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Ningún historiador sostiene que antes de 1760 -o cualquier otra referencia temporal que se tome-, Inglaterra fuera un país sin industria; ni tampoco puede afirmarse que en el primer tercio del siglo XIX el país se hallara completamente industrializado. Pero frente a lo que defendían los historiadores no marxistas en los años 50 y 60 del siglo pasado, Eric J. Hobsbawm consideraba que en Inglaterra se produjo, en sentido estricto, una “Revolución” industrial. El autor de “Historia del siglo XX” o “La era del capital (1848-1875)” reconocía que el nuevo sistema de organización fabril se limitaba básicamente a la manufactura del algodón. Más aún, admitía que en Inglaterra ya se localizaban, antes de la “Revolución”, zonas industriales con una producción destacada, y que hacían uso de una técnica no muy inferior a la propagada en el periodo revolucionario. La máquina de vapor de Thomas Newcomen y su socio Thomas Savery se utilizó para gran variedad de usos industriales ya a principios del siglo XVIII (resulta erróneo atribuir exclusivamente la fabricación de este ingenio a Watt y Boulton entre 1775 y 1800). Es cierta la decadencia de las minas de cobre y estaño en Cornwall, pero también la continuación “preindustrial” de la industria extractiva del carbón o las menudas factorías (artesanales) del metal, en el entorno de Birmingham y Sheffield.

Pese a que son ciertos los matices y continuidades del proceso, en el texto “Los orígenes de la revolución británica” (1961) Hobsbawm pone el acento en la idea de cambio revolucionario:

“El síntoma decisivo de la revolución industrial es el vuelco ascendente, imprevisto y franco, de todas las curvas de indicadores económicos cuyas estadísticas se poseen, y el hecho de que tras este salto, el desarrollo continúa con un ritmo nuevo y sin precedentes”.

Con traducción de Ofelia Castillo y Enrique Tandeter, la editorial Siglo XXI publicó en 1971 y reeditó en 2009 el libro “En torno a los orígenes de la revolución industrial”, que en 129 páginas incluía textos de tres publicaciones del historiador británico: además de la citada, “El siglo XVII en el desarrollo del capitalismo” (1960) y “La crisis general de la economía europea en el siglo XVII” (1954). Gran Bretaña se convirtió en el “taller del mundo”, sentencia el historiador. No hubo otro país -de superficie y población equivalentes- en que agricultores y pequeños comerciantes desaparecieran de igual modo. Ni donde el proceso de urbanización fuera tan completo y el liberalismo económico tan asumido. En comparación con otros países, los inicios tempranos de la industrialización británica y la condición de monopolio mundial de su economía, apuntaló una estructura industrial en las primitivas formas: la tecnología del periodo 1780-1845, que se mantuvo en parte muchas décadas después. Lo fundamental en la “revolución” no fueron, por tanto, los avances científicos, ya disponibles o al alcance en la década 1690-1700. Ni un sistema educativo “débil” (con la excepción escocesa), apunta Eric Hobsbawm, que no estimulaba el progreso industrial.

Algunos historiadores han destacado la importancia del crecimiento demográfico, por el aumento de la tasa de natalidad y el recorte de los índices de mortalidad en la primera mitad del siglo XVIII. ¿Pero fue tan decisivo este aumento de la población, o más bien la dinámica de la Revolución Industrial generó su propia fuerza de trabajo? Otros estudiosos ponen énfasis en la agricultura, dado que se trataba del sector más relevante de la economía inglesa antes de la “revolución”; e incluso después, los altibajos en el sector primario influyeron en la actividad de las fábricas. De hecho, el aumento de la inversión y las rentas agrícolas debió de suponer un estímulo para la nueva industria británica. Con independencia de estos factores, los orígenes de la Revolución Industrial no apuntan sólo a cambios en la historia de Gran Bretaña, como explica Hobsbawm:

“La evolución de las economías esclavistas de ultramar y de las basadas en la servidumbre de la gleba, en Europa Oriental, fueron tan partícipes del desarrollo capitalista como la evolución de la industria especializada y de las regiones urbanizadas del sector ‘avanzado’ de Europa”.

¿Qué función desempeñaron los estados en la dinámica de cambio? Resulta innegable la importancia de las políticas mercantilistas; en Gran Bretaña favorecieron la expansión económica, belicista y colonial, además de la protección de los industriales, comerciantes y armadores. “Las Actas de Navegación crearon una potente flota mercantil”, subraya Eric J. Hobsbawm. Más allá del auspicio estatal, agrega el historiador, destaca un factor capital en Inglaterra: la presencia de una burguesía potente y dinámica, en la que predominaron los intereses manufactureros nacionales. Y otro elemento, la guerra, que permitió a Gran Bretaña fraguar un control, potencialmente monopolista, de todas las regiones coloniales y del mercado mundial extraeuropeo. Según este intelectual clave en la historiografía social:

“Gran Bretaña negaba así una posibilidad pareja de expansión económica y garantizaba la suya propia”.

Pero siendo cierta la complejidad causal, un sector reviste “primacía absoluta”, la industria del algodón. La estadística no admite discusiones: Los productos manufacturados de algodón suponían el 40-50% de las exportaciones británicas después de 1815 y, en franco incremento, alcanzaron el cenit en 1850-1860.

El auge de la industria algodonera tampoco se explica sólo por factores endógenos, al margen de la economía global:

“La ‘revolución industrial’ del algodón fue precedida por un periodo de expansión del mercado internacional insólitamente rápida».

De hecho, el texto editado por Siglo XXI da cuenta de este desarrollo en Gran Bretaña “casi como un subproducto del comercio colonial, y particularmente de la trata de esclavos”. Por ejemplo, la industria se desplegó en la periferia de los grandes puertos –Glasgow, Bristol y particularmente Liverpool- dedicados al tráfico mercantil con las colonias. Otra muestra de éste alcance global es que la materia prima procedía, primero, de Levante; a partir del siglo XVIII, de las Indias Occidentales, y desde 1790 de Estados Unidos. Las exportaciones de algodón británico sobre todo a las colonias y a ultramar predominaron, con el tiempo, sobre el mercado interno; en cuanto a la demanda europea, era potencialmente mayor, pero también “muy vulnerable por la competencia comercial y política”, subraya el autor de “La era del Imperio (1875-1914)” y “Guerra y paz en el siglo XXI”. La estadística del consumo de tejidos de algodón británicos deja bien claro el crecimiento exponencial de la industria y la orientación de las exportaciones. Europa, que partía de 128 millones de yardas en 1820, estabilizó el consumo en torno a los 200 millones en 1840 y 1860. Sin embargo, América Latina pasó de los 56 millones en 1820, a 279 millones dos décadas después, y los 527 millones en 1860. En estas tres referencias temporales, las Indias Orientales también experimentaron un súbito aumento (en millones de yardas): 11, 145 y 825.

Cuestión diferente son los bienes de capital necesarios para acometer el “despegue” y desarrollar las industrias del hierro y el acero. Antes de la “revolución” la demanda provenía básicamente de los estados, hasta el punto que durante el siglo XVIII la práctica de fundir el hierro se podía asimilar, según algunos autores, a la fabricación de cañones. El quid radica en explicar por qué la explosión de la siderurgia (tasas de producción por encima del millón de toneladas) ocurrió después de 1850, es decir, entre 50 y 70 años después de la “revolución” del textil. En otros términos, ¿qué sector catalizó la demanda “ilimitada” de hierro, acero y carbón? El ferrocarril. En 1830 se inauguró la conexión ferroviaria Liverpool-Manchester, pero la vorágine se desató en la década 1840-1850, cuando la producción de acero alcanzó los dos millones de toneladas. Hobsbawm recuerda la “pasión” de los inversores en la construcción de los ferrocarriles británicos, e incluso la “perturbación mental” que se apoderó de estos durante los “booms” y las fiebres especulativas del periodo 1830-1850. “Muchísimos inversores perdieron su dinero, pero los ferrocarriles crearon una salida para los ahorros de las clases acomodadas y los excedentes de capital británico que buscaban oportunidades de inversión”, resalta el historiador.

En cuanto al carbón, la vitalización de la demanda se explica en parte por los procesos de urbanización, particularmente en la ciudad de Londres. Bienes como la calefacción de los hogares estimularon la industria carbonífera. Además el origen del ferrocarril se sitúa en las minas, y su desarrollo se vincula inicialmente al transporte del carbón. Pero los textos de Hobsbawm traducidos por Ofelia Castillo y Enrique Tandeter no se limitan a la Inglaterra del “despegue”, sino que rebuscan en los antecedentes del siglo XVII. Alguna de las consecuencias principales de la crisis durante esta centuria afectó a la organización productiva. “Consistió en eliminar a la artesanía –y con ella a las ciudades artesanales- de la producción en gran escala, y en establecer el sistema ‘a domicilio’, controlado por hombres con horizontes capitalistas y puesto en ejecución a través de una clase obrera rural fácilmente explotable”, explica Eric Hobsbawm. Ocurrió por ejemplo, después de 1650, con la exportación masiva de pequeñas armas producidas en Lieja. El mecanismo permitió que la industria rural no resultara perjudicada por los elevados costos de la urbana, con lo que el pequeño productor podía aumentar sus ventas. E hizo posible la concentración regional de la industria.

Artículo de Enric Llopis publicado en Rebelión

En torno a los orígenes de la revolución industrial

Este volumen recoge tres trabajos de Eric J. Hobsbawm, el primero de los cuales constituye un auténtico clásico de la historiografía.

En la actualidad se considera un hecho probado que la economía europea atraviesa en el siglo XVII una larga fase de recesión. Pero esta recesión tiene características y repercusiones notablemente distintas en diferentes áreas de Europa. En términos generales retroceden el Mediterráneo (la península Ibérica, Italia y Turquía) y el Báltico (Polonia, Dinamarca y la Hansa). Suecia es, junto con Inglaterra y los Países Bajos, una de las naciones favorecidas por la crisis.

Mientras estos países conocen un vigoroso desarrollo industrial, Italia y Alemania se desindustrializan. Si el origen de la crisis debe buscarse en el choque del desarrollo capitalista con los límites que le impone la estructura social del feudalismo, no es sorprendente que éste sea un siglo de trastornos sociales: la Fronda, las revueltas en Cataluña, Nápoles y Portugal. Mientras los imperios se hunden se produce una reordenación del sistema colonial. Así, la crisis general del siglo XVII sienta las bases para la revolución industrial, transformando radicalmente la estructura de clases de los países europeos y creando una nueva división internacional del trabajo.

Eric J. Hobsbawm (Alejandría, 1917 – Londres, 2012)

Ha sido uno de los historiadores más importantes de la historiografía contemporánea. Profesor emérito en el Birkbeck College de la Universidad de Londres durante muchos años, fue un ejemplo de intelectual comprometido y una figura clave de la historiografía social británica, autor de una vasta e imperecedera obra.

En torno a los orígenes de la revolución industrial – Eric J. Hobsbawm

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