No cierres los ojos Akal

biblia-desenterradaLa Biblia hebrea es una recopilación de textos legendarios, legales, poéticos, proféticos, filosóficos e históricos escrita casi por completo en hebreo (con algunos pasajes en una variedad dialectal semítica llamada arameo, que a partir de 600 a. de C. se convirtió en lengua franca de Oriente Próximo). Está compuesta por treinta y nueve libros divididos originalmente por temas o autores — o, en el caso de libros de mayor tamaño, como el 1 y el 2 de Samuel, el 1 y el 2 de los Reyes y el 1 y el 2 de las Crónicas, en función de la longitud normal de los rollos de pergamino o papiro—. La Biblia hebrea es la escritura fundamental del judaísmo, la primera parte del canon cristiano y una abundante fuente de alusiones y enseñanzas éticas del Islam trasmitidas a través del texto del Corán. Tradicionalmente, la Biblia hebrea se ha dividido en tres partes principales.

La Tora, los Profetas y los Escritos

La Tora —conocida también como los Cinco Libros de Moisés, o Pentateuco (en griego, «cinco libros»)— incluye el Génesis, el Éxodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio. Cuenta la historia del pueblo de Israel desde la creación del mundo y la época del diluvio y los patriarcas hasta el éxodo de Egipto, la travesía del desierto y la entrega de la Ley en el Sinaí. La Tora concluye con el adiós de Moisés al pueblo de Israel.

La siguiente parte, los Profetas, está dividida en dos grupos principales de escritos. Los profetas anteriores —Josué, Jueces, Samuel 1 y 2 y Reyes 1 y 2— nos cuentan la historia del pueblo de Israel desde el paso del Jordán y la conquista de Canaán hasta su derrota y exilio a manos de los asirios y babilonios, pasando por el auge y la caída de los reinos israelitas. Los profetas posteriores contienen los oráculos, doctrinas sociales, condenas acerbas y expectativas mesiánicas de un variado grupo de individuos inspirados que abarcan un periodo de unos trescientos cincuenta años, desde mediados del siglo VIII a. de C. hasta el final del siglo V a. de C.

Finalmente, los Escritos son una colección de homilías, poemas, oraciones, proverbios y salmos que representan las expresiones más memorables y poderosas de la devoción del israelita corriente en momentos de alegría, crisis, culto y reflexión personal. En la mayoría de los casos, resulta sumamente difícil vincularlos a algún suceso o autor concreto. Son producto de un proceso continuo de composición que se extiende a lo largo de cientos de años. Aunque el material más antiguo de esta colección (presente en los Salmos y las Lamentaciones) pudo haber sido recopilado en los últimos días de la monarquía o poco después de la destrucción de Jerusalén, en 586 a. de C., la mayoría de los Escritos fueron compuestos, al parecer, mucho más tarde, a partir del siglo V al II a. de C. —en los periodos persa y helenístico.

Del Edén a Sión

El meollo de la Biblia hebrea está constituido por un relato épico que describe la aparición del pueblo de Israel y su continua relación con Dios. A diferencia de otras mitologías de Oriente Próximo, como las narraciones egipcias de Osiris, Isis y Horus o la epopeya mesopotámica de Gilgamesh, la Biblia está firmemente cimentada en una historia terrenal. Es un drama a lo divino representado ante los ojos de la humanidad. Asimismo, a diferencia de las historias y crónicas monárquicas de otras naciones antiguas de Oriente Próximo, no se limita a celebrar el poder de la tradición y las dinastías reinantes, sino que nos ofrece una visión compleja y, sin embargo, clara de cómo se ha desplegado la historia para el pueblo de Israel —y, en realidad, para el mundo entero— siguiendo unas pautas vinculadas directamente a las exigencias y promesas de Dios. El pueblo de Israel es un actor fundamental en esta obra dramática. Su comportamiento y adhesión a los mandamientos de Dios determinan la dirección en que correrá el flujo de la historia. Al pueblo de Israel —y por medio de él, a todos los lectores de la Biblia— le compete determinar el destino del mundo.

La narración bíblica comienza en el jardín del Edén y prosigue a través de los relatos de Caín y Abel y el diluvio universal de Noé, hasta centrarse finalmente en el destino de una única familia, la de Abraham. Abraham fue elegido por Dios para convertirse en padre de una gran nación y siguió fielmente las órdenes divinas. Viajó con su familia desde su hogar original de Mesopotamia hasta la tierra de Canaán, donde, en el curso de una larga vida, se desplazó como un intruso entre la población ya asentada y engendró con su mujer, Sara, un hijo, Isaac, que heredaría las promesas dadas antes por Dios a Abraham. Jacob —el patriarca de la tercera generación—, hijo de Isaac, fue padre de doce tribus bien diferenciadas. Durante las andanzas de su vida variopinta y caótica, en la que sacó adelante una gran familia y fundó altares por todo el país, Jacob combatió con un ángel y recibió el nombre de Israel (que significa «el que peleó con Dios»), por el que se conocería a todos sus descendientes. La Biblia relata cómo los doce hijos de Jacob lucharon entre sí, trabajaron juntos y, finalmente, dejaron su país natal para buscar refugio en Egipto en una época de grandes hambrunas. Y en su testamento, el patriarca Jacob declaró que la tribu de su hijo Judá reinaría sobre todos ellos (Génesis 49:8-10).

La gran epopeya se desplaza a continuación del drama familiar al espectáculo histórico. El Dios de Israel reveló su formidable poder en una demostración contra el faraón de Egipto, el soberano humano más poderoso de la Tierra. Los hijos de Israel se habían convertido en una gran nación, pero estaban esclavizados como una minoría menospreciada dedicada a construir los grandes monumentos del régimen egipcio. La intención de Dios de darse a conocer al mundo se hizo realidad mediante su elección de Moisés como intermediario para procurar la liberación de los israelitas a fin de que pudiesen emprender su auténtico destino. Los libros del Éxodo, el Levítico y los Números describen en lo que es, quizá, la serie de acontecimientos más vívida de la literatura occidental cómo el Dios de Israel sacó de Egipto a los hijos de su pueblo y los condujo al yermo sirviéndose de señales y milagros. En el Sinaí, Dios reveló a la nación su verdadera identidad como YHWH (el nombre sagrado compuesto por cuatro letras del alfabeto hebreo) y le dio un código legal para guiar sus vidas como comunidad y como individuos.

Las cláusulas santas del pacto de YHWH con Israel, escritas sobre unas tablas de piedra y guardadas en el Arca de la Alianza, se convirtieron en su sagrado estandarte de guerra en su marcha hacia la tierra prometida. En algunas culturas, el mito fundacional se habría detenido en este punto —como explicación milagrosa de la aparición del pueblo—. Pero la Biblia tenía más siglos de historia que contar, con numerosos triunfos, milagros, reveses inesperados y mucho sufrimiento colectivo por venir. A los grandes triunfos de la conquista israelita de Canaán, la fundación de un gran imperio por el rey David y la construcción del Templo de Jerusalén por Salomón les siguieron el cisma, caídas reiteradas en la idolatría y, finalmente, el exilio. La Biblia describe, en efecto, cómo poco después de la muerte de Salomón, las diez tribus del norte, molestas al verse subyugadas por los reyes davídicos de Jerusalén, se escindieron unilateralmente de la monarquía unificada, forzando así la creación de dos reinos rivales: el de Israel, en el norte, y el de Judá, en el sur.

Durante los doscientos años siguientes, el pueblo de Israel vivió en dos reinos separados y sucumbió una y otra vez, según se nos cuenta, al señuelo de los dioses extranjeros. Todos los soberanos del reino del norte aparecen descritos en la Biblia como pecadores irrecuperables; y de algunos reyes de Judá se nos dice también que se apartaron de la senda de la devoción cabal a Dios. Llegado el momento, Dios envió invasores y opresores extranjeros para castigar al pueblo de Israel por sus pecados. Primero, los arameos de Siria hostigaron al reino de Israel. Luego, el poderoso imperio asirio provocó una devastación sin precedentes en las ciudades del reino del norte y, en 720 a. de C., impuso a una parte importante de las diez tribus el amargo destino de la destrucción y el exilio. El reino de Judá sobrevivió durante más de un siglo, pero su gente no pudo evitar el juicio ineludible de Dios. En el año 588 a. de C., el brutal imperio babilónico, entonces en alza, diezmó el país de Israel e incendió Jerusalén y su Templo.

Con esa gran tragedia, el relato bíblico se aparta nuevamente de forma característica del modelo normal de la épica religiosa antigua. En muchos de esos relatos, la derrota de un dios frente a un ejército rival significaba, asimismo, el final de su culto. Pero en la Biblia, el poder del Dios de Israel se consideró incluso mayor tras la caída de Judá y el exilio de los israelitas. Lejos de ser humillado por la devastación de su Templo, el Dios de Israel fue visto como una deidad de insuperable poder. Al fin y al cabo, había manejado a asirios y babilonios para que actuaran como agentes involuntarios suyos con objeto de castigar al pueblo de Israel por su infidelidad.

En adelante, tras el regreso de algunos exiliados a Jerusalén y la reconstrucción del Templo, Israel no sería ya una monarquía sino una comunidad religiosa guiada por la ley divina y dedicada a la exacta observancia de los ritos prescritos en sus textos sagrados. Y lo que determinaría el curso de la futura historia de Israel sería la decisión libre de hombres y mujeres de cumplir o violar aquel orden decretado por Dios —y no el comportamiento de sus reyes o el auge y la caída de los grandes imperios—. La gran fuerza de la Biblia residía en esa extraordinaria insistencia en la responsabilidad humana. Otras epopeyas antiguas se desvanecieron con el tiempo. En cambio, la influencia de la narración bíblica sobre la civilización occidental no haría sino ir en aumento.

El texto de esta entrada es un fragmento de: “La Biblia desenterrada. Una nueva visión arqueológica del antiguo Israel y de los orígenes de sus textos sagrados”

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