No cierres los ojos Akal
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Barricada de la Plaza Blanche, defendida por mujeres.

«Ellas también sabrán dar como sus hermanos su sangre y su vida por la defensa y el triunfo de la Comuna.» (Comité Central de la Unión de Mujeres para la Defensa de París y el Cuidado a los Heridos)

«Si la nación francesa estuviera formada sólo por mujeres, qué terrible nación sería». Con estas palabras se refería el corresponsal del diario Times a las comuneras que abarrotaban las calles de París en marzo de 1871. «Cometimos una gran equivocación al permitir que esta gente se acercase a nuestros soldados, porque se mezclaron con ellos y las mujeres y los niños les dijeron: «No abráis fuego sobre la gente», comentaba un general tras la insurrección que daría inicio a los sesenta días de gobierno popular que conocemos como Comuna de París. Fueron las mujeres las que pusieron sus cuerpos frente a las armas de los soldados que Thiers, presidente provisional de la Tercera República Francesa, había enviado a París para arrebatar a la Guardia Nacional los cañones comprados con dinero del pueblo para defenderse frente de la invasión prusiana ¿De verdad queréis matar a nuestros maridos, hermanos e hijos?, les preguntaban a los soldados, que finalmente se amotinaron contra sus propios generales poniéndose del lado del pueblo.

Las mujeres estuvieron en las barricadas, en los hospitales y en las redacciones de los periódicos. Reclamaron su papel en la defensa de la ciudad y se definieron como comuneras feroces. Los Clubes de Patriotas Femeninas llamaban a las armas asegurando que «los hombres son cobardes; dicen que son los reyes de la creación, pero son imbéciles». A principios de abril un «grupo de ciudadanas» lanzaban un llamamiento a las mujeres de París:

«Nuestros enemigos son los privilegiados del orden social actual, todos los que han vivido siempre de nuestros sudores y han engordado a costa de nuestra miseria. El momento decisivo ha llegado. Hay que deshacerse del viejo mundo. ¡Queremos ser libres!».

Las mujeres formaron parte de los clubes revolucionarios y constituyeron los suyos propios, entre ellos la Unión de Mujeres para la Defensa de París y el Cuidado de los Heridos, que nació con fines asistenciales pero pronto desarrolló más tareas y entre cuyas fundadoras estaba Louise Michel. El Comité publicaba manifiestos y organizaba reuniones públicas en todos los distritos. En colaboración con la Comisión para el Trabajo la Unión fomentó el empleo de las mujeres, su sindicación y reivindicó un mayor protagonismo de las mujeres en la vida política y social de la Comuna. Aspiraban a «la abolición de todos los privilegios, de todas las explotaciones, la sustitución del reino del capital por el reino del trabajo, en una palabra, la emancipación de los propios trabajadores por sí mismos».

A pesar de sus desacuerdos en el seno de la Primera Internacional, las corrientes marxistas y libertarias participaron activamente en la Comuna y su tentativa de poder proletario, sin bien las interpretaciones que arrojaban eran distintas. Marx analizó los acontecimientos desde la óptica de guerra civil, tratándose de un enfrentamiento entre dos gobiernos y dos ejércitos: el socialista revolucionario y el de Versalles. Por su parte, Bakunin interpretó lo ocurrido como «una revolución contra el propio Estado», en la que el pueblo ocupaba su lugar. Con el tiempo esta última fue también la lectura de Louise Michel.

En su corta existencia la Comuna puso en marcha medidas revolucionarias, algunas especialmente favorables para las mujeres en parte gracias a la presión que ellas mismas ejercían desde diferentes posiciones. Se legalizó la autogestión de las fábricas abandonadas por sus dueños, se declaró la laicidad del Estado, se cancelaron las deudas por impago de alquileres. Además se creó una comisión que tenía como misión crear una escuela femenina que facilitara el acceso de las mujeres a la formación, se crearon guarderías cercanas a las fábricas y, gracias al impulso de la internacionalista rusa Elizabeth Dmitrieff, se inició el debate público en torno a la necesidad de equiparar salarios entre sexos.

Sin embargo, la duración del gobierno insurreccional fue breve y es difícil saber qué habría ocurrido con las demandas feministas si el experimento revolucionario hubiese seguido adelante. La represión fue feroz y también en la semana sangrienta las mujeres tuvieron el protagonismo que habían reclamado. Miles de ellas murieron levantando y defendiendo barricadas, otras vivieron y fueron procesadas. De las 1.051 mujeres juzgadas por su participación en la Comuna, la gran mayoría eran casadas o viudas obreras. Ante la mirada satisfecha de mujeres y hombres de la burguesía, unas 30.000 personas, la mayoría obreras, fueron fusiladas y 40.000 deportadas. Entre estas últimas se encontraba Louise Michel.

Louise Michel (París, 1830-1905)

louise.michelEsta maestra anarquista, feminista y escritora nació en París en 1830. Hija ilegítima de una sirvienta y un terrateniente, militó en la Primera Internacional y defendió la necesidad de las mujeres de emanciparse en la fábrica y en el hogar. Fue una de las figuras más relevantes de la Comuna de París en 1871 como presidenta del Comité de Vigilancia del distrito XVIII y fue la primera en ondear una bandera negra, convertida en símbolo del anarquismo. No pudo ejercer la docencia en la escuela pública por negarse a prestar juramento a Napoleón III, motivo que la impulsaría a fundar varias escuelas libres entre 1852 y 1855. Apasionada por la literatura, publicó varios poemarios, novelas y cancioneros y mantuvo correspondencia con Victor Hugo entre 1850 y 1879. Colaboró como articulista con varias publicaciones obreras, entre ellas Le cri du peuple. Entre sus numerosas obras destacan Défense de Louise Michel (1883), Mémoires (1886) y La Commune (1898). Murió a causa de una pulmonía en 1905.

La Virgen Roja

El compromiso de los hombres con la igualdad se desvaneció cuando, más allá de declaraciones grandilocuentes, estos se vieron en la tesitura de renunciar a sus privilegios; la gran mayoría de ellos no estaban dispuestos a la radical transformación social y personal que exigiría el fin de patriarcado. Por eso «las mujeres debemos simplemente tomar nuestro lugar, sin suplicarlo». Así lo creía Louise Michel, anarquista, feminista, maestra, escritora y poetisa revolucionaria que protagonizó, junto con otras miles de mujeres, el paréntesis de libertad que abrió la Comuna de París. Inquebrantable, defendió hasta el final de sus días la necesidad de una revolución social protagonizada por las clases populares y las mujeres para su propia emancipación. Michel se enfrentó a los prejuicios patriarcales presentes tanto en los sectores más reaccionarios de la sociedad como en el en seno de las corrientes socialistas y libertarias. Muchos anarquistas estaban influidos por las ideas de Proudhon, quien afirmaba que las mujeres eran «amas de casa o rameras», y su lugar estaba en el hogar, lejos de la vida pública. Muchos revolucionarios se escandalizaron viendo a las mujeres levantar barricadas y tomar las armas. A pesar de todo la «Virgen Roja» se convirtió en una leyenda por su desprecio al peligro y su oratoria feroz:

«Hay quien dice que soy valiente. La verdad es que no. No hay heroísmo en ello, sólo alguien que se ve dominada por los acontecimientos».

En el capitalismo no habría emancipación posible para las mujeres obreras. La única forma de abolir sus condiciones de explotación era otorgar a la clase obrera la propiedad y el control sobre los medios de producción. Sólo liberándose como clase podrían las mujeres liberarse como género, y sólo garantizando las condiciones materiales de existencia podía hablarse de igualdad:

«El asunto de los derechos políticos está muerto. Igual educación, iguales trabajos, para que la prostitución no sea la única profesión lucrativa disponible para las mujeres: eso es lo que hace real nuestro programa».

Michel no se definió a sí misma como feminista en un contexto en que la palabra era asociada a un movimiento eminentemente burgués, pero sin duda lo fue. Consciente de que las mujeres eran un colectivo oprimido, sabía que «lo primero que debe cambiar es la relación entre sexos» y que tal cosa sería posible con la autoorganización femenina.

Nunca toleró que los prejuicios patriarcales se impusieran. Durante la Comuna reclutó a prostitutas como conductoras de ambulancias a pesar de la negativa de muchos compañeros que consideraban que «los heridos deben ser cuidados con las manos limpias». Tras intercambiarse por su madre, que había sido apresada como consecuencia de las detenciones tras el gobierno de la Comuna, fue juzgada. «Ya que, según parece, todo corazón que lucha por la libertad sólo tiene derecho a un poco de plomo, exijo mi parte», declaró. Durante sus siete años deportada en Nueva Caledonia exigió ser tratada igual que los hombres detenidos. A diferencia de la mayoría de prisioneros comuneros, aprendió la lengua de los autóctonos (los canacos) y cuando estos se rebelaron en 1878 contra los colonos franceses liderados por el jefe Ataï, Michel se puso del lado de los suyos: las y los oprimidos y los rebeldes. Ella misma declaró que no podía dejar de ponerse del lado de las y los desdichados y contra quienes abusaban de su poder. También cuando el poder era ejercido entre especies:

«Hasta donde puedo recordar, el origen de mi rebelión contra los poderosos fue mi horror por los sufrimientos infligidos a los animales».

Al grito de «¡Larga vida a la Comuna!», «¡Larga vida a la revolución social!», Louise Michel fue recibida por una multitud en la estación de tren de Londres tras la Amnistía que en 1880 permitió el regreso de las y los comuneros a París. Inmediatamente recuperó su labor política, y continuó hasta el fin de sus días entrando y saliendo de la cárcel. Se negó a casarse y reivindicó para las mujeres la necesidad de vivir sin Dios ni amo ni marido. Laica y profundamente crítica con el matrimonio, permaneció siempre firme en sus principios: «La revolución es aterradora, pero su objetivo es ganar la felicidad para la humanidad». Fue la primera en ondear la bandera negra que acabaría convirtiéndose en símbolo del anarquismo. Tan implacable con los poderosos como coherente en su análisis estructural de la injusticia, en 1887 se negó a denunciar al obrero que le disparó durante una conferencia dejándole una bala alojada en la cabeza. En una carta escrita a la esposa del atacante afirmaba Michel que este actuaba sin conocimiento y, por tanto, debía quedar libre. Ella misma le consiguió un abogado. Entre sus apodos estaban «el aliento revolucionario de la Comuna», «la insipiradora» y «la gran druida de la anarquía». Tras una vida entregada a las y los oprimidos, su funeral, celebrado en París en 1905, fue un acontecimiento masivo.

El texto esta entrada es un fragmento del libro Feminismos. La historia.

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