No cierres los ojos Akal

lutero-reforma-protestante

A los tres años de darse oscuramente a conocer con ocasión de su ataque contra Tetzel, Lutero se había convertido en el jefe espiritual (y para muchos incluso en el líder político) de un movimiento que convulsionaba a la mayor parte de Alemania, que ponía de su parte a gran número de personas influyentes y que le estaba ganando partidarios y fama bastante más allá de las fronteras de su propio país. Nada de extraño tenía, por consiguiente, que esta extraordinaria expansión le pareciera a Lutero un signo de beneplácito divino. Sin embargo, el historiador puede muy bien pensar que existían circunstancias históricas favorables para que la protesta de aquel fraile se convirtiera tan rápidamente en un movimiento que amenazaba la unidad de la iglesia y la supremacía del papa.

El Estado de Alemania

El conjunto de principados y territorios conocidos por el nombre de Alemania había alcanzado a principios del siglo XVI un máximo de prosperidad y población. Se había producido un especial desarrollo de las ciudades, de la industria artesana y del comercio.

La prosperidad que la agricultura había tenido en el siglo XIII sufrió un colapso durante la crisis de población que, como consecuencia de la peste, se produjo a partir de 1350, aproximadamente. Este colapso agrícola sirvió para fomentar la riqueza de las ciudades que se dedicaban al comercio, tanto en el norte, donde la Liga hanseática dominaba el mar Báltico y el mar del Norte, como en el sur, donde los centros urbanos comerciales del Danubio y del Rin controlaban las lucrativas rutas mercantiles que, atravesando los Alpes, llegaban a Italia y que, desde Francia y Borgoña, en Occidente, conducían a las florecientes industrias y mercados de Oriente.

La Alemania de aquella época era el centro de la vida económica europea; había alcanzado esa situación privilegiada como consecuencia de la decadencia de Francia, tras las guerras de los 200 años anteriores, y la depresión de Italia, tras 30 años de guerras entre franceses y españoles. El crecimiento de la riqueza y de la población provocó el crecimiento de industrias organizadas en gremios de artesanos, y también el campo se benefició de la creciente prosperidad mercantil. Los campesinos de las viejas tierras de «grano» del sur y del sudoeste habían alcanzado, al llegar el año 1500, un cierto bienestar económico, y al este del Elba se estaban dando los primeros pasos para roturar las grandes llanuras de la región, con vistas a la producción comercial de cereales. Los recursos naturales de Alemania se estaban explotando mejor que nunca; el país se había convertido en el centro minero de Europa y, en consecuencia, en el centro de la producción de metales y armamentos.

La vitalidad y prosperidad mencionadas no bastaban para ocultar, sin embargo, los graves problemas y las tensiones que también existían en Alemania. En primer lugar, Alemania, lejos de ser una unidad política, era lo que sin exageración podría llamarse un revoltijo político. Aunque los estados alemanes constituían en teoría el Sacro Imperio Romano, en la práctica carecían de toda autoridad central.

Al no haber autoridad imperial, la fragmentación de Alemania, que a su vez perpetuaba la debilidad de aquella, hacía que las tareas del gobierno, con sus correspondientes posibilidades de ambición, recayesen en los gobernantes de los distintos y fragmentados territorios. Concretamente, los príncipes parecían saber leer y comprender a la perfección su época, ya que desde los más encumbrados, es decir, los siete electores que componían el colegio cualificado para elegir al emperador, hasta el último conde o señor con derechos territoriales, todos ellos se entregaron durante los siglos XV y XVI a la doble tarea de fortalecer su poder dentro de sus correspondientes territorios y de protegerlos contra las amenazas del exterior. En muchos de estos territorios existían y actuaban cuerpos representativos, aunque, en general, su principal función era la de asesorar a los príncipes con vistas a evitar una fragmentación territorial aún mayor.

Durante la época de que estamos hablando, por lo menos, las llamadas ciudades imperiales, que no reconocían otra autoridad que la del emperador, consiguieron mantener su independencia. Eran unas 85, celosamente dedicadas a fortalecer su independencia y su sistema defensivo, y aunque algunas de ellas, como, por ejemplo, Núremberg, llegaron a adquirir al mismo tiempo extensas posesiones territoriales, la mayoría se afianzaron en sus privilegios, en su riqueza y en sus murallas. Aunque las presiones de la oligarquía no dejaban de aumentar en las ciudades, en todas ellas, con la excepción de Núremberg, que estaba dominada por los patricios, los ciudadanos y artesanos de menor rango gozaban todavía de un considerable poder en sus gremios y, por lo tanto, en el gobierno de las ciudades.

Entre el poder de los príncipes y el de las ciudades, y especialmente en el sudoeste, donde la Liga suaba de ciudades y territorios imponía un cierto orden por la fuerza de las armas, existía un numeroso cuerpo de pequeños nobles, llamados caballeros imperiales (Reichsritter). Estos nobles, que decían ser los primeros arrendatarios de la corona imperial, habían sido las principales víctimas de la crisis agraria del siglo XIV, de la que nunca llegaron a recobrarse.

El otro grupo social que a principios del siglo XVI estaba empezando a sentirse oprimido era el de los campesinos, o para traducir más exactamente la palabra Bauer, el de los plebeyos del campo. En efecto, los campesinos del sur de Alemania, y también los de Suiza y Austria, eran personas con un buen pasar y con bastantes derechos. Pocas veces carecían totalmente de libertad, no eran muchos los servicios obligatorios que habían de realizar, poseían armas y, con frecuencia, eran pequeños propietarios a los que la ley protegía. Sin embargo, la situación política y económica que, en general, les había sido favorable durante el siglo XV, empezaba a serles adversa en el siglo XVI. Cada vez eran más los campesinos que se disputaban las tierras disponibles. La inflación, que en gran parte había sido consecuencia de la producción de las minas de plata alemanas y de la pujanza del comercio alemán, motivaba un alza de precios que, a su vez, estaba obligando a los terratenientes a procurar sacar más ingresos de sus fincas.

En Alsacia y en la región del Alto Rin se estaba haciendo sentir un movimiento de protesta más ominoso, que adoptó como símbolo la Bundschuh (la abarca de los campesinos) y que pedía la puesta en práctica de «la ley de Dios», con cuya expresión se aludía a una serie de doctrinas auténticamente radicales y revolucionarias, que, con frecuencia, hacían pensar en las agitaciones de tipo anárquico y visionario que en gran número se dieron a finales de la Edad Media y que se oponían a toda autoridad en nombre de la igualdad natural de los hombres y del triunfo de los pobres.

El descontento de los campesinos encontró aliados entre los artesanos y menestrales urbanos, especialmente en las ciudades que punteaban el campo y que, a menudo, apenas se distinguían de los pueblos. Había un sentimiento de indignación contra los señores laicos, que se transformaba en odio en el caso de los señores eclesiásticos más apremiantes, y a todo ello se unía una animadversión contra los prestamistas judíos y la clerigalla rasurada, que en diversas ocasiones dio lugar a explosiones de violencia.

Por supuesto, las tensiones sociales a que nos hemos referido perjudicaban en gran medida el prestigio de la iglesia, si bien ni la fama de corrupta que tenía ni la envidia que inspiraban sus riquezas, ni el odio que provocaban sus pretensiones de espiritualidad tan poco correspondidas en la práctica eran fenómenos privativos de Alemania. Toda la iglesia de Occidente, desde el papa para abajo, veía su reputación en crisis, en una crisis que era de dominio público. Se estaba perdiendo la fe en la iglesia tanto en cuanto medio de salvación como en cuanto institución temporal.

Había claros indicios, en todo caso, de que la Europa occidental, en términos generales, y nuevamente en particular Alemania, sufrían las convulsiones previas a alumbrar algo nuevo, algo que no puede llamarse más que crisis espiritual. El fracaso que, en definitiva, sufrió la iglesia no se debió a sus riquezas, ni a su frecuente mundanería, ni a su inmoralidad un tanto escandalosa, ni a que estuviera sometida a la obediencia de un papa extranjero que no era más que un principillo italiano; se debió a su total incapacidad para ofrecer paz y consuelo a un mundo angustiado en una época en que todas las certidumbres parecían derrumbarse. La peste, la guerra y la depresión económica contribuyeron al clima de inequívoco malestar espiritual que se respiraba en los últimos años de la Edad Media. Las calamidades del siglo XIV habían asestado un durísimo golpe a la sociedad medieval y, por tanto, a la iglesia medieval, y en el siglo XV aparecieron las secuelas de aquellas desgracias. Lejos de haber sido enterrado por el presunto materialismo de la época, el problema de la salvación se manifestaba de modo extraño y sorprendente. El consuelo que ofrecía la iglesia no satisfacía.

El misticismo y el milenarismo amenazaban el poder de la iglesia en las almas y, por su parte, el humanismo estaba socavando el respeto a la autoridad y al saber eclesiástico entre las personas cultas.

La erudición humanista minó los cimientos intelectuales de la iglesia mediante el estudio de la Biblia y de los Santos Padres en nuevas y mejores ediciones. Concretamente, el Nuevo Testamento griego (1516), de Erasmo, con sus agudas glosas en contra de la interpretación tradicional de palabras tan fundamentales como ecclesia y presbyter, sirvió para poner de manifiesto la enorme diferencia que había entre la iglesia primitiva y la iglesia de entonces.

En Alemania, los humanistas se hicieron con las universidades y las escuelas. En ninguna otra parte consiguieron los alumnos de los humanistas ocupar tantos puestos importantes en la administración, especialmente como empleados de la administración de las ciudades y como consejeros de los príncipes. Los eruditos partidarios de las nuevas corrientes intelectuales consideraron a Lutero, por lo menos al principio, como uno de los suyos.

No obstante, aunque Hutten y Espalatino se mantuvieron siempre al lado del reformador, la mayoría de los demás humanistas pensaron pronto que los ataques de Lutero contra la teología tradicional y el poder de la iglesia estaban traspasando los límites que ellos hubieran deseado imponer. Ciertamente, a pesar del viejo dicho según el cual los huevos que Lutero incubó los había puesto Erasmo, no había mucho en común entre la fe de los humanistas en las posibilidades del hombre y la situación de desamparo en que Lutero le veía; entre el frío razonar de Erasmo y el apasionamiento de Lutero. En todo caso, mientras duró la alianza, contribuyó a que el mensaje de Lutero se expandiese y penetrase en los espíritus.

De todo lo que llevamos dicho se desprende, evidentemente, que la situación por la que atravesaba Alemania favoreció a Lutero; así se entiende la forma, extraordinariamente rápida, en que sus ideas –con la ayuda de aquella nueva arma que era la imprenta– prendieron en la imaginación de todo un pueblo.

No queremos decir con esto que los fenómenos sociales que se daban en Alemania (anticlericalismo, nacionalismo, odio al papa extranjero, descontento social, ambiciones políticas, crisis intelectual y espiritual) constituyan las «causas» ni de la Reforma ni de Lutero. Había inquietud y desorden en Alemania, pero aquel desorden hubiera podido tomar cualquier otro rumbo. No estamos hablando de causas y efectos, sino del desenvolvimiento del destino de los hombres en el marco de las condiciones de su tiempo y bajo el impacto de personalidades concretas.

Si las circunstancias sociales de Alemania ayudaron a Lutero, no menos le favoreció el fracaso de los dos supuestos líderes de la cristiandad en impedirle romper la presunta unidad de la iglesia, que nunca había sido auténticamente real, ni siquiera en la Edad Media.

Desgraciadamente para la iglesia, la mano dura, que era el método sancionado por la tradición y que los enemigos de Lutero pedían, solo sirvió para poner las cosas peor. La obstinación de Lutero y una serie de circunstancias que a manera de muralla se interpusieron entre el hereje y la hoguera que había sido el destino de Rus, hicieron que la tremenda fuerza de la condena de la iglesia no sirviera más que para provocar una reacción más tremenda aún. En cuanto al emperador, hasta la última parte del año 1520 no se presentó en Alemania el nuevo titular de la corona imperial, y fue entonces cuando se vio frente al problema creado por Lutero. Los críticos años de 1518 a 1520 habían sido prácticamente un interregno. Todos estaban deseando que el gobierno imperial se reanudase; todos, menos Lutero, claro está.

El texto de esta entrada son fragmentos de: “La Europa de la Reforma. 1517-1559”

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *