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Una llamada solidaria del papa Francisco no atendida por jueces y eclesiásticos

El joven profesor «Daniel» escribió una carta al papa Francisco informándole de los abusos sexuales que él y otras personas menores de edad sufrieron desde la infancia por parte de algunos sacerdotes y seglares de la archidiócesis de Granada. Francisco le llamó en dos ocasiones para pedirle perdón, mostrarle su apoyo, comprometerse a investigar el caso y decirle que lo pusiera en conocimiento del arzobispo de Granada, quien, a decir verdad, no mostró la misma diligencia que el papa, ya que tardó en responder a las llamadas del joven agredido sexualmente. «La verdad es la verdad, y no debe esconderse, cueste lo que cueste», dijo Francisco.

La solidaridad del papa con las personas abusadas sexualmente por eclesiásticos contrasta, por una parte, con el silencio y el encubrimiento de un sector de la jerarquía católica que obstruye la investigación de la justicia y parece ponerse del lado de los pederastas, y, por otro, con sentencias absolutorias de los jueces que dudan del testimonio de las personas objeto de pederastia e incluso llegan a culpabilizarlas. Pareciere que existe una complicidad entre un sector de la judicatura, la jerarquía eclesiástica y las personas pederastas. Quizá los jueces sientan todavía en España un respeto reverencial por los miembros de la clerecía en sus diferentes grados: sacerdotes, obispos… Dejémoslo en un «quizá». (…)

La violencia pederasta es el mayor escándalo de la Iglesia católica de todo el siglo XX y de principios del siglo XXI, el que más descrédito ha provocado en esta institución bimilenaria. Algunos de los que se presentaban como modelos de entrega a los demás, se entregaron a crímenes contra personas desprotegidas. Algunos de los que eran considerados expertos en educación, utilizaron su supuesta excelencia educativa para abusar de los niños y las niñas que los padres les confiaban para recibir una buena formación. Algunos de los que se presentaban como guías de «almas cándidas» para llevarlas por el buen camino de la salvación, se dedicaban a mancillar sus cuerpos y anular sus mentes.

¿Desconocía el Vaticano tan extendida y perversa situación de la pederastia y tan humillantes prácticas para las víctimas? Yo creo que la conocía perfectamente, ya que hasta él llegaban informes y denuncias que archivaba sistemáticamente hasta olvidarse de ellas. Pero no actuaba en consecuencia con la gravedad del delito. Todo lo contrario. A las víctimas y a los informantes les imponía silencio para salvar el buen nombre de la Iglesia, amenazando con penas severas que podían llegar hasta la excomunión si osaban hablar. Tal modo de proceder creó un clima de permisividad, una atmósfera de oscurantismo y un ambiente de complicidad con los abusadores, a quienes se eximía de culpa, mientras que la culpabilidad se trasladaba a las víctimas, que se veían bloqueadas para ir a los tribunales ante la imagen de autoridad que daban los pederastas. Hacerlo público se consideraba una desobediencia a las orientaciones eclesiásticas y una traición al silencio impuesto por las autoridades competentes, que decían representar a Dios en la tierra.

No importaba la pérdida de dignidad de las víctimas, ni los daños y secuelas, muchas veces irreversibles, ni las lesiones graves físicas, psíquicas y mentales con las que tenían que convivir los afectados de por vida. Faltó compasión y sensibilidad hacia sus sufrimientos. No hubo acto de contrición alguno, ni arrepentimiento, ni propósito de la enmienda, ni reparación de los daños causados, ni se produjo acto alguno de rehabilitación, ni se hizo justicia. Tal actitud supuso una nueva y más brutal agresión.

La permisividad del delito, el silencio, la falta de castigo, el encubrimiento, la complicidad y la negativa a colaborar con la justicia convertían la pederastia no sólo en una agresión sexual individual, sino en una práctica legitimada estructural e institucionalmente –al menos de manera indirecta– por la jerarquía eclesiástica en todos sus niveles, en una cadena de ocultamiento que iba desde la más alta autoridad eclesiástica hasta el pederasta, pasando por los eslabones intermedios del poder religioso.

Sucede, además, que la mayoría de las veces los casos de pederastia se produjeron en instituciones y centros de formación masculinos dirigidos por varones. Lo que demuestra que el patriarcado recurre incluso a los abusos sexuales para demostrar su poder omnímodo en la sociedad y en las religiones y, en el caso que nos ocupa, sobre las personas más vulnerables. Un poder legitimado por la religión, que convierte a los varones en «vicarios de Dios» y portavoces de su voluntad. Es la forma más perversa de entender y de practicar la masculinidad, que despersonaliza y cosifica a quienes previamente ha destruido. Masculinidad y violencia, pederastia y patriarcado son binomios que suelen caminar juntos y causan más destrozos humanos que un huracán.

  • Juan José Tamayo
  • Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones. Universidad Carlos III de Madrid

El texto de esta entrada son fragmentos del prólogo, a la edición española, del libro «Lujuria. Pecados, escándalos y traiciones de una Iglesia hecha de hombres»

Lujuria. Pecados, escándalos y traiciones de una Iglesia hecha de hombres

«Hace tiempo que estudio nuevos documentos confidenciales, escuchas telefónicas de la fiscalía italiana y de las fiscalías extranjeras y los informes de comisiones internacionales. He conocido a sacerdotes y monseñores que me aseguran que, además de los delitos financieros, siguen cometiéndose otros tantos sexuales. […] Que los abusos de menores no se han erradicado, sino que en los tres primeros años de pontificado de Bergoglio han sido presentadas ante la Congregación para la Doctrina de la Fe 1.200 denuncias de abusos «verosímiles» a niños y niñas de medio mundo. Al parecer, no solamente no se ha castigado a los encubridores, sino que muchos de ellos han sido ascendidos.»

portada-lujuriaAsí comienza la nueva y explosiva investigación de Emiliano Fittipaldi. De Australia a México, de España a Chile, de Como a Sicilia, cada año hay centenares de denuncias de delitos y comportamientos inaceptables por parte del clero. Entre quienes, con palabras o con hechos, lo han ocultado hay cardenales –como tres de los componentes del más algo grupo de poder en el Santa Sede, George Pell, Óscar Rodríguez Maradiaga y Francisco Errázuriz–, prelados importantes –como Carlo Maria Viganò, Tarcisio Bertone o Timothy Dolan– y muchos obispos, con la ayuda de la guía vaticana y de la CEI, que aún hoy no preven una denuncia obligatoria ante los casos de violencia sexual de sus sacerdotes.

Hasta la fecha, nadie había juntado datos, casos concretos, declaraciones doctrinales e investigaciones judiciales para mostrar el desconcertante y turbador sistema de una Iglesia presa aún del pecado de lujuria y presta a tapar cada escándalo, a proteger al «lobby gay» del Vaticano, a evitar el compensar a las víctimas, y a perdonar y ayudar a los verdugos.

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