El debate que cada cierto tiempo reaparece a propósito de la presencia de la filosofía en los programas e instituciones educativas es una circunstancia que permite pensar de nuevo las cuestiones relacionadas con la influencia, con la crisis y con el valor de esta disciplina. No pretendo anular por completo la especificidad de la filosofía, pero creo que los argumentos que pueden esgrimirse para defender su presencia en la educación secundaria o en la universidad sirven también para la literatura, para la poesía o para las llamadas «Humanidades».
Considero que la educación no debe orientarse completamente a la realidad laboral, creo erróneo configurar los programas educativos pensando únicamente en la empleabilidad, en las destrezas y habilidades que presuntamente demanda el mercado en un momento determinado. El aprendizaje de los conocimientos técnicos concretos que se precisan para la mayoría de puestos de trabajo no requieren de años de enseñanza reglada y, además, el entorno laboral cambia a una velocidad que el sistema educativo nunca podrá asumir. Creo que la educación debe proporcionar herramientas que permitan seguir aprendiendo toda la vida y que debe procurar formar individuos con criterio propio. Es en este punto donde entran en juego materias como la filosofía o la literatura.
Entre las consideraciones que se suelen aducir para defender la presencia de estas asignaturas –que claramente no poseen una «traducción directa» en habilidades reconocidas por el mercado– aparece aquello de que contribuyen a fomentar el pensamiento crítico, a formar ciudadanos más libres o más proclives a la democracia y a otros valores presuntamente arraigados en nuestras sociedades. Los ingleses tienen un refrán que dice «puedes acercar un caballo al agua, pero no puedes obligarle a beber» (You can lead a horse to water, but you can’t make it drink) que me parece muy oportuno para discutir esta cuestión.
En el caso de que la filosofía (o la literatura, o la poesía o el latín y el griego) ejemplificasen esos supuestos valores no garantizarían su transmisión a los estudiantes. Pero es que creo que, además, ni la filosofía ni las humanidades constituyen un repertorio de virtudes cívicas. Por ejemplo, no hay demasiada relación entre las figuras relevantes desde el punto de vista de la historia de la filosofía y las formas de gobierno reguladas por procedimientos democráticos (de hecho, si buscamos esa relación seguramente no sea precisamente favorable a la democracia), por no hablar de la literatura, que está repleta de personajes y conductas claramente antisociales.
Determinadas formas de entender la ética o la controvertida materia de «Educación para la Ciudadanía» sí pueden entenderse como la presentación de modelos conductuales «virtuosos» –pero también hay que señalar que muchos profesores de filosofía no se reconocen ni quieren reconocerse como integrantes de una disciplina que coopere en la formación de algo parecido a buenos ciudadanos–, pero, aunque así fuese, la exposición a ciertos valores, a comportamientos ejemplares, no asegura su incorporación.
La clave no está en el contenido sino en el uso. En efecto, lo relevante no es tanto lo que determinados textos filosóficos o literarios presenten –que, como hemos visto, a menudo puede tener un carácter marcadamente antisocial–, cuanto lo que se haga con ellos en clase: es la interpretación, la crítica o la discusión que el profesor promueva lo que puede vincularlos con cuestiones del presente y, en su caso, relacionarlos con aspectos socialmente deseables. Estamos viendo que esa mediación tampoco supone una garantía, pero renunciar a ella sería, en cierto modo, renunciar a la idea misma de educación; lo que sin duda conviene rebatir es el sofisma según el cual las personas que leen más filosofía o más literatura automáticamente se convierten en mejores personas: el nivel cultural no guarda relación con la rectitud moral.
Considero, en fin, que el argumento para defender que la filosofía y la literatura sigan presentes en la educación no puede ser el de su presunta vinculación directa con valores estimables por la sociedad. Creo que son herramientas discursivas que a determinadas personas pueden hacerlas sentir menos solas (al descubrirles que determinadas inquietudes que creían exclusivas se les han presentado a otros a lo largo de la historia) y que, sobre todo, permiten articular la experiencia con más intensidad: aumentan el repertorio léxico, presentan usos del lenguaje distintos de los habituales, ponen en contacto con otras circunstancias, en cierto modo posibilitan vivir más.
Desde el punto de vista disciplinar, la filosofía, la literatura o las humanidades se rigen por una lógica distinta de la mercantil, las leyes que regulan su funcionamiento no son las de la pura utilidad ni, por cierto, tampoco las de los procedimientos democráticos: el canon de lecturas es algo que va modificándose con el tiempo y se genera conforme a dinámicas que tienen más que ver con cuestiones de centro y periferia, con su eficacia simbólica y con distintas formas de autoridad e influencia.
Vistas así las cosas, pienso que es más exacto contemplar la filosofía y la literatura en el seno de la educación como laboratorios, como territorios en los que se está en contacto con algo distinto y extraño, como campos de pruebas en los que se asiste a ensayos y experimentos con otras leyes que tal vez en el futuro acaben encontrando su traducción en algo útil (para la sociedad o para el mercado) o tal vez no, pero que constituyen un modo eficacísimo de viajar en el tiempo, de contemplar mundos posibles y virtuales, de alimentar la imaginación. Es en este sentido como podríamos considerar que contribuyen a hacer ciudadanos más libres.
A lo que más se parece la filosofía y la literatura es a una cápsula del tiempo, a esos cofres en los que una civilización guarda información útil, objetos valiosos y representativos pensando en el futuro, a esa especie de caja fuerte en la que se deposita una muestra de todo aquello que se considera estimable y se entierra a buen recaudo con la esperanza de que sobreviva a cualquier amenaza que aniquile todo lo demás, o se la envía al espacio exterior por si hubiese vida extraterrestre inteligente.
Pienso que tomarnos la filosofía y la literatura como un mensaje cifrado que alguien envió al futuro, como un conjunto de fragmentos que durante mucho tiempo se consideraron muy valiosos, proporciona argumentos más fidedignos para su defensa: seamos cautos antes de deshacernos por completo de algo que otras épocas consideraron admirable (y que, por lo demás, tampoco parece demasiado peligroso). (Soy consciente de que el «argumento histórico» no es la operación retórica más acreditada y que incluso tiene algo de «antifilosófico», pero lo considero más honesto dada la naturaleza de la materia).
Decíamos que la filosofía y la literatura son formas de relacionarse con la realidad mediante el lenguaje que no buscan prioritariamente intervenir en ella sino, en el caso de la filosofía, ofrecer algo parecido a un modelo o, en el caso de la literatura, producir imágenes (casos, tramas, argumentos, personajes, situaciones) verosímiles, susceptibles de pertenecer a esa realidad y que además susciten interés. Si esto es así –con las precisiones establecidas respecto a las intersecciones entre ambas, a la permeabilidad existente entre los dos géneros–, su presencia en los programas educativos, el hecho de asistir a la sucesión de propuestas ontológicometafísicas que caracteriza la historia de la filosofía o el ser consciente de los distintos modos de representar la realidad (variantes de tramas y motivos, de estilo, de tono, de voz narrativa, etcétera) propias de la literatura, sí podría fomentar algo parecido a un pensamiento más creativo o más crítico, algo que, de nuevo, recoge bien una expresión inglesa: «pensar fuera de la caja» (thinking out of the box), plantearse alguna vez las reglas y la definición del juego al que se está jugando.
David Sánchez Usanos
El texto de esta entrada es un fragmento del libro “A tres versos del final. Filosofía y literatura” de David Sánchez Usanos, profesor de filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid y de teoría en SUR-Escuela de Profesiones Artísticas.
A tres versos del final. Filosofía y literatura
A tres versos del final es un diagnóstico personal sobre el estado actual de la filosofía y de la literatura: ambas son formas de articular la experiencia que muestran signos de agotamiento, que parecen haber llegado a una especie de callejón sin salida. Este libro plantea una serie de consideraciones a propósito de ese momento tardío o crepuscular que atraviesan estas disciplinas a partir de tres estudios de caso: Nietzsche, Kafka y Hemingway. El análisis de estos tres autores los toma como elementos valiosos en sí mismos, pero también como representantes o síntomas de las posibilidades de la filosofía y de la literatura, de su autoconciencia y de su particular cancelación. En este sentido, en estas páginas también aparecen referencias a Aristóteles, Marx, Freud, la beat generation o David Foster Wallace, se proponen conexiones con otras formas culturales y se reflexiona acerca del papel del intelectual público, de las humanidades y de la educación en nuestro presente.