Fernando Hernández Sánchez
Si Fukuyama hubiera consultado a Marx, podría haberse apuntado por lo menos al reintegro pronosticando el fin de la Prehistoria. El filósofo alemán vaticinó que tal fase quedaría clausurada el día en que todo el mundo hubiese entrado de lleno en la era de la industrialización. El optimismo de los onanistas de la mano invisible se aguó pronto, vistos los efectos de la universalización del capitalismo sin frenos y, lo que es peor, sin alternativa que ejerza de contrapeso: desindustrialización, deslocalización, subproletarización.
La Gran Depresión 2.0 que comenzó en 2008 sacó las vergüenzas a los que habían convertido en tema de jolgorio de afterwork de empresa de consulting las profecías fallidas del marxismo: el aumento exponencial de la desigualdad, la depauperación, la voladura del Estado asistencial, la desregulación salvaje del mercado de trabajo, el retorno de la lucha de clases con nuevos actores: el precariado, los desposeídos en el sentido estricto del término –desahuciados, desprotegidos, despedidos, desplazados…
Las realidades que alumbraron Octubre no han desaparecido
La ausencia de alternativa ha dejado expedito el camino a la polarización social, al incremento exponencial en la desigualdad de la distribución de la renta, al despojo de lo público, a la elitización de la gestión política. «Todavía sigue existiendo la lucha de clases, pero la mía va ganando», afirmó en 2011 Warren Buffett, inversor financiero, una de las principales fortunas de Estados Unidos y, paradójicamente, una de las voces que han venido reclamando a la administración norteamericana una mayor progresividad fiscal.
No vivimos una simple crisis cíclica del sistema, sino una auténtica revolución neoconservadora. Como en las grandes catástrofes del corto siglo XX, el mundo que salga de ella no será el mismo que entró en depresión en 2008. Sobre el solar de una izquierda debilitada y atomizada acampan las incertidumbres pero también se abren espacios de oportunidad. Como señala Josep Fontana, las clases dominantes de la contemporaneidad solo se plegaron a acuerdos y consensos cuando tuvieron enfrente una alternativa poderosa y organizada, desde los jacobinos y los carbonarios a los sindicalistas de diversa tendencia y los comunistas. Hobsbawm, de nuevo, alertó acerca del funcionamiento de una dinámica desarticuladora de un siglo y medio de conquistas sociales y de derechos adquiridos gracias a la lucha de varias generaciones, y de la necesidad de rearmarse con experiencias y capacidad de innovación para resistirla.
A la siempre retornante pregunta de ¿qué hacer? se podría responder con la historia de Lukanikos, el perro callejero que, en el cenit de las luchas en Grecia contra el austericidio perpetrado por la Troika y los gobiernos indígenas, se hizo famoso por alinearse con los manifestantes frente a las cargas policiales. Fue elegido por la revista Time como uno de los personajes del año 2011 y pertenece ya a la leyenda popular ateniense.
Las realidades que alumbraron Octubre no han desaparecido. Quizá sí sean ya historia los materiales y herramientas que, en aquel contexto, sirvieron para cambiar el mundo de base: el partido de vanguardia de matriz leninista, la toma del poder por asalto, la disciplina férreamente centralizada. Cuando el poder es difuso y sus centros de decisión están lejanos y dispersos, fuera o por encima de los límites estatales, quizá la estrategia más apropiada sea la de atacarlo en red en lugar de la de golpearlo con un ariete. Está por determinar todavía el nombre de la cosa: los comunes, altercomunismo, comundemocracia… Pero lo que no cambia es lo que subyace y lo que la metáfora de Lukanikos ejemplifica: el nuevo sujeto transformador será un movimiento mestizo y cimarrón, de nadie y de todos, de nuevo tipo pero con historia a cuestas, con el olfato alerta para alinearse en el lado correcto y ocupar su lugar en la plaza.
Fernando Hernández Sánchez, doctor en Historia contemporánea, es profesor de la Facultad de Formación de Profesorado y Educación de la Universidad Autónoma de Madrid. Editor junto a Juan Andrade de «1917. La Revolución rusa cien años después».
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