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En 1948 se fundó el Estado de Israel. Si los ciudadanos judíos se congratulaban de ello, los 160.000 palestinos que vivían en la región no sabían a qué atenerse, sintiendo la mirada de sospecha del gobierno israelí sobre ellos, controlados por un sistema militar que determinaba sus vidas. Muchos de ellos perdieron sus hogares bajo los buldóceres o a manos de inmigrantes judíos.

Ilan Pappe (profesor de Ciencias políticas en la Universidad de Haifa):

mapa-poblacion-palestina-israelLa percepción de que los palestinos eran un pueblo inoportuno y molesto se convertiría en un elemento importante del discurso y de la actitud sionista que impulsaron la fundación del Estado de Israel en 1948. Más de un siglo después, los descendientes de algunos de estos palestinos son ciudadanos del Estado judío, pero esta posición no impide que se considere que representan una peligrosa amenaza en su propia patria y se los trate en consecuencia. Esta actitud ha calado en la clase dirigente israelí, y se expresa de distintas maneras.

Los futuros líderes del Ejército y de los aparatos de seguridad (el Shabak y el Mossad) se gradúan en el Instituto de Estudios de Seguridad Nacional de Israel, que trabaja en estrecha colaboración con el Centro de Estudios de Seguridad Nacional y Geoestrategia de la Universidad de Haifa. Todos los años, publican artículos en los que se advierte de la amenaza que representa la adquisición de tierras a manos de los «árabes» en el norte y en el sur de Israel. Los «árabes» en este contexto son los ciudadanos palestinos de Israel. Es como si el FBI emitiera un informe en el que advirtiera al gobierno de Estados Unidos que unos ciudadanos americanos que han nacido en Estados Unidos están comprando cada vez más pisos y viviendas.

En el informe de 2007 se declaraba que «a las instituciones estatales les preocupa terriblemente que haya cada vez más (ciudadanos) árabes que compran tierras en el Néguev y en Galilea». Este informe en particular es el más irónico de todos. En él se indica que quienes más se esfuerzan por adquirir propiedades en el sur son los beduinos, mientras que en Galilea son los beduinos y los drusos. Se supone que estos dos grupos de la comunidad palestina de Israel reciben un trato mejor por servir en el Ejército de la nación, un servicio vedado a los demás ciudadanos palestinos –esta exención, además, se esgrime con frecuencia como pretexto para discriminarlos (aunque hemos de señalar que sólo una pequeña minoría de la comunidad beduina del sur sirve en el Ejército; la mayoría de los reclutas proceden del norte)–. El caso es que, al parecer, un árabe que decida comprar tierras, aunque sirva en el Ejército de Israel, se convierte inmediatamente en un enemigo interior.

Ni siquiera los ciudadanos palestinos que han conseguido adquirir tierras después de apelar al Tribunal Supremo de Israel –tierras o propiedades que, en muchos casos, les había expropiado el Estado en los años cincuenta o setenta– pueden estar tranquilos, pues se las pueden volver a arrebatar en cualquier momento. El Ejército israelí jamás se habría planteado la posibilidad de con confiscar propiedades judías para semejantes fines. «Israel ha declarado la guerra a los ciudadanos palestinos por la cuestión de la propiedad de la tierra», según señalaba cierto estudioso.

Desde hace un siglo se mantiene vigente una doctrina que afirma que la tierra de Israel pertenece exclusivamente al pueblo judío, y que judaizar las regiones que todavía se encuentran en manos de los árabes y evitar que estos adquieran más tierras es una misión sagrada, nacional y existencial destinada a garantizar la supervivencia del pueblo judío. En 2010, los «árabes» poseían en torno a un 2,5 por 100 del territorio y han sido incapaces de incrementar esta proporción desde que se fundó el Estado de Israel, a pesar del aumento de su población, un fenómeno que a los periódicos israelíes les gusta describir como una «bomba de relojería demográfica».

Ser un extranjero hostil en tu propia patria no sólo implica tener que enfrentarse a retos diarios relacionados con el derecho a la propiedad de la tierra; condiciona, además, las personas con las que uno puede contraer matrimonio y formar una familia. El impulsor de esta política contraria a las parejas con esposas procedentes de los territorios ocupados fue el ministro del Interior Eli Yishai, quien sostenía que esos matrimonios representaban «un peligro demográfico que amenaza la existencia de Israel». Después de un largo proceso de legislación que se puso en marcha en 2003 y que concluyó en 2007, las esposas se vieron obligadas a marcharse o a separarse. El gobierno ahora podía ordenar la expulsión bajo el amparo de los tribunales.

Estas leyes son el reflejo de una oleada legislativa más amplia sobre cuestiones afines que se puso en marcha en 2007 y que ha contado con el respaldo incondicional de los ministros de Justicia y del comité interministerial para la legislación. Cabe destacar, entre otras, la Ley de Lealtad, que obliga a los ciudadanos a declarar que reconocen plenamente que Israel es un Estado judío y sionista, o la ley que prohíbe conmemorar la Nakba –la catástrofe de 1948– en actos públicos, en los programas escolares y en los libros de texto, o la que permite a las comunidades de los suburbios judíos negarse a aceptar a vecinos palestinos, o la que autoriza al Estado a discriminar por ley a los árabes en la privatización de la tierra (conocida como la «Ley del Fondo Nacional Judío de 2007») y muchas otras similares.

Una de las restricciones a las que se encuentran sometidos los palestinos de Israel es la del derecho de manifestación y reunión. En vísperas del ataque de Israel a la Franja de Gaza en enero de 2009, la operación «Plomo fundido», la Policía arrestó a 800 activistas para evitar que se manifestaran y que organizaran protestas al día siguiente.

La sensación de urgencia de la sociedad civil no se debe únicamente a la campaña de leyes y detenciones, sino también al preocupante incremento del número de palestinos asesinados a manos de la Policía y de ciudadanos judíos, y a la actitud de las autoridades en relación con estos episodios, asombrosamente distinta de la que muestran con las víctimas judías. Desde el año 2000, habían sido asesinados 41 ciudadanos más hasta la fecha. A modo de ejemplo: Salman al-Atiqa, un ladrón de coches al que abatieron a tiros una vez detenido y esposado. Algunos han muerto en circunstancias similares, pero otros eran ciudadanos de a pie que no estaban relacionados en modo alguno con el crimen. La mayoría de los pleitos que se han interpuesto, salvo dos de ellos, han sido desestimados por el fiscal general del Estado por falta de pruebas y de interés público. Cuando un ciudadano o un policía atacan a un palestino, nunca acaban en los tribunales.

Presidiendo todos estos desafíos, se pueden apreciar las consecuencias de una política ininterrumpida de discriminación y exclusión que se ha mantenido en vigor desde la creación del Estado de Israel. La mitad de las familias que se considera que se encuentran por debajo del umbral de la pobreza en Israel son palestinas, en un país en el que la comunidad palestina representa alrededor del 20 por 100 de la población. Dos terceras partes de los niños que en 2010 sufrían desnutrición en Israel eran palestinos.

Algunos estudios recientes demuestran que la mayoría de los miembros de la última generación, la de los jóvenes judíos que cursan estudios de enseñanza secundaria, no son partidarios de conceder plenos derechos a los ciudadanos palestinos de Israel, y que no les importaría que abandonaran el país voluntariamente o a la fuerza. Al parecer, son partidarios acérrimos de Avigdor Lieberman, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores israelí, quien ha expresado en público, incluso en un discurso pronunciado ante la Asamblea General de la ONU en octubre de 2010, su deseo de trasladar a los palestinos de Israel a un «Bantustán» palestino en Cisjordania como contrapartida a la anexión de los asentamientos judíos de esta región.

Creo que los lectores familiarizados con otros casos prácticos históricos y actuales reconocerán algunos aspectos de las condiciones en las que vive la minoría palestina de Israel. Puede que les recuerden en cierta medida a los pueblos colonizados en el siglo XIX, o a los emigrantes que trabajan en la Europa actual. La diferencia es que en Israel el Estado es un inmigrante que se ha convertido en comunidad autóctona y, por tanto, las políticas que aplican los israelíes a los palestinos no se pueden comparar con las políticas en contra de la inmigración de otros lugares. Puede que algunos aspectos parezcan aún peores que la realidad de la Sudáfrica del apartheid, y otros, mejores. El ruin sistema del apartheid basado en la segregación racial total no se encuentra vigente en Israel. La discriminación es un fenómeno más latente y oculto, aunque el sistema educativo en su totalidad, desde la educación básica hasta la universidad, es un sistema totalmente segregado.

El apartheid implícito funciona de la siguiente manera. En junio de 2006 ArCafé –una elegante cadena de cafeterías presente en casi todas las galerías y centros comerciales del país– declaró que sólo iba a contratar a trabajadores que hubieran servido en el Ejército –en Israel, sólo los judíos y dos pequeñas minorías, la de los drusos y la de los beduinos, pueden cumplir este servicio–. De esta manera, esquivaban la ley que prohíbe la discriminación basada en la raza o la religión. En Israel este tipo de declaraciones no son nunca tan explícitas, pero casi todos los restaurantes y cafés afirman que «buscan a gente joven con el servicio militar cumplido».

Por tanto, cualquier historia de los palestinos de Israel debe comenzar con un capítulo dedicado a la discriminación y la expropiación. Pero es también una historia de autoafirmación y de constancia. Arnon Soffer, de la Universidad de Haifa, uno de los más destacados profesores de Israel que predica los peligros demográficos que representan los árabes en Israel, arma que, «según las predicciones, en el futuro los judíos sólo representarán el 70 por 100 de la población; es una perspectiva terrible». En respuesta, sólo se puede decir que, de ser esto cierto, a pesar de la ambición de Soffer y de otros compatriotas suyos que querrían deshacerse de los palestinos de Israel, sería un auténtico tributo a la determinación y a la firmeza de esta comunidad. Viven –como indican sus obras de teatro, sus películas, sus novelas, sus poemas y sus medios de comunicación– como una orgullosa minoría nacional, a pesar de que una nación que se define como la única democracia de oriente Medio les niega los derechos humanos y civiles elementales como individuos y como colectivo.

Esta comunidad se enfrenta a un futuro incierto y precario. En 2010, los personajes más poderosos del gobierno de Israel –el ministro del Interior, Eli Yishai, el ministro de Asuntos Exteriores, Avigdor Lieberman, y el ministro de Seguridad Interna, Yitzhak Aharonowitz– declararon sin tapujos, tanto dentro como fuera de Israel, que la estrategia del Estado judío para la próxima década consistía en trasladar a los palestinos, despojarles de la condición de ciudadanos y judaizar sus ciudades. Si los políticos del Reino Unido o los de Estados Unidos hablaran de los ciudadanos judíos en estos términos, se verían obligados a dimitir inmediatamente. En Israel, lo más probable es que el electorado judío los apoye aún con más fuerza. Quienes no están dispuestos a consentir este tipo de políticas en Israel aún detentan un poder considerable, pero decrece día tras día. He escrito este libro con una sensación combinada de urgencia y preocupación por el futuro de esta comunidad.

El texto de esta entrada son fragmentos del prólogo del libro «Los palestinos olvidados. Historia de los palestinos de Israel» de Ilan Pappe que se puede leer completo en issuu.com

Los palestinos olvidados. Historia de los palestinos de Israel –  Ilan Pappe – Akal 

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