Raquel Vázquez Ramil.
Las mujeres aprendieron a leer, en general, mucho más tarde que los hombres –como demuestran los numerosos estudios sobre alfabetización y analfabetismo– porque la mentalidad tradicional relegaba su educación a la de los varones, y primaba el papel de esposa y madre. Es evidente, por tanto, que las mujeres han partido, históricamente, de una situación desfavorable que aún hoy se mantiene en numerosos países subdesarrollados.
La educación de las mujeres, comenzando por los niveles primarios y siguiendo poco a poco hasta los superiores, ha supuesto una incorporación a hábitos «cultos» como la lectura, pero ¿en qué términos? Volvemos la vista atrás, muy atrás, y encontramos una literatura especialmente dirigida a mujeres –desde obras de buenas costumbres a folletines–, escrita muchas veces por hombres con intención de «edificarlas» y, subsidiariamente, de «entretenerlas».
Emilia Pardo Bazán, escritora de indiscutible talento, denunció con rotundidad las deficiencias culturales de las mujeres de su tiempo, y así, en 1890, se quejaba:
Nunca he entrado en un gabinete o tocador elegante, que mi instinto de observadora y de novelista no me impulsase a registrar el libro que, forrado en rica tela antigua, descansaba sobre el veladorcillo o el canto de la chimenea. De diez veces, nueve era una novela francesa, género azucarado, Ohnet, Feuillet o Cherbuliez; casi nunca un libro místico o histórico, jamás una novela española, porque para el gusto de estos paladares, acostumbrados a bomboncitos franceses servidos en caja de raso, las novelas españolas son ordinarias.
Las mujeres que «sabían» leer, leían obras escritas especialmente para ellas, exóticas, con argumentos imposibles y artificiosas, pocas dedicaban su atención a las novelas de doña Emilia, duras, enmarcadas en la tradición naturalista y criticadas como impropias de una sensibilidad «femenina».
En la Inglaterra del siglo XVIII causaron furor las novelas de Samuel Richardson, Pamela o la virtud recompensada (1740) y, sobre todo, Clarissa, la historia de una joven dama (1747), devoradas con fruición por las heroínas de Jane Austen. En La abadía de Northanger, de esta última, la entusiasta e imaginativa Catherine Morland recibe consejos de lectura de su amiga Isabella Thorpe:
—Te voy a leer los títulos ahora mismo; aquí los tienes, en mi libreta: El castillo de Wolfenbach, Clermont, La misteriosa advertencia, El nigromante del bosque negro, La campana de media noche, El huérfano del Rin y Misterios horripilantes. Con ellos tendremos lectura para rato.
—Sí, de sobra, pero ¿son todos horripilantes? ¿Estás segura de que son horripilantes?…
Partimos así de una tradición de mujeres lectoras de obras dirigidas a ellas y casi siempre escritas por ellas. Jane Austen marca una ruptura con sus guiños irónicos y todavía hoy se mantiene como una de las autoras más leídas, adaptadas, versionadas y «recreadas» de todos los tiempos. Ya en el Romanticismo las hermanas Brontë apuntaban a nuevos horizontes con incipiente rebeldía, si bien sus heroínas sufren lo indecible (Jane Eyre), mueren (Cathy Lynton) o son duras como el pedernal (Agnes Grey). En su ensayo, Un cuarto propio, Virginia Woolf explica la penuria de las escritoras y lo reducido de su mundo:
Debemos aceptar el hecho de que todas esas buenas novelas, Villette, Emma, Wuthering Heights, Middlemarch fueron escritas por mujeres sin otra experiencia vital que la que puede entrar en el hogar de un respetable clérigo; escritas, además, en la sala común de ese hogar respetable y por mujeres tan pobres que no podían comprar más que unos pocos cuadernos a la vez para escribir Wuthering Heights o Jane Eyre.
Ha llovido mucho desde entonces, las mujeres se han incorporado definitivamente al mundo laboral en los países occidentales, tienen capacidad adquisitiva e ingresos propios, y pueden comprar «cultura» (libros, música, películas, revistas…). La limitación de otros tiempos se ha convertido en industria: las mujeres leen más, como demuestra el Barómetro de hábitos de lectura y compra de libros de la Federación del Gremio de Editores de España (en el primer semestre de 2011 el porcentaje de lectores habituales en España era del 53,5 por 100 y el de lectoras del 62,4 por 100). Y volvemos a la vieja historia, ¿qué leen las mujeres? De todo, naturalmente, y con un nuevo género «para nosotras» que se ha ido refinando y adaptando: atrás queda Corin Tellado, con connotaciones sociológicas que rebasan estos renglones, Los buscadores de conchas de Rosamund Pilcher y todas sus secuelas, estamos en el glorioso resurgir de Nancy Mitford y su irónica visión de la sociedad inglesa, ante el triunfo sin precedentes de El tiempo entre costuras de Julia Navarro, el fenómeno de Stephanie Meyer con su serie Crepúsculo, y ese –¿nuevo?– género en continuo crecimiento que en ambientes editoriales se denomina Chick-lit y que cuenta con innumerables seguidoras de Candance Brushnell, Helen Fielding o Sophie Kinsella.
Se escriben libros «para mujeres» de hoy, pero las mujeres seguimos leyendo las novelas de Emilia Pardo Bazán que no leyeron sus coetáneas, las páginas imperecederas de Virginia Woolf, los románticos ecos de las Brontë entre informes de cuentas, listados de alumnos, facturas, estudios de casos o dictámenes, y nada nos empobrece ni nos menoscaba porque leer siempre es avanzar.
Mujeres y educación en la España Contemporánea – Raquel Vázquez Ramil – Akal