No cierres los ojos Akal

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A partir de 1618 las formas tradicionales de trabajo se vieron bajo una repentina presión. En el siglo anterior la economía de Europa había crecido con rapidez. Se habían descubierto nuevos mercados en el extranjero –en Asia, África, Oriente Medio, Rusia y sobre todo América–, pero lo más significativo fue que se produjo un enorme crecimiento de la demanda nacional. No solo era el hecho de que se hubiera duplicado la población , por lo que necesitaba el doble de comida, viviendas y ropa, sino que el número de consumidores ricos también había aumentado drásticamente, especialmente en las ciudades. Al mismo tiempo, se había producido un rápido aumento en la cantidad de metales preciosos y en los instrumentos de crédito, por lo que circulaba más dinero y se reducían los tipos de interés. La República de Génova llegó a bajar el interés de sus bonos hasta menos del 1,5 por 100 en 1604 y, con esas condiciones, siguió encontrando prestamistas durante varios años.

Aprovechándose de que el dinero era tan barato, varias ciudades empezaron a establecer bancos centrales, garantizados y supervisados por el Estado, para recibir depósitos que creaban intereses, transferir dinero entre cuentas y realizar transferencias para los clientes. El banco Rialto abrió en Venecia en 1587 y en una década ya contaba con unos fondos de casi un millón de escudos (aproximadamente 222.000 libras esterlinas). Luego se crearon bancos públicos en Milán (1593), Roma (1605) y Ámsterdam, donde el más poderoso de todos, el Wisselbank (Banco de Cambio), empezó su actividad en 1609. El ayuntamiento de Ámsterdam, que garantizaba los depósitos bancarios, le dio al Wisselbank derecho a acuñar monedas y un monopolio en el cambio de dinero; también decretó que cualquier transferencia de crédito de más de 600 florines (aproximadamente 60 libras esterlinas) únicamente podía pagarse a una cuenta bancaria (lo que prácticamente obligaba a todos los mercaderes a abrir una). Las cuentas no podían quedarse en números rojos, pero no había comisiones de servicio. Los mercaderes holandeses podían contar ahora con una base financiera gratuita y totalmente segura cuyos instrumentos de crédito eran aceptados en casi todo el mundo.

Sin embargo, en otros lugares el crecimiento fue precario. En muchas zonas, las tierras de labranza marginales se empezaron a cultivar por primera (y única) vez desde el siglo XIII, los suburbios crecían lejos de las fuentes de comida de las que dependían y los bancos mercantiles prestaban dinero muy por encima de unos límites prudentes. A medida que la demanda superaba el suministro, subían los precios y los beneficios; pero a medida que aumentaba la población, bajaban los sueldos. En buena parte de Europa este funesto movimiento de tijera llegó a su punto máximo en la última década del siglo XVI, una década de inestabilidad política, de malas cosechas y, al final, de una peste devastadora. El crecimiento de la población se detuvo, el ritmo de la expansión económica se redujo durante un tiempo y muchos bancos mercantiles fracasaron.

Más tarde, en 1618, otra serie de malas cosechas coincidió con la inestabilidad política desatada por la revuelta de Bohemia. Una vez más el precio del pan se puso por las nubes y la demanda de productos manufacturados cayó en picado. La producción textil urbana se hundió en España y en el norte de Italia e incluso la economía de la República holandesa experimentó una recesión después de que, en 1621, se reanudara la guerra contra España. El comercio holandés con la península ibérica, que en los años anteriores había necesitado 400 o 500 barcos, a partir de 1621 solo necesitó unos 20, mientras que de los 150 viajes directos que realizaban anualmente barcos holandeses desde el Báltico hasta el Mediterráneo, ahora solo se hacían 7. Se dispararon las tarifas de flete y los seguros de los barcos holandeses para cualquier ruta, lo cual también produjo graves pérdidas a los corsarios que estaban al servicio de España. Aunque con el tiempo la República superó estos obstáculos y prosperó en otras zonas –en el este de Asia y en Brasil, por ejemplo– los costes económicos de la renovada guerra con España siguieron siendo elevados durante toda la década de los veinte.

En otras partes, especialmente en las zonas donde lucharon los ejércitos, la guerra destruyó no solo la riqueza, sino también a la gente. En la década de los treinta la ciudad católica de Maguncia perdió el 25 por 100 de sus viviendas, el 40 por 100 de su población, y el 60 por 100 de su riqueza, al ser utilizada por los suecos como cuartel general en Alemania. Las ciudades que fueron tomadas por la fuerza sufrieron daños mucho más graves: cuando el ejército católico arrasó Magdeburgo en 1631, mató a unas 25.000 personas –el 85 por 100 de la población– en solo tres días. En la década siguiente, el ducado protestante de Württemberg sufrió unos daños estimados en 24 millones de táleros (unos 5 millones de libras esterlinas) y perdió tres cuartas partes de su población cuando lo ocuparon las fuerzas católicas. La Borgoña francesa quedó convertida prácticamente en un desierto después de que la invadiera un ejército imperial en 1636: cuando las fuerzas principales se retiraron, las bandas de guerrilleros mantuvieron las hostilidades y hasta 1643 (cuando se acordó una tregua local) no hay prácticamente información, es como si la provincia hubiera dejado de existir.

El coste humano de tales desastres es casi imposible de describir. Johann Valentin Andreä, un pastor y filósofo luterano del sur de Alemania, en 1639 escribió apesadumbrado que de los 1.046 comulgantes que tenía hace una década, apenas quedaba un tercio: «Solo en los últimos cinco años, 518 de ellos han muerto por varias desgracias. Tengo que llorar por ellos», continuaba amargamente, «porque yo sigo aquí tan impotente y solo. De todas las personas que he conocido en mi vida apenas sobreviven quince con las que pueda decir que tengo algún asomo de amistad». En 1647 otros ocho años de guerra habían hecho que la situación de la mayoría de los supervivientes fuera aún más desesperada; fue entonces cuando un campesino suabo escribió: «En todas partes hay envidia, odio y avaricia… vivimos como animales, comiendo corteza y hierba. Nadie podía haber imaginado que algo como esto iba a pasarnos. Mucha gente dice que no hay Dios».

La Guerra de los Treinta Años lanzó otra maldición sobre la gente de Europa central: la devaluación de la moneda, que produjo una desastrosa inflación. En Bohemia las monedas del reino perdieron alrededor del 90 por 100 de su valor entre 1621 y 1623. Una década después, el escritor checo Pavel Stránský aún recordaba el Kipper und Wipperzeit (la era «balancín») como la más traumática de su vida. «Ni la peste, ni la guerra, ni las incursiones extranjeras hostiles en nuestra tierra, ni el saqueo, ni el fuego, por atroces que fueran, podían hacer tanto daño a la gente de bien como los frecuentes cambios y reducciones en el valor del dinero», escribió. La devaluación pronto se extendió por Alemania. En la ciudad de Nördlingen en Suabia, a partir de 1621, los tesoreros eran incapaces de calcular totales de ingresos y gastos urbanos: se limitaban a anotar las cantidades individualmente e intentaban mantener tantas monedas de plata en sus cofres como podían.

La recesión de 1618-1623 no afectó a todas partes de Europa por igual. A medida que la economía del continente en el siglo XVI fue creciendo, también empezó a polarizarse. Algunas zonas se concentraron en la producción de materias primas y en procesos industriales poco avanzados, basados en el trabajo intensivo; mientras que otras zonas intentaban monopolizar industrias más sofisticadas, que requerían una gran inversión de capital y, por lo general, eran más rentables. Dentro del primer grupo se encontraban los países de la llanura del norte de Europa, donde había pocas ciudades; el segundo grupo lo formaban principalmente Italia y los Países Bajos. Por supuesto, el contraste no era absoluto –en la República holandesa también había zonas donde predominaban las actividades tradicionales, como Drenthe y Overijssel; y en las tierras del sur del Báltico había zonas económicamente avanzadas (sobre todo alrededor de Danzig)– pero, en general, la división económica era clarísima.

Los estados más ricos usaron la fuerza para mantener esta división, ya que durante el siglo XVII no se solían obtener beneficios si no se tenía poder. La primacía económica de la República holandesa habría sido imposible sin una armada fuerte y agresiva con la que mantener a raya a sus enemigos y mantener la paz cuando las hostilidades amenazaban el comercio. En 1645 una escuadra holandesa entró en el Sund para sacar partido de la derrota de Suecia sobre Dinamarca, exigiendo reducciones en los derechos que pagaban los barcos holandeses para comerciar con el Báltico. En aguas no europeas, los barcos holandeses intervenían con igual determinación para controlar el comercio, destruir la competencia y maximizar los beneficios. Esto lo expresó Jan Pieterszoon Coen, gobernador general de las Indias Orientales Holandesas, en 1614 con un aforismo:

El comercio en Asia ha de llevarse y mantenerse con la protección y la ayuda de nuestras armas y los beneficios obtenidos por el comercio son los que deben permitirnos blandir estas armas. De modo que el comercio no puede mantenerse sin la guerra, ni la guerra sin el comercio.

Al igual que Coen, la mayoría de los observadores veían el comercio como un juego en el que no se suma nada, en el que un país o conjunto de países solo podía expandirse irrumpiendo en mercados que antes llevaban otros países. Según un economista inglés: «Solo hay una cierta cantidad de comercio en el mundo y», añadía con amargura, «Holanda posee la mayor parte».

Para cambiar esta situación la mayoría de los gobiernos europeos concibieron una serie de políticas proteccionistas –a las que luego se llamó «mercantilismo»– para proteger la producción local de la competencia extranjera, al tiempo que intentaban introducir sus productos en los mercados extranjeros. Algunos gobernantes también adoptaron objetivos mercantilistas con fines políticos. Por ejemplo, Cristián IV de Dinamarca (1588-1648) llevó a cabo políticas económicas agresivas: especuló con tierras en el norte de Alemania, hizo préstamos con interés a hombres de negocios y terratenientes, aumentó los peajes a los barcos que pasaban por el Sund danés y explotó Laponia. Él afirmaba que esas innovaciones «nos honran y no perjudican (Dios no lo quiera) a los mercaderes»; pero su verdadero objetivo era acumular una fortuna personal para poder llevar a cabo sus planes, y esto lo logró. Incluso después de realizar préstamos irrecuperables de 1,3 millones de táleros a sus aliados alemanes, en 1625 todavía disponía de una reserva de dinero de 1,5 millones de táleros (312.000 libras esterlinas), suficiente como para poder entrar en la Guerra de los Treinta Años para salvar la «causa protestante» aunque su consejo se opusiera a ello. Cristián IV, como Jan Pieterszoon Coen, consideraba que las ganancias económicas eran la base indispensable del poder.

El texto de esta entrada es un fragmento del libro “Europa en crisis, 1598-1648”  de Geoffrey Parker

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