Septiembre: los compromisos y sus descontentos. A un mes de la revolución de Octubre

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Miembros de la Guardia Roja, bajo una bandera que reza «Por la salud de los pueblos armados, sobre todo los trabajadores».

China Miéville

Los soviets de toda Rusia viraban hacia la izquierda. En Astracán, una reunión de bolcheviques y otros socialistas en el Soviet desestimaron por 276 votos a favor y 175 en contra las apelaciones a la unidad de mencheviques y eseristas –unidad que incluía a los grupos que habían estado involucrados en el affaire Kornílov–. En vez de ello, los delegados apoyaron el llamamiento bolchevique a dar el poder a los obreros y campesinos.

A mediados de septiembre, la inteligencia militar informó de «hostilidad abierta y animosidad… por parte de los soldados; el evento más insignificante puede provocar disturbios. Los soldados dicen… que todos los oficiales son seguidores del general Kornílov… [y] deberían ser eliminados». El ministro de la Guerra informó a los eseristas de «un aumento de los ataques a oficiales por parte de soldados; tiroteos y lanzamiento de granadas a las reuniones de oficiales». Y, acto seguido, explicaba así la furia de los soldados: «Tras declarar a Kornílov rebelde, el ejército recibió instrucciones del gobierno para continuar ejecutando sus mismas órdenes operativas. Nadie quería creer que una orden que contradijese hasta tal punto la anterior declaración pudiera ser verdadera».

Pero lo era. Así se comportaba un gobierno en ruinas: el de Kérenski.

La atmósfera festiva de marzo y abril fue reemplazada por una sensación de cierre, de final, y no en paz sino en catástrofe, en medio del barro y el fuego de la guerra.

El renovado lenguaje de los primeros días parecía ahogado por un balbuceo bestial. «¿Dónde quedan ahora nuestros actos y nuestros sacrificios?», se lamentaba el escritor Alekséi Rémizov respecto a este mundo apocalíptico. No pudo encontrar respuestas. Solo visiones. «Olor a humo, y el aullido de los simios».

El 14 de septiembre se inauguró la Conferencia Democrática, en el famoso teatro Aleksandrinski. El auditorio resplandecía con banderas rojas, como si expresara una unidad de la izquierda que claramente estaba ausente. En el escenario, detrás de la mesa presidencial, no se había retirado todo el atrezzo de una anterior obra de teatro: detrás de los oradores se entreveían árboles artificiales y puertas que no iban a ninguna parte.

Las esperanzas que los radicales ponían en la conferencia nunca fueron demasiadas, y aun así se vieron frustradas a medida que los asistentes declaraban sus afiliaciones. Alrededor de 532 eseristas estaban presentes, solo setenta y uno de la izquierda del partido; 530 mencheviques, cincuenta y seis de los cuales eran internacionalistas; cincuenta y cinco socialistas populares; diecisiete no afiliados, y 134 bolcheviques. La conferencia estaba muy inclinada a favor de los moderados. No obstante, los bolcheviques estaban decididos a utilizar la reunión para impulsar un gobierno socialista de compromiso.

En la reunión previa que celebró el partido, Trotsky aspiraba a la transferencia del poder a los soviets, mientras que Kámenev, poco convencido de que el país estuviera en disposición de aceptarlo, y con la esperanza de obtener una base más amplia para el gobierno de los trabajadores, defendió en su lugar la transferencia del poder estatal «no al Soviet», sino a una coalición socialista. Las diferencias entre estas dos posiciones expresaban distintas concepciones de la historia. Pero, para los delegados del partido en aquel momento, eran sutilezas de menor importancia estratégica. En cualquier caso, la cuestión era que los bolcheviques estaban plenamente concentrados en la conferencia, preparados para defender la cooperación con los partidos de izquierda moderada, la coalición y el desarrollo pacífico de la revolución –tal y como el propio Lenin venía argumentando desde comienzos del mes.

De modo que, cuando en el segundo día de la conferencia la dirección bolchevique recibió dos nuevas cartas de su líder, que seguía oculto, estas cayeron como una bomba.

Ahora, implacable, le daba la vuelta a todas sus propuestas conciliadoras.

«Los bolcheviques, habiendo obtenido una mayoría en los soviets de Diputados de Obreros y Soldados en ambas capitales», comenzaba la primera comunicación, «pueden y deben tomar el poder del Estado en sus propias manos». Lenin ponía en la picota la Conferencia: «los acomodaticios estratos superiores de la pequeña burguesía». Exigía a los bolcheviques que declararan la necesidad de «una transferencia inmediata de todo el poder a los demócratas revolucionarios, encabezados por el proletariado revolucionario», y que después abandonaran la conferencia.

Los camaradas de Lenin estaban completamente horrorizados.

Paradójicamente, el continuo desplazamiento hacia la izquierda de la propia Rusia, la misma tendencia que había suscitado en Lenin esperanzas de cooperación, ahora le hacía cambiar de opinión. Porque con esa tendencia habían llegado los triunfos bolcheviques en los soviets de las dos ciudades principales, y a Lenin le inquietaba cada vez más lo que podría ocurrir si el partido no actuaba por su cuenta. Temía que las energías revolucionarias pudieran disiparse, o que el país cayera en la anarquía –o que pudiera dar paso a una brutal contrarrevolución.

Los disturbios estaban sacudiendo al ejército y a la sociedad alemana. Lenin estaba seguro de que toda Europa se acercaba a estar madura para la revolución, para la cual una revolución rusa a gran escala sería un poderoso impulso. Y estaba muy ansioso –por una buena razón, y en esto no estaba solo– ante la posibilidad de que el gobierno entregara Petrogrado, la capital roja, a los alemanes. Si lo hiciera, las posibilidades, dijo, serían «unas cien veces menos favorables» para los bolcheviques.

Una nota sobre las fechas

Para el estudiante de la Revolución rusa, el tiempo está literalmente fuera de quicio. Hasta 1918 Rusia utilizaba el calendario juliano, que se retrasa trece días respecto al calendario gregoriano moderno. Al igual que el relato de los protagonistas, inmersos en su tiempo, este libro sigue el calendario juliano, el que usaban entonces. En una parte de la literatura sobre la cuestión puede leerse que el Palacio de Invierno fue tomado el 5 de noviembre de 1917. Pero aquellos que lo asaltaron lo hicieron el 26 de su octubre, y es su Octubre el que refulge, como algo más que un mes. Diga lo que diga el calendario gregoriano, este libro está escrito a la sombra de Octubre.

Octubre. La historia de la Revolución rusa

libro-octubre-3DEn una visión panorámica, desde San Petersburgo y Moscú hasta las aldeas más remotas de un imperio inabarcable, Miéville desvela las catástrofes, intrigas y fenómenos inspiradores de 1917, en toda su pasión, dramatismo e incluso extrañeza. Afrontando los debates clásicos, pero narrado también para el lector que se asoma por primera vez a esta temática, esta es una asombrosa historia de la humanidad en su punto más grandioso y más desesperado; un antes y después civilizatorio que todavía reverbera hoy en día.

Mike Davis:
«Dar a una nueva generación de lectores un relato nuevo de la gran revolución, incorporando todos los descubrimientos posteriores a 1989 y la investigación académica más reciente, es una tarea singularmente abrumadora. Expresarlo en una prosa vívida, profética, y conducirnos por sus páginas con la fuerza de un huracán, es algo que sólo China Miéville podía lograr»

Octubre. La historia de la Revolución rusa – China Miéville – Akal

 

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