La noción de patrimonio nacional histórico-artístico

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José Carlos Bermejo Barrera| Ciencia, ideología y mercado

Desde que en el siglo XIX se crea la noción de patrimonio nacional histórico-artístico, se han desarrollado tres modelos para su uso, en función de sus destinatarios y el objetivo que la historia, la arqueología y la historia del arte deben cumplir. Tres han sido los destinatarios: el patriota, el ciudadano racional y el turista; y dos, las funciones: la educación y el entretenimiento. Podríamos representarlo en el cuadro siguiente:

DISCIPLINAS DESTINATARIO FUNCIÓN
Historia/arqueología/historia del arte Ciudadano Educación
Historia/arqueología/historia del arte Ciudadano Educación
Historia/arqueología/historia del arte Turista Entretenimiento

En el siglo XIX se crea la noción de patrimonio histórico-artístico con el fin de dar cuerpo al Estado-nación, cuya realidad y existencia sólo pueden justificarse mediante la historia y estas otras disciplinas. Se excavan, por ejemplo, monumentos claves de la historia patria, relacionados con la historia militar, la gloria y las grandes batallas. Tenemos ejemplos de ello en las campañas arqueológicas de Napoleón III, en la orientación de la arqueología prehistórica alemana o, en el caso de España, en el interés por las excavaciones de yacimientos como Numancia, llevada a cabo por Adolf Schulten, pero que ya desde el siglo XVI era considerado símbolo de la resistencia del pueblo español (el propio Miguel de Cervantes escribió una Numancia).

Este uso todavía continúa en el siglo XX. Tómese como ejemplo la excavación de Masada, la fortaleza de los zelotas, excavación iniciada por A. Schulten pero continuada por Yigael Yadin, un general del ejército israelí. Masada tiene un claro uso político en el Estado de Israel. Allí juran la bandera sus tropas de elite, y su lema es «Masada no caerá de nuevo», estableciendo un paralelismo entre los judíos sitiados por los romanos y los israelíes cercados por los pueblos árabes.

Esta función patriótica se ha ido debilitando, aunque en el siglo XX revivió notablemente con el fascismo y el nazismo y sus usos del pasado, analizados por Luciano Canfora, con la exaltación mussoliniana del Principado, sus artes plásticas y su arquitectura. O con los proyectos de Albert Speer para Hitler, más o menos inspirados en la arquitectura clásica. Pero a partir de la Segunda Guerra Mundial y del periodo de prosperidad económica que siguió asistimos al nacimiento de un nuevo tipo de Estado: el Estado administrador, en el que las fronteras nacionales se ven diluidas por el incremento de las relaciones económicas, las alianzas políticas y militares, y el incremento de los viajes y los medios de comunicación. En este mundo, el patriota, que todavía sigue existiendo, comienza a verse relegado por el ciudadano.

Para comprender el Estado gestor, es conveniente establecer una comparación con el tipo de Estado que le precedió. El Estado-nación clásico del siglo XIX y la primera mitad del XX se caracterizaba por tener una dimensión económica reducida y por dejar el mercado en un funcionamiento supuestamente libre y autorregulado. Se entendía que un mercado estaba equilibrado cuando el monto de las mercancías producidas era consumido, supuesto que casi nunca se cumplía, debido a la propia dinámica económica y al hecho de que en ese mercado «puro» intervenían otros factores de tipo político, social e incluso militar.

Este Estado, pequeño por su presupuesto y por el reducido número de funcionarios, tenía básicamente dos funciones: garantizar el orden interior y la seguridad frente a enemigos externos, además de asegurar unas infraestructuras mínimas de comunicación. Creían los historiadores del siglo XIX (y en ello, como casi siempre, se limitan a reproducir las ideas dominantes) que la ocasión en que una nación se manifiesta en toda su plenitud y vitalidad es en la guerra. Por esa razón, la idea dominante en este momento es que cada ciudadano ha de ser ante todo un patriota, que ha de estar dispuesto a combatir por su patria (se solía decir a morir por ella, lo que en realidad quería decir a matar por ella). Por ello, la misión básica de la educación nacional, en la que va a ser un componente fundamental la educación histórica, será la de formar soldados-ciudadanos. Y tal como hemos señalado, los usos del patrimonio histórico-artístico se subordinaban a esta idea base.

El Estado-gestor, que nace tras la Segunda Guerra Mundial y coincide con un largo periodo de paz (por lo menos entre las grandes potencias, que no se van a enfrentar directamente), garantizado por la estrategia nuclear de disuasión y amenaza de destrucción total, y que se corresponde asimismo con un largo periodo de bonanza económica hasta la crisis del petróleo de 1973, se va a configurar de otra forma.

En primer lugar, a partir de Keynes se descubrirá que el Estado es un agente económico fundamental, que puede actuar mediante la inversión pública, para controlar las crisis económicas, producidas por ese mercado supuestamente autorregulado. El presupuesto del Estado va a convertirse en una de las magnitudes económicas más importantes en los países desarrollados. El número de funcionarios se incrementa exponencialmente, y ese Estado asume competencias básicas en educación, sanidad e infraestructuras, que superan en dimensión económica a las partidas dedicadas a defensa.

Lo que se le pide al Estado es que garantice educación, sanidad, un buen sistema de cobertura social e infraestructuras adecuadas, partiendo del principio de que el orden interno y la seguridad exterior están garantizados, entre otras cosas por la existencia de grandes alianzas estratégicas. Aunque siguió existiendo el servicio militar obligatorio hasta casi finales del siglo XX, la idea que se empieza a difundir es que el ciudadano sólo secundariamente es un patriota (de hecho, los ejércitos profesionales, en EE.UU. o España, tienen grandes problemas de reclutamiento) y básicamente es un consumidor de mercancías producidas en el mercado libre y de los servicios que el Estado ofrece y a los que tiene derecho. Se produce entonces una disyuntiva: los miembros del Estado-gestor (que aún sigue siendo nación) se pueden definir como consumidores o bien como ciudadanos racionales.

El consumidor no quiere ideología, quiere bienes y servicios. El consumidor de bienes arqueológicos toma la forma del turista. La figura del ciudadano consumidor es favorecida por el Estado-gestor por varias razones. El Estado democrático occidental es, en realidad, patrimonio de dos grupos sociales: los funcionarios, que lo administran técnicamente, y los políticos, que lo gobiernan cuando sus partidos consiguen acceder al poder democráticamente. Los partidos políticos constituyen básicamente oligarquías que aspiran a ejercer el poder el mayor tiempo posible y desean que el ciudadano limite su participación en la política a los procesos electorales periódicos, en los que tratan de conseguir el mayor número de votos, sin tener en cuenta si ese voto es consciente, razonado o está impulsado por otros motivos. Los políticos aspiran a que los consumidores estén satisfechos con los servicios que el Estado ofrece y con el buen funcionamiento del mercado, logrado a base de una buena política económica, y a que, gracias a ello, sean confirmados periódicamente en el poder. A este tipo de políticos no les interesa que los consumidores utilicen otros criterios que no sean los económicos, y por ello tratan de reducirlo todo a la ideología del mercado, al que arteramente identifican con la «sociedad».

Tras la idea de «ciudadano racional» se puede adivinar otra concepción del Estado y, consecuentemente, de la historia y del patrimonio. De acuerdo con ella, el Estado debe garantizar la seguridad interior y exterior, ya que, si no, dejaría de existir, y, por supuesto, debe ofrecer una serie de servicios a los que ya hemos hecho alusión. Pero además (y con esto deberemos retomar una vieja idea alemana) el Estado debe tener un contenido ético y político, que se encarna en el ordenamiento jurídico y se transmite mediante la educación. La idea del Estado es indisociable del sistema de los derechos humanos, y esos mismos derechos, que se garantizan en el territorio estatal, han de configurar también las relaciones entre los diferentes Estados, de forma que el Estado manifiesta su vitalidad no a través de la guerra, sino de la paz y de la cooperación y el entendimiento entre Estados.

Esta concepción del Estado que podemos llamar «ilustrada», defendida en su tiempo por I. Kant, es reivindicada actualmente por muchos autores, como Jürgen Habermas. De acuerdo con ella, el contenido ético-político del Estado se transmite mediante la educación (Bildung), entendida (y por eso se utiliza el término alemán) como un proceso de configuración, de formación permanente, que no sólo afecta a niños y adolescentes, sino a todos los ciudadanos. La Bildung política corresponde al Estado, y una parte esencial de ella, además de al derecho y la ética, le corresponde a la historia.

La historia sólo tiene sentido si puede ser enseñada y difundida socialmente. La historia no puede tener ninguna utilidad técnica o económica. Su utilidad económica es secundaria (deriva de la venta de libros o de la rentabilidad de museos y exposiciones) y en modo alguno ha de constituir su fin principal. El proceso de Bildung es un proceso político-social global, en el que participan enseñantes, funcionarios, especialistas en patrimonio e intelectuales libres. Su objetivo es lograr la creación de ciudadanos racionales. Entendemos por ciudadanos racionales aquellos que son conscientes de estar insertados en su sistema de derechos, pero también de deberes, y de pertenecer a una comunidad nacional y supranacional, que entienden que el proceso de desarrollo histórico y social es un proceso constante de conquista de la autodeterminación de la especie humana, en el que se debería no sólo producir más bienes y adquirir mejores conocimientos técnicos, sino también profundizar en todos los conocimientos que corresponden a la innata necesidad humana de saber.

El texto y las imágenes de esta entrada son un fragmento del libro “Ciencia, ideología y mercado» de José Carlos Bermejo Barrera.

Ciencia, ideología y mercado

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El nacimiento de la ciencia moderna fue concebido en su momento como parte de un proceso de emancipación de la especie humana, que le permitiría, en un futuro más o menos próximo, llegar a establecer un dominio pleno sobre la naturaleza y liberar a los seres humanos de las cadenas que le imponían la superstición y el fanatismo religioso. Ese programa emancipador, que tan bien formuló Kant en «¿Qué es la Ilustración?», se ha visto profundamente alterado a partir de los inicios del siglo XX, cuando el desarrollo de la tecnociencia vino a poner de manifiesto que el conocimiento científico no es posible sin el desarrollo de la tecnología, y viceversa. En el momento presente, la ciencia constituye un sistema complejo, que está regulado por los valores de la eficacia y la rentabilidad, dejando cada vez más de lado el antiguo valor de la verdad.

En este ensayo, el autor analiza los sistemas que se proponen para realizar la evaluación del conocimiento científico, llegando a la conclusión de que no es numerable ni se puede establecer una correlación entre él y el dinero. Hacérnoslo creer así es lo que intenta la ideología neoliberal del mercado, cuyos argumentos se analizan tanto desde el punto de vista global como del de dos ciencias humanas: la historia y la geografía. En ambos casos se ponen de manifiesto las numerosas interrelaciones existentes entre conocimiento científico y valores culturales, sociales y políticos, dentro del intento del autor de reivindicar de nuevo el valor del conocimiento por sí mismo.

Ciencia, ideología y mercado – José Carlos Bermejo Barrera – Akal

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