
Maria Callas recibe el aplauso del público del Liceu. Barcelona, 5 de mayo de 1959.
Nota a la edición española
Tom Volf
Estoy encantado de ver esta edición publicada en español. Después de todo, existe una estrecha relación entre Maria Callas y España. Comenzando por el hecho de que su profesora, Elvira de Hidalgo –no solo mentora en su adolescencia y a lo largo de toda su vida, sino también la persona más cercana a ella, pues fue para Maria una especie de segunda madre, como atestigua la correspondencia recogida en este libro–, era aragonesa de origen.
También hay otras conexiones, motivadas por las giras de conciertos que la llevaron a visitar con asiduidad España, donde realizó algunas representaciones significativas como, por ejemplo, la del concierto que ofreció en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona en 1959 (al que, además, asistió De Hidalgo).
También su actuación en Madrid ese mismo año, donde después del concierto acudió, con su amiga Elsa Maxwell, a una fiesta en el estudio de Antonio Ruiz (conocido artísticamente como Antonio el Bailarín).
Más adelante, en la década de 1960, visitaría España de vacaciones, viajando a bordo del Christina con Onassis. Una de sus visitas más recordadas fue a Mallorca, en compañía de la princesa Grace y el príncipe Rainiero de Mónaco. A principios de los años setenta volverá a España una vez más, en esta ocasión a Sotogrande (Cádiz), donde visitó a los Moore, íntimos amigos, en su residencia. Se conservan fotos de ella bañándose al sol en la villa y pasando el día en un campo de golf junto a Giuseppe Di Stefano. Estas imágenes la muestran relajada y alegre.
Maria Callas realizará una última visita a Madrid en 1973, con motivo de su gira de despedida de los escenarios junto a Di Stefano. A esta memorable actuación asistieron la princesa Sofía de Grecia y Elizabeth Taylor, y se conservan asimismo numerosas fotografías tomadas entre bastidores después de la actuación.

Maria Callas y Giuseppe Di Stefano conversan animadamente con Sofía de Grecia, entonces
princesa de España, tras el concierto ofrecido en Madrid el 20 de noviembre de 1973
(fotografía publicada en ABC Sevilla el 22 de noviembre de 1973).
El lector podrá así, siguiendo el recorrido cronológico de la vida de Maria Callas trazado por estas cartas y memorias inacabadas, rememorar aquellas épocas y episodios que vinculan a la Callas con España y sentir sus escritos, quizá, aún más cercanos, al tiempo que descubre la vida de una mujer sencilla con un destino extraordinario.
INTRODUCCIÓN
París, 1 de junio de 2019
Querida Madame Callas, querida Maria,
Le escribo por vez primera y, sin embargo, hace ahora más de cinco años que me embarqué, a su lado, en este viaje inesperado que puso mi vida patas arriba. Cinco años que viajo por el mundo siguiendo sus pasos y conociendo a sus seres queridos, al menos a quienes todavía están entre nosotros, pues otros se han reencontrado ya con usted en el cielo, como nuestro querido Georges Prêtre o la leal Bruna. Todos estos encuentros me han llevado, inspirado y nutrido en esta «misión» cuyo objetivo siempre ha sido conocer la verdad sobre usted, para mostrarla de una manera auténtica, lejos de chismes y clichés, a fin de honrar su nombre, servir a su memoria y al arte, para seguir dándoles vida y transmitirlos a nuevas generaciones. He puesto mi corazón y mi alma en esta tarea, del mismo modo en que usted se consagró a servir a la música y al genio de los compositores que estimaba.
Todo comenzó en Nueva York una noche de enero de 2013. Ese día acababa yo de descubrir el bel canto. Joyce DiDonato cantaba Maria Stuarda en el Metropolitan con una puesta en escena de David McVicar (digno heredero de su Visconti). Entonces fue Donizetti quien me llevó a usted, cuando la escuché esa noche en internet por vez primera, de vuelta a mi pequeña habitación de estudiante, en el aria de la locura de su Lucia, e inmediatamente después con la cruda voz del amor de su Elvira en la primera grabación que nos legó de I Puritani.
Cantaba usted «Il dolce suono mi colpì di sua voce» (El dulce sonido de su voz me llena) y yo estaba hechizado por ese sonido, «Spargi d’amaro pianto» (Derrama lágrimas amargas) y lloraba con usted, «Ah, rendetemi la speme» (Oh, devuélveme la esperanza) y sentía yo ese amor que languidece, «Qui la voce sua soave mi chiamava» (Aquí, su voz dulce me llamaba) y la emoción me invadía. Una especie de emoción que yo nunca había sentido con ninguna música, algo celestial, que hacía vibrar mi alma.
Todavía no sabía por qué la llamaban la Divina. Término que, además, no era de su agrado, porque daba a entender que usted no era humana cuando deseaba tanto que se le reconociera esa humanidad; probablemente fuera porque perdonamos más a los humanos que a los dioses, y se le ha perdonado a usted tan poco… Y, sin embargo, había algo de divino en su canto. Teodoro Celli lo describió, mucho mejor que yo, en ese artículo que usted apreciaba en grado sumo y que añadí, como a usted le hubiera gustado, al final del libro. Aun hoy no sabría decir si fue la emoción de los personajes que encarnó lo que me abrumaba tanto, si es que llegaron a estar vivos al conjuro de su voz o fue la voz de su alma lo que yo sentía.
Joyce DiDonato me diría unos meses después: «Este es un mundo que se abre a ti», y de hecho usted me hizo descubrir todo un universo, mágico y fascinante. Esa noche caí rendido ante el maravilloso mundo al que me transportó, como de súbito enamorado artística, musical y emocionalmente. De Norma, de Violetta, de Leonora y de tantas y tantas heroínas a las que hizo cobrar vida. En una época bastante oscura de mi vida, usted me trajo luz.
Bien pronto comprendí que eso mismo que usted me había regalado se lo había concedido también a muchos otros, de todas las generaciones, culturas y orígenes. Y eso venía sucediendo a lo largo de más de sesenta años. Inicié una correspondencia con John Donald, un veinteañero australiano que había sido, tiempo atrás, muy fan del Hard Rock Metal, llevaba el cabello con rastas por la rodilla y consumía adictivamente ciertas sustancias nocivas, hasta que un buen día tuvo también conocimiento de usted, apenas dos años antes que yo. Al poco se cortó el pelo, dejó de consumir sustancias ilícitas y fue convirtiéndose en uno de los mayores conocedores de las denominadas grabaciones «piratas» que tanto apreciaba usted, las únicas que escuchaba en el crepúsculo de su vida, cuando se las pedía a los propios «piratas» que estaban detrás de estas grabaciones, como Dagoberto Jorge, a quien –según me refirió él mismo– usted hizo que se las llevara al Hotel Plaza de Nueva York, o a la Avenida Georges-Mandel en París. John Donald había pasado horas y días digitalizando los viejos y muy escasos vinilos que, cuarenta años atrás, Dago y sus amigos habían confeccionado de modo tradicional, a fin de ponerlos gratuitamente a disposición de todo el mundo en internet. Yo fui uno de los afortunados que se benefició de la labor de John, quien era capaz de explicar con precisión de orfebre, en correos electrónicos a menudo de varias páginas, los logros concretos en tal o cual velada de La Scala, lo que distinguía unas interpretaciones de un mismo papel de otras, efectuadas con algunos años de diferencia. Enciclopédico conocedor de todo lo que tenga que ver con su arte, John, quien vive a miles de kilómetros de mí (hasta la fecha, jamás hemos tenido ocasión de conocernos en persona), ha sido el «contrabandista» de los conocimientos que me permitieron adentrarme en ese universo. Dijo una vez John: «She’s out of this world, and second to none» («Ella es de otro mundo y no tiene igual»). Y tenía mucha razón.
En cuanto a mí, creo que fue entonces cuando quise también convertirme, de algún modo, en «contrabandista». Para poder transmitir a otros lo que yo había experimentado, ofrecer esta experiencia me pareció el más hermoso regalo, y que lo más gratificante que podía yo hacer sería el compartir su vida y su arte con una nueva generación. Emprendí entonces lo que hoy únicamente concibo como una misión. Dar con los parientes y amigos que usted estimaba fue en sí mismo una carrera de obstáculos, recopilar documentos y archivos perdidos –o celosamente guardados–, recorrer más de una docena de países en pos de fotografías, películas y, por supuesto, de sus cartas; y todo ello al servicio de un proyecto, único y polifacético (una película, una exposición, tres libros y grabaciones inéditas), que colocara su nombre en el centro de todo, porque en seguida entendí que era usted, y solo usted, quien podía hablarnos de una vida tan fuera de lo común. Como dijo en alguna ocasión: «After all I’m the one who’s lived it» («Después de todo, fui yo quien lo vivió»).
Alumbrar este vasto proyecto, en el que nadie creía, no fue tarea fácil. Y es honda la emoción que me embarga ahora que entreveo el final de este largo viaje juntos, del cual este libro representa la culminación. Ha estado usted a mi lado casi omnipresente, y en los momentos más inciertos, ante los muchos obstáculos, siempre había una señal, un pequeño milagro, que me permitía continuar. Esto, y el apoyo constante e incondicional de sus seres queridos, que me dieron el coraje y la fe necesarios, esenciales, para este loco proyecto.
Desde el principio he encarado y perseverado en este trabajo y los proyectos que emanan de él con infinito amor, altruismo y humildad, siguiendo su ejemplo: entregarse a algo mayor que uno mismo. Hoy, estas «obras» ya no me pertenecen. La película Maria by Callas ha viajado a más de cuarenta países, los libros están ya en manos de los lectores. La exposición del mismo nombre fue como un mandala tibetano, cuyos miles de granos de arena de todos los colores son meticulosamente ensamblados, y el dibujo que forman perdura durante un instante, para ser luego borrado de un soplo sublime y efímero. Todo esto no entiende de beneficios ni de crédito, excepto el de haber sido el «humilde servidor del genio», como canta la melodía de Adriana Lecouvreur, y, si conoce el éxito, obviamente es de usted, ante todo y sobre todo. Si con mi trabajo y tesón he podido llevar una piedrecita para alzar el edificio, ya estoy más que satisfecho. Hemos creado una institución en su nombre, en París, su amada ciudad, con quienes fueron sus seres más cercanos y queridos. El Fonds de Dotation Maria Callas llevará adelante la misión iniciada. La mía concluye ya con esta obra, que creo haber llevado lo mejor que pude a buen puerto, siempre con la voluntad de hacer las cosas como a usted le gustaría que fueran, con honestidad y respeto.
Fue con esto en mi mente como emprendí la última etapa de mi viaje reuniendo, traduciendo y anotando todos los escritos suyos que me han llegado, no sin padecimiento a veces, durante estos cinco años. Fue para mí una especie de apoteosis, una inmersión en su intimidad, así como un descubrimiento, con sorpresa debo decir, de cosas que no había comprendido cabalmente hasta ahora. Yo tengo, tenía, la impresión de tocar, a través de estas cartas, la parte más profunda de su alma y entender mejor de dónde viene su canto. Claro, nunca podemos decir que esta «correspondencia» es todo lo que escribió usted, pero creo poder decir que es este un relato en primera persona verdaderamente completo de la mayor parte de su vida. Por eso decidí no dejar casi nada fuera. Porque me parecía que hasta la carta por momentos más anodina encerraba algo de revelador. Depende de nosotros leer entre líneas. He pretendido, pues, reproducir sus escritos por extenso, con el fin de no traicionar nada de sus palabras y ofrecer al lector una autenticidad absoluta. He intentado añadir notas para guiar, en la medida de lo posible, el relato y poder seguirlo, seguirla a usted, paso a paso. Concebir y moldear esta obra ha sido, al igual que sucedió con la película, como montar un gigantesco rompecabezas a partir de archivos y documentos, procedentes de las cuatro esquinas del globo, guardados en cajas de cartón, en sótanos, áticos –fragmentos milagrosamente conservados por familiares, amigos o admiradores, que me los han confiado a medida que avanzaba esta misión–. Y es un verdadero privilegio poder transmitir todo esto a su público, a sus lectores, quienes podrán finalmente conocerla cual realmente fue, como artista pero, sobre todo, como mujer. Usted dejó dicho: «Hay dos personas en mí, Maria y la Callas, con las que debo estar a la altura. Pero si realmente se me escucha, en mi canto se me oye por entero». Pues bien, creo, o al menos así lo espero, que la encontraremos aquí a usted por entero, en unos escritos que permiten, por vez primera, alzar una esquina del velo, dejarnos vislumbrar un poco del misterio, sin robarle nada a la magia. Fanny Ardant, quien con su voz dio vida en mi película a las palabras de usted, me dijo: «Creo que Maria Callas ha sido la artista que más me ha ayudado a vivir». Este es uno de los milagros que usted obra.
Me consta, querida Maria, que había pedido ayuda a varios amigos cercanos para escribir una autobiografía que no vio nunca la luz. A Dorle Soria, en ese fatídico año de 1977, le dijo: «Algún día escribiré mi autobiografía. Me gustaría ser yo quien la escribiera, para aclarar algunas cosas. Se han dicho tantas mentiras sobre mí». Por eso emprendí la labor guiado por esta idea, podría decirse que esta obra es lo más parecido a eso. Y es por ese mismo deseo de autenticidad, justamente, por lo que me puse a traducir sus escritos, alejándome lo menos posible del vocabulario original, de las expresiones particulares que emplea usted, las cuales, incluso cuando parecen desmañadas, son tan reveladoras de su personalidad y de sus sentimientos.
- Este extracto pertenece a ‘Cartas y memorias’