Cuando un libro, de manera sorpresiva, hiere la vanidad o el honor de grandes figuras críticas de nuestra cultura que dicen ser los grandes defensores del progreso cultural;

cuando esa ofensa a esas grandes estrellas culturales es porque el libro señala (la gran verdad de) que estas han ido perdiendo fuelle y se han ido convirtiendo en losas institucionales y obstáculo del progreso cultural;

cuando esas estrellas culturales han acumulado suficiente poder como para que, a pesar de no ser directores de un sello editorial ni propietarios del gran grupo al que pertenece, puedan detener la publicación de un libro;

cuando ese intento de censura es muestra de que esos supuestos defensores del progreso cultural no son defensores más que de sus propios intereses y que a pesar de ello (y muy a pesar de ellos) el libro ha sobrevivido a su intento por que el silencio reine;

cuando un libro que ha sido maldito por la censura comercial llega finalmente a los lectores;

estamos ante un libro que debería marcar un antes y un después en la historia intelectual de nuestro país;

estamos ante el triunfo de la libertad de expresión;

estamos ante Gregorio Morán y El cura y los mandarines.