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Revista Imagofagia – Asociación Argentina de Estudios sobre Cine y Audiovisual  | Jorge Sala:

Los términos reunidos desde el mismo título de este libro abren el juego a la aparición de unas frondosas familias de palabras —unos árboles por derecho propio— cuyas ramificaciones y genealogías han ocupado el interés de infinidad de investigadores, sobre todo en los últimos años. Habida cuenta de la abundante colección de ensayos y tesis, formulada tanto desde el interior como por fuera de la región, las indagaciones alrededor del cine latinoamericano han logrado afianzarse como un campo autónomo con sus referentes ineludibles (Paulo Antonio Paranaguá, Isaac León Frías y Alberto Elena podrían ser algunos de ellos) y con sus tópicos habituales.

Si pensar la relación entre “cine”, “América Latina” y “rupturas” conduce casi invariablemente a fijar la atención sobre una época —los sesenta, y, con una intensidad mayor, alrededor de los tramos finales de la década— también demanda el imperativo de no ceder ante unos lugares ya visitados (y ciertamente puestos en cuestión). Mariano Mestman, coordinador del volumen y, asimismo, uno de los principales referentes en el estudio de dichos temas, manifiesta estos interrogantes desde su Introducción. Reconociendo su cualidad iterativa, Mestman inicia el trayecto planteando “¿Por qué revisar, una vez más, el cine del 68 en América Latina?” (7). Esta condición hiperconnotada, de camino tantas veces recorrido, es justamente la que impone la necesidad de rever algunos acuerdos y, por ende, también de explorar unas zonas que fueron dejadas de lado dentro de los discursos globales sobre el período. Persiguiendo ambos objetivos, Las rupturas del 68… cumple con estos requerimientos en los diversos capítulos que lo integran.

portada-rupturas-68-cine-america-latinaUno de los valores de la obra en su conjunto está asociado a su estructura. En principio debido a que se propone avanzar sobre el conocimiento de esta etapa en todo sentido compleja a través de un abordaje basado no solamente en una multiplicidad de puntos de vista —pensado programáticamente, dado que ninguno de los autores se reitera en los artículos— sino también por la voluntad de abarcar el problema o, mejor dicho, los problemas abiertos por cada texto a través de una metodología inclinada hacia la profundidad y a la especificidad más que a una orientación de tipo generalista. Porque aquello a lo que apuntan los ensayos, volviendo a emplear la metáfora de tintes forestales del principio, se basa en la premisa de construir una perspectiva que descree del proverbio que indica que postular una mirada sobre el bosque implique necesariamente asumir que los árboles permanecerán ocultos o indiferenciados. Por el contrario, al circunscribir en la mayor parte de los escritos un enfoque alrededor de cuestiones suscitadas en cada uno de los países sosteniendo cierta autonomía, la visión del conjunto se vislumbra como una posibilidad de detectar tanto las continuidades, los vasos comunicantes, como las disonancias. De esta manera, por citar un ejemplo entre otros, el episodio de “la noche de las cámaras despiertas” analizado por David Oubiña en el texto sobre Argentina guarda cierto parentesco —aunque con una resolución inversa— con los debates encabezados por Raúl Ruiz dentro del encuentro de Viña del Mar del 69 descriptos por Iván Pinto.

Indagar las transformaciones en el cine de la región en términos de desequilibrios equivale a asumir el carácter heterogéneo de los procesos estudiados. Los distintos trabajos revelan una preocupación por examinar la ruptura de acuerdo a una dimensión múltiple, cuestión que motiva que en ellos se conjugue esta palabra siempre desde el plural: tanto como un quiebre con las prácticas artísticas dominantes (es decir, como expresión de una contracultura), pero también como acciones de rebeldía con relación a la política hegemónica. Ismail Xavier sintetiza ambas acepciones en un texto clásico recuperado en este libro. Para este autor, la experiencia brasileña del 68 (trasladable también a otros países) estuvo caracterizada por “la conciencia de la crisis —del país, del lenguaje capaz de ‘decirlo’, del cine capaz de ser político—” (153). Al detenerse en las instancias de intensificación de estas crisis —término que reverbera también en los escritos de Iván Pinto sobre la producción chilena y en lo que Juan Antonio García Borrero denominó como una “intrahistoria del 68 audiovisual” cubano— emerge con fuerza el acierto de haber optado por privilegiar unos recortes sobre lo nacional por encima de las visiones panorámicas. A partir de este criterio será posible evitar el riesgo de homologar los procesos políticos así como las situaciones del cine vivenciadas en cada país. Desde ya no significaron lo mismo ni tuvieron el mismo impacto en las producciones culturales el hecho de que estas últimas estuvieran enmarcadas dentro de la Cuba revolucionaria, de un Brasil o Argentina bajo regímenes militares conservadores, en México acompañando las luchas estudiantiles o en Chile en vísperas del triunfo electoral de Salvador Allende, por mencionar algunos de los contextos nacionales registrados en los capítulos; y lo mismo sucedería al intentar comparar cinematografías cuyos desarrollos y alcances se presentan como desiguales. En tanto en aquellas naciones los escritos dan cuenta de la existencia de distintos momentos dentro de sus trayectos modernizadores —en los cuales las expresiones del 68 marcarían unos puntos álgidos de politización y, simultáneamente, de radicalidad estética—, en países como Bolivia, Colombia o Uruguay estos itinerarios poseen un carácter más acotado. Estas discrepancias dificultan un estudio comparativo a menos que se opte por ocultar sus particularidades internas en beneficio del retrato de conjunto.

Una anécdota recuperada por Cecilia Lacruz en su escrito enfocado en la experiencia cultural uruguaya de finales de los sesenta puede servir para ilustrar lo que la autora titula inteligentemente, valiéndose de una referencia periodística, la comezón por el intercambio. Esta, a su vez, ejemplifica el carácter de los procesos que se llevaron a cabo en lugares con una producción fílmica menor al de países como Argentina, Brasil o Cuba. Al historiar el surgimiento de un equipo vinculado a la Facultad de Arquitectura, Lacruz señala cómo las acciones de contacto y las formaciones de los vínculos tuvieron mucho de estrategia amateur —incluso en un sentido político— pero también de la necesidad de reconocimiento de una comunidad de pares construida a través de recorridos e intereses afines. En la biblioteca de la facultad, uno de los estudiantes —Dardo Bardier— se tomó la tarea de revisar los préstamos de libros sobre cine, escribiendo una lista de aquellas personas que habían retirado más de un título. A partir de convocar a las personas que integraban la nómina empezó a gestarse un grupo que tiempo después daría a conocer algunos materiales de su propia factura (337). En esta línea que apunta a revalorizar los estratos no institucionalizados de las producciones culturales de los sesenta, el ensayo sobre Uruguay se aproxima a los rescates de las zonas menos visibles del cine colombiano —en la investigación de Sergio Becerra— o en algunas obras y proyectos retomados por Álvaro Vázquez Mantecón en su investigación sobre el cine mexicano vinculado con los movimientos estudiantiles del 68.

Otro rasgo verificable en la totalidad de los trabajos que integran el volumen — dato que prueba el diálogo interno existente entre los mismos— se vincula al imperativo de no pensar los cambios en el cine como datos aislados de aquellas renovaciones expresadas en otras esferas. En los textos aparece esta voluntad de desgranar las peculiaridades de cada país —o bien de algún problema específico, dado que los últimos tres ensayos se inclinan por lo comparativo o lo transnacional— teniendo presentes las interacciones con otras prácticas culturales. Enunciado de manera clara en el ensayo de García Borrero, los distintos artículos parecen partir tácitamente dese el mismo lugar: “hay que proponerse pasar de lo meramente disyuntivo a una perspectiva de conjunto donde lo cinematográfico se revele como una de las tantas caras que conformaban la agónica cotidianidad poliédrica, pues pensarlo en términos exclusivamente cinematográficos sería mutilarlo” (252). Esta visión habilita el recorrido propuesto por Javier Sanjinés al momento de ahondar en la problemática racial y las representaciones de los indígenas en Bolivia en un trayecto que se inicia en la literatura y desemboca en el cine; o también el itinerario trazado por Sergio Becerra sobre los realizadores colombianos a la luz de las relaciones que estos mantuvieron con el sacerdote Camilo Torres a través de su actividad en la Universidad Nacional de Colombia. La continuidad puesta de manifiesto en los textos entre los proyectos cinematográficos respecto de otras actividades —sobre todo en una época en que las pertenencias disciplinares no estaban del todo claras— provoca que los artículos engarcen en dosis similares el examen interno de las películas con el desmontaje de las condiciones de producción, de los debates que las acompañaron y con sus propios contextos político-culturales.

Como mencioné antes, el libro se completa con tres estudios que abandonan el sesgo nacional predominante en los anteriores para profundizar alrededor de ciertos tópicos específicos que permiten la aparición de análisis transversales o comparados. En el primero de ellos, María Luisa Ortega, con el rigor y la erudición que caracterizan sus trabajos, ahonda en la opción documental que definió al Festival de Mérida de 1968 y que, a la sazón, terminó por convertirse en la rúbrica preclara del Nuevo Cine Latinoamericano que por esos años se hallaba en pleno proceso de delimitación. A la vez que como factor catalizador, la experiencia de Mérida aparece en el ensayo como un punto de llegada —y ciertamente también de ruptura— de discusiones que venían desarrollándose en otros ámbitos y que Ortega recoge. “Después de Mérida y de las encrucijadas del 68 —señala la autora— no iba a resultar tarea sencilla realizar documentales a la altura de las múltiples apuestas y reformulaciones teóricas del compromiso del cine con lo real” (374). Por su parte, Mirta Varela construye un recorrido por distintos países a través del papel jugado por las imágenes televisivas en la captación de los acontecimientos políticos de finales de la década. Deteniéndose en las particularidades del directo televisivo y en el rol del medio en el desarrollo o la activación de distintos proyectos cinematográficos, del grupo Dziga Vertov a Glauber Rocha o a las imágenes del Cordobazo recobradas por el cine militante argentino, el artículo traza una serie de cruces que prueban la efectividad de los intercambios entre el cine y la televisión a finales de los sesenta.

En otro volumen colectivo editado recientemente —La cámara opaca: Mayo Francés: el debate cine e ideología, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2016— Marcelin Pleynet afirma enfáticamente: “¿es posible decir acaso de alguna película que no es política? […] todos los films son políticos” (59). Cercano a este precepto, el ensayo de Paula Halperín que cierra Las rupturas del 68… acerca a los debates otra acepción del término ruptura, aquella que tuvo como centro las transformaciones expresadas dentro del propio esquema industrial de los cines de Brasil y Argentina. Examinando comparativamente Martín Fierro (Lepoldo Torre Nilsson, 1968) y Macunaíma (Joaquim Pedro de Andrade, 1969) Halperín revisa el modo en que en estos mismos años se produjo un viraje dentro de la producción de dos realizadores vinculados a los proyectos modernizadores de ambos países, en el que la indagación sobre lo nacional y la reminiscencia a formatos provenientes de las industrias culturales ocasionaron el encuentro de estas obras con el gran público.

Retomando algunas ideas de Gaston Bachelard, Louis Althusser elaboró por la época en la que se experimentaron estos cimbronazos en el cine la noción de “ruptura epistemológica”. He aquí otra derivación posible, un complemento para esta palabra que puede servir para terminar de delinear las particularidades del conjunto de ensayos que motivaron los párrafos anteriores. Esta reseña no podría sintetizar varios de los temas tratados en una obra como esta, de largo aliento. Tan solo alcanza a resaltar algunas lecturas posibles alrededor de una propuesta mucho más vasta que no se agota fácilmente. Debido a su complejidad y amplitud, el libro puede (debe) ser atravesado más de una vez. Los textos al cuidado de Mariano Mestman, en consonancia con su objeto, “rompen” con varios lugares comunes: desde la misma definición constrictiva del “Nuevo Cine Latinoamericano” hasta las implicancias de lo político en las obras. En estos quiebres y en haber optado por acercarlos al lector bajo una forma ensayística de alta calidad se evidencian, con toda seguridad, sus mayores méritos.

* Jorge Sala es Doctor en Historia y Teoría de las Artes por la Universidad de Buenos Aires. Jefe de trabajos prácticos de las materias Historia del cine universal (UBA) y Estudios Curatoriales I (UNA). En la actualidad se encuentra desarrollando una investigación sobre los intercambios teatrales y cinematográficos durante la postdictadura argentina (1984-1994) gracias a una Beca Postdoctoral otorgada por el CONICET. Integra el Grupo CIyNE y el GETEA. Primer Premio en el III Concurso de ensayos cinematográficos “Domingo Di Núbila” organizado por el Festival Internacional de Mar del Plata y ASAECA

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Artículo original publicado en asaeca.org bajo licencia Creative Commons

 

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