El contrato social. Jean-Jacques Rousseau

Jean-Jacques Rousseau Nació en Ginebra (Suiza), hijo de un ciudadano libre con derecho a voto en el municipio. Nunca dejó de venerar las instituciones liberales de su ciudad. Heredó una gran biblioteca y su afición a leer fue inmensa, aunque no recibió educación formal. A los 15 años, al conocer a la noble Françoise-Louise de Warens, se convirtió al catolicismo, tuvo que exiliarse de Ginebra y su padre le desheredó.

Comenzó a estudiar seriamente pasados los 20 años de edad, y fue secretario del embajador en Venecia en 1743. Poco después viajó a París, donde consiguió celebridad como ensayista controvertido. Cuando sus libros fueron prohibidos en Francia y Ginebra, visitó brevemente Londres, pero pronto regresó a Francia, donde pasó el resto de su vida.

El contrato social

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El contrato social es un libro emblemático en la historia del pensamiento político occidental, un libro impulsor de revoluciones –la de 1789– y de revolucionarios –de Robespierre a Simón Bolívar y Fidel Castro–, una obra a contracorriente que ensalza, en el contexto de la Europa de las monarquías absolutas, la democracia directa de las repúblicas de la Antigüedad en las que el pueblo, reunido en asamblea, legislaba.

El texto, malentendido con frecuencia, lejos de encarnar los grandes principios de la democracia moderna, como se ha dicho, reniega de ellos, tanto del sistema representativo implantado en Inglaterra a raíz de la Revolución Gloriosa de 1688, como de los derechos individuales o la división de poderes auspiciada por Locke y Montesquieu. Heredero del republicanismo de Maquiavelo, Rousseau somete al individuo a la colectividad en donde cada individuo cede parte de su independencia y la somete a la dirección suprema de una voluntad general más justa que mira por el interés común, por el interés social de la comunidad, por la utilidad pública. De esa voluntad general emana la única y legítima autoridad del Estado.

Guía para leer El contrato social

María José Villaverde Rico

Las primeras obras de Rousseau de contenido político están estrechamente entrelazadas, de tal modo que El contrato social es la continuación del Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres y este es, a su vez, la continuación del Discurso sobre las ciencias y las letras (de contenido esencialmente ético) y del prólogo a la ópera Narciso. Asimismo al final de Emilio figura un breve resumen de El contrato social. Por otra parte, sus últimas obras políticas, el Proyecto de Constitución para Córcega y las Consideraciones sobre el gobierno de Polonia constituyen un intento de aplicar el modelo de El contrato social a la realidad. En consecuencia, no sólo no existe antagonismo entre estos diferentes escritos que configuran, junto con el Discurso sobre la economía política y los Escritos sobre el abate de Saint-Pierre, lo esencial de su obra política, sino que hay una fuerte conexión entre todos ellos. Sin duda, el de contenido más amplio es Emilio, que presenta una panorámica completa de la visión del mundo de Rousseau, tanto en el terreno científico como ético, religioso, filosófico, educativo e incluso político.

El contrato social se inicia en el mismo marco en que concluye el Discurso sobre el origen de la desigualdad. La degeneración social ha alcanzado su cénit y los hombres están a punto de autodestruirse. El pacto social que ha tenido lugar en algún momento de la historia trata de poner remedio a esa situación insostenible. Pero lo único que hace es perpetuar el conflicto y la desigualdad. Así las cosas, Rousseau imagina en El contrato social cómo debería de haberse realizado el pacto para que, en vez de legitimar el caos y la injusticia social, hubiese conducido a la instauración de una sociedad pacífica y justa. Cambia, pues, de registro, pasando del plano real, histórico, del Discurso al ideal, hipotético, del Contrato.

El planteamiento inicial es el mismo que encontramos en los grandes tratados de los autores Liberales, como el Leviatán de Hobbes o el Ensayo sobre el gobierno civil de Locke. Se trata de averiguar por qué existe el poder político y qué hace legítima la sumisión política.

La obra da comienzo en el libro I, capítulo I, con un cierto clímax dramático: el hombre ha nacido libre y en todas partes se halla encadenado. Todo el contenido del escrito trata de explicar esa contradicción. En el capítulo VI, Rousseau describe la situación en que se encontraban los hombres en el estado de naturaleza. Lo hace brevemente, pues ya lo ha desarrollado extensamente en el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. Ese Discurso describe el proceso de degeneración del género humano desde los albores de la humanidad, cuando los hombres, sin sociedad, sin trabajo, sin necesidad de reglas morales, eran felices y no tenían conciencia de la muerte, hasta que el despliegue de todas sus potencialidades genera progreso e infelicidad. El contrato social retoma, pues, el final del Discurso sobre el origen de la desigualdad y se sitúa en el momento en que los hombres están al borde de la autodestrucción. Es el estado de guerra de todos contra todos que tanto Hobbes como Locke habían descrito ampliamente en sus obras citadas. Este capítulo VI del libro I hay que leerlo, pues, a la luz del capítulo XIII del Leviatán y del capítulo II del Ensayo sobre el gobierno civil, todos ellos dedicados a describir el estado de naturaleza, si se quieren captar las similitudes y diferencias entre los tres autores.

En los capítulos I, II, IV y VII del libro II, Rousseau nos define cómo es la sociedad política que surge del pacto. Se trata de una sociedad absoluta a la que cada individuo, al pactar, cede todos sus derechos. En los capítulos IV y V niega los derechos de reunión y de asociación así como el derecho a la vida, derechos que habían sido reconocidos por Locke y que, desde entonces, constituyen uno de los fundamentos del liberalismo democrático. A estos capítulos habría que añadir el VIII del libro IV, que hace referencia a la religión. Rousseau excluye de su sociedad ideal a los católicos (o papistas, como los llama) y a los ateos y exige, para ser miembro de dicha sociedad, que los ciudadanos refrenden, bajo pena de destierro o de muerte, una serie de dogmas como la creencia en Dios, la existencia de la vida ultraterrena, la santidad del contrato social, etcétera.

Junto con el no reconocimiento de los derechos individuales al que me acabo de referir, hay que destacar asimismo su rechazo de la división de poderes (libro II, capítulo II), del sistema representativo (libro III, capítulo XV), así como la descripción del sistema asambleario que constituye su alternativa política (libro III, capítulos XII y XIII). Capítulos todos ellos esenciales para comprender cómo El contrato social se sitúa en las antípodas del sistema político liberal, por su rechazo de sus tres grandes pilares: derechos del individuo, sistema representativo y división de poderes. El capítulo XI del libro II muestra su moderación ante el tema de la igualdad –deja claro que no se trata de reivindicar una igualdad absoluta– y cómo su ideal político consiste en una sociedad de pequeños propietarios, todos ellos poseedores de un bien que les garantice la subsistencia y la independencia. Es manifiesto que Rousseau no es ningún colectivista y su desprecio hacia el populacho que aparece en las Cartas escritas desde la montaña queda patente también, junto con su desconfianza en el pueblo, al final de los capítulos VI y VII del libro II. Finalmente, en el capítulo X del libro II detalla los rasgos necesarios para que un pueblo pueda adoptar su sistema. Estas son, en esencia, las grandes líneas de El contrato social.

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