seguir tu camino. Lo comprendería. Pero soy tu padre, y por eso no te queda más remedio que aguantarme; a mí y a lo que arrastro conmigo.
– ¿Quieres que te encienda otro cigarrillo? -preguntó Biggi, y abrió apresuradamente su bolsito.
– Deja de intentar distraerme de un modo tan infantil -dijo el coronel molesto-. Si no puedes evitar tener miedo de mí, al menos no te esfuerces en apaciguar tu miedo de esta manera.
Duelo con la sombra, Sigfried Lenz.