Desafío no es un libro sobre lo que nos está pasando, sino para que evitemos lo que nos podría pasar. Desde que la pandemia se enseñoreó del mundo, la incertidumbre se ha adueñado de nuestras vidas. La única certeza que tenemos es que nada volverá a ser como antes. Durante el largo confinamiento tratamos de buscar una normalidad que dé sentido a nuestro día a día; se nos anima (nos animamos) a leer, hacer deporte, cocinar, aplaudir, ver (mejor, consumir) series…, pero, curiosamente, parece que el pensar ha quedado al margen.
Creímos que podíamos vivir, si éramos parte del contingente de privilegiados, en un invernadero. Protegidos de la intemperie climática, del calentamiento global, de la miseria creciente, de la violencia y de las pestes que diezmaban a los pobres y hambrientos del mundo. El invernadero se rompió en mil pedazos no por la fuerza de una humanidad en estado de rebeldía sino por la llegada de organismos infinitesimales e invisibles capaces de penetrar por todos los intersticios de una sociedad desarmada y desarticulada que hace un tiempo decidió vivir bajo el signo de «sálvese quien pueda». El virus nos recordó de modo brutal que esa es, también, una quimera insolente, otra fantasía de un sistema aniquilador.
Porque el neoliberalismo, y no nos cansaremos de decirlo, es mucho más que la financiarización del capitalismo, su momento zombi en el que ha puesto el piloto automático que nos lleva directamente hacia la consumación de la catástrofe; el neoliberalismo se ha sostenido y expandido gracias a una profunda y colosal captura de las subjetividades. Valores, formas de la sensibilidad, prácticas sociales, costumbres, sentido común han sido atravesados y reescritos por la economización de todas las esferas de la vida. Y es en el interior de una sociedad fragmentada y desocializada por donde se cuela, a una velocidad vertiginosa que nos deja impávidos, la potencia del virus y su capacidad para infectar nuestras vidas. Enfrentados a un retorno de lo real monstruoso, cuando las certezas colapsan y los imaginarios dominantes ya no sirven para apaciguar nuestra angustia, es cuando nos vemos impelidos a construir viejas y nuevas prácticas que habían sido desplazadas por un sistema de la hipertrofia competitiva e individualista: reconstruir lo común, el ámbito de la sociabilidad solidaria y del reconocimiento. Revitalizar la dimensión de lo público y del Estado como garantes de un principio genuino de igualdad democrática, y expropiarle a la insaciabilidad del capitalismo neoliberal el derecho a la salud pública, gratuita y de calidad. Aprender, a su vez, de esta pandemia que nos muestra los límites de un orden económico y tecnológico que no sólo profundiza las desigualdades, sino que también ha generado las condiciones para la degradación cada día más inexorable de nuestra casa que es la Tierra. Un virus que nos pone a prueba como sociedad y como seres humanos que necesitamos reaprender a cuidarnos y cuidar la vida que nos rodea y que nos permita seguir soñando un futuro.
Ricardo Forster
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La visibilización de la clase trabajadora es también la visibilización de nuestras contradicciones. Esta crisis está dejando al descubierto la moral de esclavo de algunos, pero también la hegemonía que el discurso empresarial tiene en nuestros medios. Una lógica que se presenta como universal cuando responde solamente a los intereses de una de las partes y, dentro de esa parte, a un segmento minoritario de ella, porque entre las empresas también hay diferencias sustanciales. La equiparación de la realidad e intereses de pequeñas y medianas empresas con los de las grandes empresas pertenecientes al IBEX-35 es una de las estrategias en las que se sostiene esta lectura unívoca de cómo salir de la crisis económica en la que se ha montado el coronavirus. Una manipulación interesada que nos presenta a los trabajadores autónomos –muchos de ellos falsos autónomos, otros autoexplotados y precarios que dependen de los ingresos del día para subsistir– como empresarios. Su situación se pone encima de la mesa para evitar el debate de fondo sobre esos grandes empresarios que podrían estar haciendo mucho más esfuerzo del que hacen y tapan su codicia mostrándose ofendidos por televisión. No nos referimos a los pequeños empresarios que no tienen más remedio que cerrar temporalmente para garantizar que sus trabajadores cobren. Nos referimos a los listos que se montan en la ola y han optado por minimizar sus costos y cargárselos a otros, sea a sus trabajadores obligándoles a tomarse vacaciones o despidiéndolos, sea al Estado acogiéndose a ERTEs cuando con sus ganancias acumuladas podrían perfectamente asumir el costo salarial de sus trabajadores durante dos o tres meses. Si a una familia trabajadora se le cuestiona que no tenga ahorros para afrontar el descenso de su poder adquisitivo para afrontar estos meses, ¿por qué no se le exige lo mismo, públicamente, a las empresas?
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Mas ya nada volverá a ser como antes. Estamos viviendo un acontecimiento histórico de una magnitud tal que, aunque no podamos comprenderlo ni aprehenderlo por completo todavía, va a tener sin duda un fuerte impacto en la psicología de las masas, un impacto que será a escala global. Esto no significa que salgamos del coronavirus con una respuesta revolucionaria; puede que sea reaccionaria. Pero parece evidente que el coronavirus está resultando una bomba que ha hecho estallar los parámetros de comprensión del mundo… y al propio mundo. Sus jerarquías sociales, asociadas a una determinada escala de valores, están explotando y, con ellas, puede hacerlo también el sistema.
Seamos realistas, soñemos lo imposible, rezaba algún lema de hace décadas. El coronavirus ha llegado para decirnos que muchas de las cosas que nos vendieron como imposibles se pueden hacer si hay voluntad política para ello. Entonces, ¿qué nos impide hacerlo? El poder económico que impone su ley por encima de cualquier consideración humanitaria. Si, ni siquiera en estos tiempos que parecen apocalípticos, quienes mandan en el mundo son capaces de ver a la humanidad en su conjunto como un conglomerado de seres que deberían coexistir en igualdad, armonía y respeto, ¿por qué hemos de verlos a ellos como humanos? Quizá no lo son y es hora de señalarlos en su inhumanidad. En términos evolutivos, son un estorbo para la especie. Porque el coronavirus nos está mandando un mensaje, en luces de neón, pero no queremos verlo: para salvar a la humanidad y al planeta, hay que cuidar a los más débiles, colaborar entre países y vivir más armónicamente con el resto de las especies, animales y vegetales. Y eso pasa por cambiar nuestro modo de producción capitalista sustentado en la explotación del ser humano y la destrucción medioambiental. Ojalá aprendamos la lección: en manos de la clase trabajadora está el rumbo que tomará este cambio de era.
Arantxa Tirado
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Uno de los fenómenos más preocupantes que han ocurrido durante el estado de alarma es el de los abusos policiales, filmados por la ciudadanía desde sus balcones. Agentes de diferentes cuerpos empleando una violencia excesiva en el registro y detención de personas que presuntamente estaban en la vía pública sin poder justificar que estuvieran realizando algunas de las actividades permitidas: ir a comprar productos esenciales, ir o venir del trabajo, del médico, de atender a algún enfermo o pasear fugazmente al perro. El uso excesivo de la violencia por parte de los Cuerpos de Seguridad del Estado, además de ser constitutivo de faltas y delitos, supone la vulneración de derechos fundamentes básicos como la integridad y la vida. Esto siempre alarma, pero la preocupación es mayor cuando se hace en unas circunstancias excepcionales donde parte de las libertades democráticas estás suspendidas y existe una concentración de poder inusual. Sin embargo, lo verdaderamente preocupantes es la connivencia social que estos comportamientos han encontrado en el imaginario colectivo durante la pandemia. Hemos visto vergonzosas escenas donde los vecinos aplaudían y arengaban a los agentes cuando golpeaban a un transeúnte. El mantra «El policía está haciendo su trabajo y bien dao está el guantazo, ese tipo no debería de estar en la calle» ha llenado las tertulias de televisión, radio y redes sociales.
El estado de alarma finalizará, las competencias políticas se desconcentrarán y la ciudadanía recuperará la libertad deambulatoria, pero la idea de que la violencia de las encima de la libertad, será más fácil retroceder en las conquistas democráticas, y supondrá una justificación para que la deriva autoritaria tenga más llano el camino. Tendríamos que poner en cuarentena la idea de que el desarrollo de la historia nos traerá progresivamente un horizonte de mayores libertades de manera automática. Debemos pararnos a pensar que quizá no sea así, que necesitaremos una lucha activa y continua por preservar y conquistar nuevas cotas de emancipación. En contextos como el actual se hace más necesario que nunca desmontar los mitos de que «el guantazo del policía está bien dao».
Pastora Filigrana
El texto y las imágenes de esta entrada son un fragmento de Desafío. El virus no es el único peligro.