Christine Guth | El arte en el Japón Edo
El establecimiento de Edo (la actual Tokio) como cuartel general del sogunado Tokugawa en 1603 tuvo un impacto profundo e irrevocable en el paisaje artístico japonés. Cuando Ieyasu (1543-1616), el primer sogún Tokugawa, eligió este lugar como su centro administrativo y militar, Edo era poco más que una plaza fuerte rodeando un castillo. Sin embargo, hacia el principio del siglo XVIII esta antigua región apartada tenía una población de un millón de habitantes, convirtiéndola en la ciudad más grande del mundo. Ostentaba además una vibrante cultura que competía con la de Kioto, la residencia del emperador y la corte, y tradicionalmente el corazón cultural de Japón. A lo largo de los doscientos cincuenta años de gobierno Tokugawa, los modos de expresión visual dominantes se moldearían, en su mayor parte, a partir de cambios que tuvieron lugar en Kioto y Edo.
Ieyasu estableció su sede en Edo tras ser nombrado líder militar supremo por el emperador, en reconocimiento por su finalización del proceso de reunificación nacional iniciado por Oda Nobunaga (1534-1582) y Toyotomi Hideyoshi (¿?1536-1598). Sin embargo, no fue hasta 1615, cuando los ejércitos supervivientes leales a Hideyoshi fueron eliminados en el sitio al castillo de Osaka, que Ieyasu pudo iniciar la institucionalización de su control sobre la nación. El sistema administrativo que él y sus sucesores inmediatos instauraron perduró hasta 1868, un periodo conocido como Tokugawa por las quince generaciones de sogunes con ese nombre, o Edo por la ciudad que ellos convirtieron en su cuartel general.
Durante este periodo Japón disfrutó de una paz y estabilidad nacional más duraderas de lo que hasta ese momento había conocido. Una de las consecuencias más inmediatas de esta pax Tokugawa fue un cambio en la naturaleza de la clase gobernante militar o samurái –una jerarquía que consistía en el sogún (comandante en jefe), los daimio (señores feudales) y sus vasallos feudales–. Con el final de las guerras intestinas, muchos de estos hombres se trasladaron a la ciudad y asumieron puestos burocráticos. Como ya no podían distinguirse en el campo de batalla, tenían que demostrar sus habilidades a través de una sabia y hábil administración de la nación. Sin embargo, su herencia militar de ningún modo fue olvidada. Por el contrario, con el paso del tiempo, los valores y adornos militares se convirtieron aún más en potentes símbolos del derecho a gobernar. El cambio en el enfoque de las artes de la guerra hacia las artes de la paz también contribuyó a un énfasis nuevo en todo tipo de intereses culturales. El mecenazgo y la práctica artística no fueron simples vocaciones personales sino que fueron fundamentales para la expresión y demostración de la autoridad de la clase dirigente.
Los sogunes Tokugawa promulgaron muchas medidas para extender su autoridad de un extremo a otro de la nación. Asumieron un control administrativo directo sobre las ciudades y puertos más importantes, incluyendo Kioto, Osaka y Nagasaki. Pusieron en práctica políticas diseñadas para prevenir que los aproximadamente doscientos daimio del país, especialmente aquellos que sólo habían jurado lealtad a Ieyasu después de 1600, obtuvieran riquezas o poder que pudiera amenazar la autoridad sogunal. Elaboraron directrices dirigidas al emperador y a la nobleza hereditaria de Kioto, con quienes mantenían una relación incómoda, imponiéndoles que se dedicaran exclusivamente a asuntos culturales y que se abstuvieran de involucrarse en política. También instituyeron lo que equivalía a una política de aislamiento nacional ante el temor de que el cristianismo pudiera amenazar las instituciones religiosas japonesas y que los daimio del oeste de Japón pudieran aliarse con los europeos, en detrimento de la autoridad central. El periodo Edo coincide más o menos con este periodo de reclusión nacional, iniciado con la imposición de la política de aislamiento y finalizado con el reestablecimiento de los derechos de comercio con los EEUU y con otros países en la década de 1850, y la restauración en 1868 del gobierno directo imperial.
Otro aspecto más del esfuerzo del gobierno Tokugawa por fomentar la estabilidad y el orden fue la creación de una jerarquía social oficial, con los samuráis en la parte superior seguidos en orden descendente por agricultores, artesanos y comerciantes. Los agricultores fueron honrados por encima de los artesanos porque eran los principales productores de arroz, de cuya cosecha procedían los estipendios anuales que recibía la clase samurái. Los comerciantes fueron relegados al fondo de la jerarquía porque se sostenía que no producían nada de valor para la sociedad. Esta clase, junto con los artesanos, se convirtió en el alma de la ciudad. Se solía referir a ellos en conjunto como chōnin, «residentes de la manzana».
El periodo Edo fue testigo del florecimiento de una cultura urbana de extraordinaria riqueza, diversidad y originalidad. Esta prosperidad fue el resultado tanto de la transformación creativa y la comercialización de formas culturales anteriormente asociadas con la nobleza y la élite militar, como de nuevos avances, muchos de ellos resultado de estímulos procedentes de las provincias y del extranjero. A pesar de que muchos estudiosos han trazado distinciones nítidas entre cultura «elitista» y «popular», tales distinciones ocultan el desarrollo de un sistema de valores culturales compartidos que trascendía las clases sociales.
Hasta el siglo XVI, el mecenazgo artístico había sido del dominio exclusivo de la corte, del sogunado y de las instituciones religiosas, quienes a través de sus preferencias artísticas dictaminaban la ideología política y el dogma religioso. En el periodo Edo, el extraordinario crecimiento de centros urbanos con grandes concentraciones de ciudadanos acaudalados (chōnin) desafió los esfuerzos de la élite gobernante por mantener un control centralizado sobre la producción artística. El poder económico de la burguesía, especialmente en Edo, Kioto y Osaka, no sólo socavó la hegemonía artística del sogunado, sino que, al hacer posible las opciones estéticas, contribuyó a un nuevo pluralismo artístico.
Como el talento artístico era un indicativo del cultivo personal, altamente valorado en todos los niveles de la cada vez más alfabetizada sociedad de Edo, muchos hombres y mujeres de todas las clases emprendieron la práctica de una o más formas artísticas. Disponían de una amplia variedad de especialidades entre las que escoger. Los «Cuatro Talentos», música, pintura, caligrafía y juegos de habilidad, gozaban de la máxima popularidad y distinción, en parte porque eran altamente estimados en China, tradicionalmente el mentor cultural de Japón. La relación íntima entre pintura, poesía y caligrafía que prevaleció en China también fue característica de la expresión artística en Japón.
Aunque el sogunado pudo controlar los temas y estilos del arte oficial por medio de su labor de mecenazgo, no pudo imponer este canon del gusto sobre los comerciantes, artesanos y agricultores, o incluso sobre sus vasallos. Los señores feudales no podían ignorar el canon oficial en la decoración de sus residencias, pero podían seguir sus gustos e intereses personales al encargar obras para su disfrute privado. Por consiguiente, muchos artistas innovadores se expresaron con formas que no habían sido sancionadas oficialmente por el gobierno. De hecho algunos, al reconocer las ventajas de establecerse en oposición al gusto oficial, crearon una especie de tímida contracultura.
Las opciones estéticas implican competencia, y uno de los factores básicos para la supervivencia artística en el entorno urbano era encontrar y mantener un público. La competencia contribuyó al eclecticismo estilístico y a la búsqueda de la novedad, características de las artes del periodo Edo. Reforzó la atención de los artistas hacia la presentación y la comercialización tanto de su obra como de su imagen. Que el arte asumiera el aspecto de un artículo de consumo también ayuda a explicar por qué se atribuyó gran importancia a la cuestión sobre el estatus artístico amateur frente al profesional. Al igual que la estética del siglo XIX en Occidente, que buscó situar la obra de arte en un mundo ideal al margen de la esfera socioeconómica, el ideal del amateur profesaba representar una alternativa al materialismo dominante en el mundo artístico del periodo Edo –a pesar del hecho de que también él formaba parte de ese mismo materialismo.
La rivalidad entre las regiones de Kansai o Kamigata en el sudoeste, dominadas por las ciudades de Kioto y Osaka, y la región Kantō, en el noreste, dominada por Edo, es un leitmotiv llamativo en la historia cultural japonesa. Desde tiempos ancestrales había existido entre las zonas del oeste y este del país un abismo lingüístico, político y cultural manifiesto, pero durante el periodo Edo se hizo cada vez más pronunciado al procurar Kioto mantenerse como el árbitro cultural de la nación frente al creciente desafío presentado por Edo.
La dicotomía entre los gustos y valores estéticos fue especialmente clara en el entorno urbano. Los habitantes de Kioto se afirmaban e identificaban con las tradiciones estéticas refinadas de la corte imperial, que había residido en Kioto durante siglos. Los de Edo, que no poseían semejante legado, se enorgullecían por su modernidad y eran especialmente receptivos a la novedad. Los residentes en Kioto creían también que poseían un sentido más elegante y discreto de elegancia urbana frente a sus homólogos de Edo, más vulgares. Los gustos teatrales también divergían: en el teatro Kabuki, los habitantes de Osaka y Edo preferían el refinado y en ocasiones sensiblero wagoto o «estilo suave», mientras que sus homólogos de Edo preferían la fanfarronería del aragoto o «estilo rudo».
La dinámica de la relación entre Kioto y Edo fluctuó a lo largo del periodo Edo. Kioto, que había tenido durante mucho tiempo la concentración de población y riqueza más grande de la nación, fue la primera en recuperarse de los estragos de la guerra civil que finalizó con la unificación del país por Ieyasu. La producción de los objetos de lujo por los que la ciudad había tenido renombre floreció a comienzos del siglo XVII. Aunque el emperador y la nobleza estaban empobrecidos, el legado cultural que encarnaban fue una fuerza definitoria en el renacimiento cultural de Kioto. Durante los primeros años del periodo Edo, las artes de Kioto se alimentaron principalmente de los valores y lenguajes de la nobleza, según fueron adaptados e interpretados por y para los recién enriquecidos comerciantes y artesanos. La influencia de esta estética cortesana no se limitaba a las artes pictóricas sino que aportaba también un carácter particular a las cerámicas, lacas y especialmente a los textiles empleados para las vestimentas de moda creadas en esta ciudad. Tanto la exploración y reutilización de su pasado literario y artístico como la interrelación cercana entre los distintos medios artísticos, continuaron siendo distintivos del arte de Kioto a lo largo del periodo Edo.
En el siglo XVIII, la prosperidad y el prestigio de Kioto comenzaron a declinar frente a la actividad comercial y cultural en expansión de otras ciudades, especialmente Edo. Sin embargo, el ambiente artístico e intelectual de Kioto continuó haciendo que fuera un imán para artistas innovadores, especialmente aquellos que buscaban expresar a través de su arte su alienación respecto del arte sogunal. Mientras unos sondearon las tradiciones imperiales y cortesanas ancestrales de Kioto, otros se inspiraron en nuevas influencias provenientes de China y Occidente.
Edo asumió una identidad cultural reconocible y autónoma a mediados del siglo XVIII, más o menos simultáneamente con la llegada de la estampa xilográfica policroma. Aunque las estampas no fueron de ninguna manera la única forma artística producida en Edo, fueron las más omnipresentes. Como podían ser producidas de una forma barata y en grandes cantidades, hicieron posible la producción y el consumo de arte a una escala previamente desconocida en Japón. Conocidas popularmente como ukiyoe, «imágenes del mundo flotante», las xilografías conmemorando la belleza y fama efímera de las cortesanas y actores de Edo así como las atracciones estacionales de los lugares pintorescos de la ciudad se convirtieron en el distintivo del arte de Edo. Al igual que muchas de las formas de expresión pictórica que florecieron durante el periodo Edo, las estampas centradas en las actividades y los intereses de moda de la burguesía urbana evolucionaron a partir de géneros pictóricos que habían aparecido por primera vez a finales del siglo XVI en Kioto.
El texto y las imágenes de esta entrada son un fragmento del libro “El arte en el Japón” de Christine Guth.
El arte en el Japón Edo. El artista y la ciudad, 1615-1868
La noción general que se tiene del arte japonés clásico es que tanto éste como la cultura que lo produjo eran pastoriles, embebidos en el paisaje y la imaginería floral. Si bien esto es en parte cierto, precisamente una de las grandes épocas en el arte japonés aconteció durante el desarrollo de la cultura urbana en el periodo Edo. De hecho, esta etapa tomó el nombre de la espléndida Edo (actual Tokio), sede del poder del sogunato Tokugawa durante aproximadamente dos centurias. Junto con la ciudad imperial de Kioto y las ciudades portuarias de Osaka y Nagasaki, Edo alimentó una magnífica tradición de pintura, caligrafía, grabado, cerámica, arquitectura, trabajo textil y lacado.
En un nuevo y refrescante estudio del arte del Japón Edo, Christine Guth hace un recorrido por este arte y sus artistas desde una inusual perspectiva urbana. Del mismo modo que cada ciudad creó su entorno social, político y económico distintivo, su arte adquirió un sabor y una estética únicos, lo cual contribuyó al desarrollo de la identidad independiente de cada centro. Cuando más tarde Japón se enfrentó a la cultura europea en su propio territorio, el arte japonés comenzó a reflejar y a absorber nuevas influencias radicales; momento también en el que las estampas japonesas llegaron a Occidente. En esta obra se recogen los artistas japoneses más populares los grandes pintores y xilógrafos Korin, Utamaro y Hiroshige y otros menos conocidos. Todos se contemplan en el contexto de las ciudades donde trabajaron, y donde cuyas rivalidades y realizaciones produjeron un arte extraordinariamente vital e innovador en uno de los periodos más dinámicos de la historia del Japón.