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José Carlos Bermejo Barrera| La fragilidad de los sabios y el fin del pensamiento

Tras la Primera Guerra Mundial, pero sobre todo tras la Segunda, quedó claro que las guerras se ganan con las batallas entre materiales. Gana la guerra el país que posee mayor capacidad industrial. Y esa capacidad se cifra en la producción, no sólo en calidad sino también en cantidad, en la que pueda obtenerse el mayor índice de rentabilidad. Entre 1945 y 2008 ha habido un espectacular incremento del número de científicos en el mundo. Se dice que hoy trabajan en la investigación científica más personas que todas las que pudieron haberlo hecho a lo largo de la historia de la humanidad. Ese incremento se centra, sobre todo, en los campos de la química y la farmacología, la electrónica y la informática y los diferentes tipos de ingenierías, y se lleva a cabo fundamentalmente en el ámbito empresarial, hasta el punto de que actualmente se puede hablar de una ciencia postacadémica.

Para comprender el funcionamiento de la ciencia postacadémica debemos analizar primero su estructura interna y, en segundo lugar, la nueva definición del científico, o del trabajador intelectual, que se deriva de ella.

Las ciencias actuales están integradas en un sistema complejo que recibe el nombre de tecnociencia, puesto que es igual de imposible desarrollar la producción industrial sin conocimientos científicos como producir esos conocimientos sin la ayuda de la tecnología. Esa tecnociencia se rige básicamente por criterios económicos, ya que es el dinero lo que hace posible la investigación científica, de modo que la tecnociencia está estructuralmente unida a la economía del conocimiento.

En la tecnociencia, el valor de verdad no es de gran utilidad. Para comprenderlo podemos sintetizar los elementos a partir de los que se origina en nuestro gráfico.

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La tecnociencia se lleva a cabo en complejos sistemas ramificados o arborescentes, en los que la investigación llega a dividirse en un gran número de proyectos diferentes. Pero esos proyectos están estratégicamente coordinados por las grandes empresas o por los gobiernos, siendo el primero de esos grandes proyectos llevado a cabo en la historia el Proyecto Manhattan, que llevó a la fabricación de las dos primeras bombas atómicas y en el que participaron varios cientos de científicos.

La tecnociencia se rige, en primer lugar, por el valor de la eficacia (militar o industrial), en lo que el Proyecto Manhattan sirvió de modelo. La eficacia es un valor absoluto en el terreno militar, ya que es la que otorga superioridad. Y de ella depende la aceptación o no de un determinado tipo de conocimiento (por ejemplo, la mecánica cuántica).

Pero no puede existir una eficacia pura, ya que incluso en el campo militar la eficacia debe ser complementada con la rentabilidad. No sólo es necesario producir armamentos eficaces, sino hacerlo en grandes cantidades, y ello deja de ser posible si su producción lleva a la quiebra de un sistema económico y político, como le ocurrió a la URSS en la carrera de armamentos entre 1970 y 1989.

La eficacia debe estar matizada por la rentabilidad, con el fin de que pueda mantenerse un poder militar, político o económico, con lo cual tenemos ya definidos tres de los factores de nuestro gráfico que convergen en el sistema de la tecnociencia. Pero la rentabilidad no es posible si no se dispone de dinero para llevar a cabo un proceso industrial. Por esa razón el dinero, que deriva del poder y da poder, será la cuarta de nuestras variables.

Cada una de las cuatro variables se retroalimenta con el sistema de la tecnociencia, y a su vez cada una de las cuatro se integra en el sistema retroalimentándose con otras dos.

En este sistema de conocimiento y producción no sólo es enorme el número de investigadores, sino que además la propia magnitud de la investigación hace que la producción del conocimiento se convierta en algo anónimo. En el mundo se publican unos tres millones de artículos al año en los campos de la ciencia y la ingeniería. La mayor parte de ellos tiene una importancia casi insignificante. En ese mundo de la producción científica masiva ya no existen figuras de grandes pensadores o científicos, sino grupos de científicos industrialmente organizados, y de aquí se deriva un problema.

Ya no existe la distinción intelectual entre grandes, medianos y pequeños científicos. Sin embargo, los científicos tienen que ser jerarquizados. En primer lugar, por razones económicas e institucionales y, segundo, por motivos académicos y psicológicos.

Todo científico busca el reconocimiento, pero es imposible encontrarlo destacando en esa enorme masa de trabajadores anónimos de la ciencia. Por ello se han establecido criterios de distinción, o excelencia, de tipo cuantitativo, que han llevado a desarrollar un sistema absurdo de clasificación de trabajos. En ese sistema, tal como hemos analizado, desaparecen los criterios cualitativos y son sustituidos por otros meramente cuantitativos.

Se supone que existe una unidad de medida de la ciencia, que es el paper o artículo, independientemente de su contenido, que nunca se juzga. Los artículos se suman, matizando su número con índices externos de calidad que dependen de un rango convencional de publicaciones científicas, que asumen la distinción intelectual, ausente del trabajo científico anónimo. Sumando artículos, tipos de revistas y número de citas (consideradas también como de valor absoluto, ya que cada cita es una unidad), se puede numerar a un científico con un índice, en el que la cantidad sirve como sustituto de la calidad y de la antigua distinción o jerarquía intelectual.

Es evidente que estos índices no tienen ningún valor más que el de satisfacer la necesidad de reconocimiento de cada científico, muy necesaria en el caso del trabajo intelectual, como ya habíamos visto, y de proporcionarle así una satisfacción personal, que además le puede ser útil para progresar en el ámbito de su comunidad científica o dentro de las instituciones académicas o la industria.

Las comunidades académicas regladas, surgidas del desarrollo exponencial de la tecnociencia, sirven como auténticos sistemas de control social, que a la vez posibilitan la creación del conocimiento y lo limitan, estableciendo sus propios mecanismos de censura si alguien se quiere apartar de las líneas de investigación dominantes. Sharon Traweek lo puso de manifiesto al analizar las comunidades de los físicos de las Altas Energías, y Lee Smolin en el caso de la comunidad de los investigadores en las supercuerdas, estancados desde hace veinte años, pero que no abandonan su línea de investigación dominante e impiden el desarrollo de otras vías alternativas.

Los científicos del mundo de la tecnociencia hacen un uso pervertido de la ciencia y la razón, hasta el punto de que John Ralston Saul los ha llamado «los bastardos de Voltaire», el autor que encarnó los valores liberadores de la Ilustración. Ello es así porque no sólo aceptan el orden político, como los viejos profesores, sino sobre todo el orden económico y su supuesta racionalidad, sentando las bases para la eliminación de la universidad, si es que trabajan en el cada vez más minoritario ámbito de la ciencia académica.

Si los valores del conocimiento y la dignidad e independencia académicas se sustituyen por los de la eficacia y la rentabilidad, se sientan las bases para el desmantelamiento o adelgazamiento de la universidad, tal como hace ya años señaló Bill Readings. Un profesor o un científico no pueden competir con un político en el campo de la política, en el que siempre llevarán las de perder, a menos que acepten las reglas del juego político y se conviertan en políticos de profesión, tal como ya hace muchos años había señalado Max Weber.

Lo mismo ocurriría en el campo de la rentabilidad empresarial. En él, los científicos profesores tienen la guerra perdida, puesto que las empresas siempre serán más ágiles que las viejas universidades y podrán utilizar a sus investigadores como una parte del proceso productivo, que puede ser a veces desechable, con la etiqueta de «recursos humanos», complementarios de los recursos materiales.

Hay empresas en el mundo que manejan más dinero que muchos Estados. En el año 1999, por ejemplo, Wal-Mart tuvo un presupuesto de 220.000 millones de dólares, mayor que el de Suecia, Polonia, Noruega, Dinamarca o Portugal, por ejemplo. Y lo mismo ocurre con otras muchas empresas que concentran más del 80 por 100 del presupuesto de investigación en países como los EEUU, Alemania o Japón.

La asunción de la tecnociencia como valor exclusivo del conocimiento supone, pues, la sentencia de muerte de las viejas universidades como promotoras básicas del conocimiento, y el inicio de este proceso de extinción parece alcanzar una velocidad imparable, a pesar de que muchos científicos académicos no quieran darse cuenta de ello.

Lo curioso del caso es que ese mismo proceso parece que quiere ser imitado por parte de aquellos universitarios que cultivan las Humanidades y las Ciencias Sociales, dos tipos de conocimiento diferentes a las tecnociencias, tal como ha señalado Wolf Lepenies, y que no pueden ser medidos por los mismos patrones.

En la actualidad existen numerosos filósofos, historiadores, sociólogos, que parecen avergonzarse de su profesión y se sienten acomplejados por no cultivar el «conocimiento tecnocientífico». A esos humanistas y científicos sociales se les podía aplicar la historia narrada por Platón acerca de Tales de Mileto y la esclava tracia, analizada por Hans Blumenberg. Cuenta Platón una falsa anécdota según la cual Tales paseaba una noche absorto en la contemplación de las estrellas, por lo que cayó en un foso, siendo objeto de burla por parte de una esclava tracia que le señaló que él, que conocía los cielos, era incapaz de moverse sobre la tierra.

Para demostrar que la vida teorética o contemplativa no era incompatible con la vida práctica, Tales, que gracias a sus conocimientos astronómicos sabía que iba a haber una extraordinaria cosecha de aceite (en contra de la opinión de sus conciudadanos), alquiló todos los molinos de aceite de su ciudad y, una vez que tuvo el monopolio de los mismos, se hizo rico realquilándolos al llegar la nueva cosecha. De este modo se vería que, si los filósofos quisiesen, podrían hacerse millonarios.

En el mundo académico occidental, sobre todo en el de los países con un bajo índice de industrialización y de investigación industrial privada, muchos científicos y humanistas pretenden seguir este camino, bien convirtiéndose en hombres de negocios, más o menos transparentes, bien creando un discurso falso.

El texto de esta entrada es un fragmento del libro “La fragilidad de los sabios y el fin del pensamiento”  de José Carlos Bermejo Barrera.

La fragilidad de los sabios y el fin del pensamiento

portada-fin-sabios-pensamientoA lo largo de la historia occidental, se creyó en la existencia de un determinado tipo de personas que dedicaron su vida al cultivo desinteresado del saber, obteniendo a cambio de ello un prestigio especial. Las figuras de esos sabios fueron durante muchos siglos la garantía de que las sociedades occidentales podían lograr el acceso sin trabas a la verdad. Sin embargo dichos sabios, desde los filósofos griegos hasta los intelectuales de la Edad Moderna, pasando por generaciones y generaciones de clérigos, fueron en realidad unos seres enormemente frágiles, debido a su carencia de recursos económicos y a su dependencia de los poderes reales: eclesiásticos o políticos.

Fue en el siglo XIX, con el nacimiento de la ciencia y las universidades modernas, cuando pareció haberse logrado un cierto equilibrio entre el poder, el dinero y el trabajo intelectual, gracias a la creación de las figuras de los profesores y los científicos, que deberían encarnar a un ser humano dotado de espíritu crítico e incensante y escéptico buscador de unos saberes que nunca habrían de ser definitivos.

Con la instauración del sistema de la tecnociencia y del aparato militar-industrial después de la Segunda Guerra Mundial, esa figura ha encontrado ya su fin, al caer en la definitiva dependencia del poder económico y político, con lo que ello supone de pérdida de la dignidad que los reductos académicos garantizaban. Y el discurso que esos sabios han construido en torno a dos campos –el de la enfermedad mental y el de la cosmología– pone de manifiesto sus propias debilidades humanas, así como su vana pretensión de lograr la verdad definitiva, gracias a la construcción de unos saberes «cerrados» y «perfectos».

La fragilidad de los sabios y el fin del pensamiento – José Carlos Bermejo Barrera – Akal

 

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