Nuria Sánchez Madrid | Revista Pensamiento- vol. 74 (2018), núm. 281
Si el pensamiento se caracteriza por aspirar a conducir su propio tiempo bajo la forma del concepto, podría afirmarse que el estudio recientemente publicado por José Luis Moreno Pestaña, profesor de la Universidad de Cádiz, producto de una meditada y compleja colaboración entre el análisis conceptual y la sociología, responde con éxito a tal compromiso.
Nos ocupamos de un ensayo que se manifiesta como paradigmático en más de un aspecto. Sin duda y de manera primordial por su insistencia en la necesidad de reactivar las fuerzas de la teoría crítica de la mano de un decidido espíritu de colaboración con otras disciplinas relevantes para el estudio de lo social, emparentadas en este caso con las humanidades médicas y las ciencias sociales. No se trata de un contraejemplo baladí para el tan cacareado ocaso de la filosofía como disciplina autónoma, pues el análisis del capital erótico que se nos ofrece abre campos de trabajo e incluso de experimentación de sumo interés para todo aquel que identifique la producción conceptual con un simultáneo ejercicio de la libertad como emancipación individual y colectiva.
Resulta a este respecto esclarecedor y estimulante la inclusión en el libro de lo que viene a ser una memoria metodológica final, en la que se recuerda el contexto que dio origen a la investigación, a saber, la invitación recibida por el autor de la Consejería de Salud de la Junta de Andalucía para integrar una comisión de expertos sobre trastornos de la conducta alimentaria, en compañía de psicólogos, psiquiatras, enfermeros, diseñadores de moda, letrados y periodistas, ocasión que permitió experimentar asimismo las dificultades para legitimar ante otros especialistas el papel primordial con que ha de contar la mirada sociológica en tales ámbitos. Entonces maduró el propósito de estudiar los complejos vínculos existentes entre la emergencia de trastornos alimentarios y las presiones procedentes del mercado de trabajo, cuyas conexiones carecían de un estudio empírico sistemático.
El autor contaba en su haber con un trabajo previo —Moral corporal, trastornos alimentarios y clase social (Madrid, CIS, 2010)— que había arrojado el saldo de que la presión por alcanzar o mostrar una ortodoxia corporal determinada no afectaba únicamente a los grupos populares, víctimas de la insatisfacción con su enclasamiento, sino también a profesionales dotados de recursos culturales y económicos, que en principio deberían sentirse más resguardados frente a tales exigencias de estetización de la propia identidad. Los resultados alcanzados en ese trabajo son indisociables de la historia de la capitalización del cuerpo que en el segundo estudio, del que hablamos, presenta una trama dibujada desde finales del siglo XIX entre las condiciones de admisión y promoción en el mercado laboral y producción de un modelo de corporalidad determinado.
Estamos pues ante un libro para cuya lectura el mundo académico filosófico en castellano precisa aún de herramientas y de la práctica de una cultura interdisciplinar —en el mejor de sus sentidos—, con respecto a la cual se han realizado notables progresos, pero —es menester reconocerlo— queda mucho por hacer. Personalmente, mis alumnos de primer curso del Doble Grado de Ciencias Políticas y Filosofía de la Universidad Complutense accedieron a la obra con una receptividad y recursos asombrosos, entendiéndola una contribución provechosa para desentrañar el universo neoliberal que como «hecho social total» se ha apoderado hasta de lo que creíamos más propio: la imagen que nos formamos de nosotros mismos. La constatación de esta entrada amable al libro por parte de una juventud poco acostumbrada a compartimentar los saberes no debería producir asombro, toda vez que sus páginas hablan de ellos —de todos nosotros—.
Facilita asimismo la lectura el que las dos partes que lo integran encajen a la perfección, proveyendo al lector de oportunas orientaciones internas y avisos acerca de las pautas más adecuadas para interpretar las casi 50 entrevistas realizadas, con descripciones de casos de fricciones y disfunciones entre la normatividad cultural, profesional y corporal que no pueden sino resultar familiares a cualquier integrante de las clases medias y populares. Más bien, traigo a colación el buen funcionamiento del libro entre los jóvenes estudiantes universitarios de Humanidades para señalar los beneficios que el ejercicio actual de la crítica conceptual recibe efectivamente de investigaciones como la presentada por José Luis Moreno Pestaña, que lleva años penetrando en la sombra alargada de conceptos y prácticas cargados de una larga tradición intelectual: la enseñanza de la filosofía en España, los mecanismos de transmisión del poder académico, los contextos de generación del trastorno alimentario y su impacto social… Ahora le ha llegado su momento a la encrucijada formada por la construcción de la belleza, la formación del capital corporal y la trayectoria profesional, cuyos ejes de construcción devuelven al lector un mensaje inequívoco: de te fabula narratur.
Varias veces se recurre al ensayo de E. Gil Calvo —Medias miradas. Una imagen cultural de la imagen femenina (Anagrama, 2000)— para distinguir el nivel físico de construcción del cuerpo y su imagen de su provisión de signos de estatus y, finalmente, del valor que adquiere en la lógica del mercado laboral y profesional. El último eje nos da la clave para ingresar en una historia que como decíamos nos concierne, en la medida en que identifica un claro obstáculo que impide proveerse de una identidad autoconsciente en las normas de ortodoxia corporal que empresas, centros de salud y medios de comunicación suministran como condición de aceptación y reconocimiento a los sujetos. Es iluminador —y de iluminaciones benjaminianas está atravesado el libro— cobrar conciencia de hasta qué punto nuestras energías —las de todas las sociedades bajo los efectos de la globalización neoliberal— se encuentran vertidas en someter los cuerpos a una disciplina alimentaria y praxiológica que sueña con su propia versión del paraíso, aún al precio de convertir en un auténtico infierno el quehacer diario de la existencia. Resulta imposible no inquietarse ante los niveles de sufrimiento e insatisfacción que destilan las entrevistas realizadas por el autor y sus ayudantes en la tarea de visibilizar la cara oscura del capital erótico.
Resulta sin duda relevante atender al hecho de que las diferencias sociales no siempre se han encarnado en distintas plasmaciones corporales. Como se advierte a propósito de la antigua Grecia, en la que el panfleto antidemocrático del Viejo Oligarca se duele por no poder reconocer la valía ética de los individuos por la hechura de sus cuerpos —un viejo fantasma del que participa también Aristóteles a propósito de la elección del buen esclavo—, en Grecia «faltan criterios uniformes de belleza, legitimadores de salud, jerarquizaciones precisas de la vestimenta, creencia en la reflexividad humana para moldear a fondo la apariencia» (p. 14).
La investigación realizada por Moreno Pestaña nos enseña que para capitalizar el cuerpo este no puede convertirse únicamente en objeto de gusto estético o código de diferencias de clase, sino que debe llegar a encarnar valores sociales o morales que lo trasciendan. Un camino que comienza a trabajarse en el siglo XIX, cuando escritores afamados como Zola o Flaubert, o políticos como Gambetta, comienzan a considerar necesaria la intervención en el propio cuerpo como dispositivo de comunicación social, contribuyendo a configurar una normatividad que filósofos como Ortega, ya en el siglo XX, identifican con la santísima trinidad formada por la elegancia, la esbeltez y la belleza. Lo que quizá comenzó como una mera veleidad estética no se habría convertido en materia de atención de la sociología y de la teoría crítica en caso de no constituir actualmente un auténtico umbral de aceptación social y laboral, dotado de consecuencias radicales para la percepción de la identidad personal.
Pero ese es el caso y también la razón que nos conduce a dirigir la mirada a la ortorexia corporal como una de las reglamentaciones que más conflictos normativos generan socialmente, sin que ninguno de sus cuerpos dóciles recordemos ya muy bien cómo llegamos a acostumbrarnos a mirarnos a la luz de ciertos modelos y a exigirnos determinadas privaciones y prácticas disciplinantes que en realidad tan poco tienen que ver con nuestra búsqueda de placer. El caso es que así lo hacemos, que en tales prácticas estéticas encontramos localizada una servidumbre voluntaria contemporánea. Hasta tal punto que estimamos normal que los empleadores impongan tales normas e ideales entre los sujetos y el desempeño de un trabajo o profesión, sin que la pirámide de los recursos culturales y económicos suponga ninguna ruptura con este sistema, sino más bien la apertura de una geografía que dibuja una enorme barca de Medusa —como la recordada por Anselm Jappe—, tremendamente escurridiza por su intensa espiritualización de la mercancía. Cómo no recordar aquí las cadenas revestidas de guirnaldas de flores descritas por Rousseau en su primer Discurso: las entrevistas recopiladas por Moreno Pestaña nos hablan de una belleza fantasmática, que presiona a las existencias y dilapida fuerzas y energías que podrían haberse dedicado a otros menesteres más provechosos o a un ocio verdaderamente ocioso, carente de ulteriores finalidades. Como se apunta en la p. 297 de la obra, «la vigilancia intensiva sobre nuestro cuerpo recorta nuestras posibilidades en otros planos», desde los cuales, como los «mercados francos» estudiados por Boudieu, «[e]l cuerpo seguiría siendo un valor, pero no organizaría nuestra experiencia» (p. 304).
Muy bien traído me ha parecido a este respecto el siempre inestimable trabajo de Canguilhem y su apunte en Lo normal y lo patológico de que «el enfermo está enfermo porque solo puede asumir una norma» (1971, p. 141). En efecto, la producción inducida de una incapacidad para operar con distintas culturas y conductas corporales en el ámbito de una misma existencia delata una patología a la que hemos sacralizado en su «normalidad» y frente a la cual abundan los casos del tortuguismo detectado por Weber y la condensación de «conciencias de injusticia» (Honneth) que no tienen fácil la apertura de vías de escape frente a espacios normativos que les generan sufrimiento y dolor. Una de las mayores enseñanzas que extraigo de la lectura del ensayo se sustancia en la conversión del espacio ocupado pretendidamente por la búsqueda de la salud corporal y la producción de belleza en uno de los mecanismos de control de la sociedad neoliberal de extensión más universal, cuya interiorización dificulta aún más la labor de zapa que precisa la emancipación del sujeto sometido a identidades heterónomas que en el fondo no ha decidido.
Si bien el estudio subraya en todo momento que la genealogía de la capitalización del cuerpo no es unívoca y depende de la compleja convergencia de factores heterogéneos, la fijación sanitaria del índice de masa corporal (IMC) con la consiguiente legitimación de la delgadez representa un punto de inflexión en la historia cultural de la belleza física. Sus precedentes nos remitirán a los cálculos de Buffon de la proporción entre estatura y peso o al diagnóstico de la obesidad como enfermedad en la Enciclopedia, así como a la introducción de la nutrición entre los saberes médicos a partir de 1870.
Tal fijación de lo normal y lo patológico no podía carecer de impacto sobre una sociedad europea en la que de manera creciente el autocontrol del propio cuerpo se asociaba al éxito del autocontrol ético y en la que la disociación de género de la equivalencia de la ortodoxia corporal —la delgadez equivale a responsabilidad en el varón y a belleza en la mujer— se imponía con los rasgos de una verdad eterna. Asimismo, el polo de mediación que la mujer desempeña entre el polo monetario y el cultural y su colocación en la división del trabajo resulta bien elocuente acerca de la relación entre capital cultural femenino y morfología.
Es preciso tener en cuenta la dimensión material que la pluralidad de mercados introduce en toda teoría del valor, así como que «[e]l capital erótico admite tasas de simplificación menos intensas que las mercancías, salvo que se transforme directamente en capital económico» (p. 44), de suerte que una gramática del capital erótico solo pueda desplegarse de la mano de una atenta elaboración de las informaciones arrojadas por las prácticas y sus discursos, no por prolijas abstracciones ajenas a las dinámicas de lo social. Así, será crucial aplicar la distinción entre capital variable y constante al análisis no psicologista de los trastornos alimentarios, interpretados en los términos de un conflicto de normas irresuelto subjetivamente. De ahí procederá una idea de la subjetividad preconizada por la normatividad corporal contemporánea, en la que la figura del empresario de sí mismo se combina con una cultura estética de su cuerpo, una operación comparable a quien invierte en un mercado de valores sexuales, matrimoniales y profesionales. La emergencia en la sociología del trabajo de categorías como el «trabajo emocional» (Hochschild) y «trabajo estético» (Entwistle y Vissinger) abunda en la identificación de esta tendencia compartida.
Nos enfrentamos así a un campo prolijo en ambigüedades, como permiten detectar con fuerza las discrepancias que el autor mantiene con la lectura del «capital erótico» formulado por Catherine Hakim, excesivamente esencialista y dicotómica —el capital erótico o se tiene o no se tiene— (p. 103), que se caracteriza por ignorar la cara oscura del mismo, al operar desde la convicción de que todos los capitales (cultural, político, social) pueden acumularse sin contradicción y manejar un presupuesto de ilimitada plasticidad del cuerpo. La misma desatención experimentan el dudoso «contrato sexual» mediante el que dominaciones relativas en lo micro aceptan subordinaciones en lo macro, analizadas igualmente por Gil Calvo en la obra citada.
La aproximación a la patología del capital erótico se muestra especialmente cuidadosa con los vectores representados por la taxonomía médica, los umbrales de detección, la polaridad cultural —actividades idénticas reciben diferentes interpretaciones según los esquemas perceptivos de los sujetos que las contemplan— y el prototipo sociológico del enfermo, cuya valoración ayuda a desplazar la mirada clínica al ámbito del mundo laboral. Con ocasión de este desplazamiento, comienza a apreciarse la frecuencia con que la sociología del cuerpo rastreable en la familia a que pertenecen los sujetos —socialización primaria— se acomoda o entra en conflicto con una socialización secundaria, que obedece a la representación del éxito profesional futuro que justifica a ojos del sujeto una inversión corporal determinada, así como a la recursividad de feedbacks con el medio laboral, que obligan a redefinir la experiencia corporal anterior (p. 126), desembocando en casos de patente trastorno alimentario.
La elección de los casos representados en las entrevistas analizadas refleja la ambigüedad y extensión transversal del capital erótico, que alcanza especial fuerza en las generaciones crecidas en los ochenta y noventa. En aquellos años se cristalizan la coyuntura social y laboral que impacta no solo en las vidas laborales de, por ejemplo, camareras y dependientas de comercio, especialmente tiendas de moda, herederas de las empleadas berlinesas cuyas actividades de ocio escudriñó Sigfried Kracauer, sino también de profesionales que desempeñan trabajos de alta cualificación, en los que resulta determinante la posesión de un título universitario. En este nivel laboral llama la atención la aparición del fenómeno «requisito de belleza profesional» acuñado por Naomi Wolf (1991), que encauza la subjetivación de hábitos altamente identificados con los intereses de la empresa, de la que de alguna forma el trabajador se convierte en encarnación social, como si la hechura de su cuerpo pudiera componer la imagen de los fonemas que convenientemente descifrados por los entendidos harán sentido y pondrán en valor una marca, unas siglas y los productos asociados a ellas. Huelga decir que buena parte de la extensión de tales conductas responde a la promesa de promoción social y de simultáneo o quizás más bien consiguiente enriquecimiento biográfico que se adhiere a ellas. Se observa en todo ello la conversión del cuerpo no en un mensaje más que el sujeto pone en circulación en las redes sociales con fines variopintos, sino en el código definitorio del lugar que se ocupa en la sociedad y de las actividades que se desempeñan en el mercado laboral.
La especificidad del estudio que reseñamos consiste en subrayar la supervivencia del capital corporal incorporado en ámbitos dominados por un capital cultural institucionalizado, en abierta discusión con el enfoque sobre el tema de Rafael Sánchez Ferlosio —en Non olet (2005)—, que «sitúa la belleza en el grado cero del capital cultural» (p. 232). Frente al modelo de Ferlosio, sin duda dotado de interés, la investigación de Moreno Pestaña arroja el dato de que capital cultural y capital erótico han acabado yendo actualmente de la mano, manifestando una intensa presencia en profesiones ligadas a la docencia universitaria y a profesiones sanitarias y jurídicas, por no hablar de las diferentes profesiones vinculadas a la producción de cultura y su difusión. En todas ellas, los sujetos han asimilado configuraciones normativas con respecto a la relación con su propio cuerpo y su aspecto, que pueden ir desde un estudiado desaliño en el caso de curators, críticos y demás cuadros altos de centros de gestión cultural y museos al normopeso perseguido por profesionales de varias especialidades sanitarias.
Frente a la ortodoxia de la norma estético-corporal, resulta consolador apreciar la eficacia que la dimensión más empírica de la investigación atribuye a algunas relaciones amorosas iniciadas por sujetos especialmente expuestos a la agresión simbólica o incluso física para ayudarles a abandonar «en la práctica, los mercados sexuales más tensos y anónimos» (p. 314). Tales materiales procedentes de la vida privada no deben distraer, desde luego, de la necesaria intervención en el espacio público para intentar descapitalizar el cuerpo erótico, tan arraigado en prácticas profundamente comunes tras al menos tres siglos de historia del patrón de belleza burgués, pero sí confirma que «el cuerpo erótico no se reduce al cuerpo estético ni la vida buena a la apariencia estética» (p. 352), por mucho que la pirámide completa de nuestro capital cultural se encuentre atravesada por semejante automatismo.
La importancia que debe concederse a este reciente trabajo de Moreno Pestaña no estriba desde luego en ningún espíritu redentorista, practicado por todos aquellos que pretenden dotar a las masas populares de instrumentos culturales encargados de salvarlas de su congénito nihilismo cultural. Por el contrario, cabe concedérsela a su reivindicación, en una línea que habría hecho feliz al Pasolini del Gennariello, de un «lenguaje pedagógico de las cosas», que aspira a reducir la creciente cosificación de la biografía laboral y del desorbitado ascendiente que posee sobre ella la construcción de un cuerpo ortodoxo, correspondiente a los diferentes modelos que rigen en los cortes de la pirámide —cortes en el nivel de capital cultural, económico y social— en que nos instalemos. Se identifican con ello prácticas y trastornos que congelan la espontaneidad y el deseo del sujeto, devolviendo así al lector la caricatura de un Leviatán que retorna como pesadilla estética, para hacer del cuerpo nuevamente siervo de un espíritu tan superficial como exigente y veleidoso. Si ese es el horizonte biográfico que deseamos, será enteramente asunto nuestro, pero no lo es menos que los cauces del deseo humano son materiales y objetivos y del desorbitado papel que juegan en nuestras vidas se ocupa el trabajo que reseñamos. No podrá negarse que La cara oculta del capital erótico se ha empleado a fondo para hacer visibles las normas desde las que tendemos a percibirnos en el medio social y en el mercado laboral, con efectos altamente corrosivos sobre el empleo del tiempo que nos ha sido dado.