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La viruela ha sido la enfermedad infecciosa más mortífera de la época moderna: de cada 100 individuos, 80 la contraían; y de cada 70 enfermos, 10 morían. En el siglo XVII la peste abatía del 4 al 5 por 100 de las poblaciones; la viruela, del 8 al 10 por 100. Pero a diferencia de la peste, y salvo con ocasión de algún brote epidémico, se insinuaba de forma difusa y afectaba casi exclusivamente a los niños. De ahí provino un acostumbramiento que explica el fatalismo con el cual era acogida. Al comienzo del siglo XVIII la «inoculación», o sea el principio de injertar pus extraído de un enfermo para hacer contraer la enfermedad bajo una forma benigna e inmunizar al sujeto que lo recibía, se convirtió en una práctica médica en Europa por iniciativa de Lady Montagu. Pero peligrosa y muy discutida en los círculos científicos, esta práctica, aunque habría de progresar en la segunda mitad del siglo, no se generalizó.

El paso decisivo en la lucha contra la viruela fue la publicación por el inglés Edward Jenner de una obra que demostraba el carácter inmunitario del cowpox o viruela de la vaca (vacuna) en 1798. En 1799, la primera «vacunación» en el continente fue efectuada por un médico ginebrino en Viena, y en 1800-1801 el nuevo método partía a la conquista no solamente de Europa, sino también del mundo. En todas partes los poderes públicos, seducidos por este remedio inofensivo y fácil de administrar que podía salvar tantas vidas, organizaron campañas de persuasión y promulgaron leyes para apoyar el movimiento. Los médicos, favorables en su mayoría a este método, no solo por su virtud preventiva, sino porque les confortaba en su papel de expertos en materia de sanidad pública frente a las autoridades del Estado, contaban también con el apoyo del clero, alentado a vacunar, al igual que los maestros de escuela y las comadronas (en Prusia volvió a ser tarea exclusiva de los médicos en 1835).

Europa conoció un periodo de gran movilización que se prolongó hasta 1820. En Francia el primer Imperio usó la vacunación como caballo de batalla para afirmar la superioridad de la nación francesa en el desafío internacional que suscitó el entusiasmo del comienzo. Este impulso benefició, pues, a los departamentos italianos, belgas y renanos anexionados. En 1804, como consecuencia de la creación de la Sociedad Central de Vacunación en París, se formaron comités de vacunación que incluían a notables y eclesiásticos –a fin de garantizar la moralidad de la empresa– en los departamentos y distritos, cerca de los hospicios y las oficinas de beneficencia, para hacer vacunar gratuitamente a los más pobres.

En el campo se pidió a las autoridades locales que secundaran a los médicos itinerantes encargados de la vacunación reuniendo en las fechas establecidas a los niños que debían ser vacunados. Aparte del ejército, donde la vacunación era obligatoria, todos los establecimientos públicos de enseñanza, así como los de beneficencia que se ocuparan de niños, y también las comadronas, debían dar a conocer y difundir este método preventivo usando la persuasión y no la coerción con los padres. Los prefectos debían enviar al ministro del Interior informes trimestrales sobre las operaciones.

No obstante, había que contar con la resistencia de las poblaciones, que al principio desconfiaban y tenían dudas sobre esta medida profiláctica, en parte por temor, por lo demás fundado, a que provocara otras enfermedades; temor también a una novedad que echaba por tierra la tradición, oponiéndose a la voluntad divina, y aportada por un cuerpo médico sospechoso a priori; temor, por último, a tener a su cargo demasiados niños, puesto que la mortalidad variolosa había desempeñado en el pasado el papel de regulador de nacimientos; para no mencionar la negativa a pagar, o incluso la imposibilidad de hacerlo.

En un principio los métodos utilizados en los demás países fueron bastante similares: creación de institutos o comités nacionales y locales de vacunación en Alemania, Italia y Rusia; puesta en marcha de un instituto nacional de vacunación en Inglaterra en 1808. En todas partes se daba prioridad a la persuasión, aunque en Alemania, desde 1805 hasta 1821, siete Estados recurrieron a la coerción, sancionando con multas a los padres recalcitrantes; ejemplo que no seguiría Prusia hasta 1874, tras Inglaterra en 1853 (y de nuevo, con sanciones más severas, en 1867), la región de Vaud en 1871, antes que Francia en 1902; mientras que el gobierno del cantón de Zúrich, tras haber promulgado una ley que imponía la vacunación obligatoria en 1836, debió derogarla en 1883 por iniciativa de la población. Pero, incluso sin llegar a tales extremos, rápidamente comenzaron a ejercerse presiones: por ejemplo, los escolares, los criados, los compañeros artesanos debían vacunarse si querían ser admitidos o contratados, y dejó de prestarse socorro a los indigentes que se negaban someterse.

A pesar de las grandes diferencias regionales, durante los primeros veinte años las vacunaciones fueron masivas, aunque la erradicación de la viruela solo se logró en algunos lugares. Fue excepcional que una escuela médica estructurada rechazara la vacunación, como sucedió en Inglaterra; también que se la rechazara por razones políticas, como en el norte de Italia –salvo en la Lombardía-Venecia austriaca–, donde la edad de oro de la vacunación llegó súbitamente a su fin con la Restauración, a modo de reacción contra las leyes aprobadas bajo la dominación francesa, o que se incurriera en negligencia, como en España, donde la vacunación fue introducida a principios del siglo, pero hubo que esperar hasta 1871 para que se crease el Instituto Nacional de Vacunación, destinado a su difusión.

Sin embargo, con posterioridad a 1820 la vacunación perdió impulso. Las causas fueron el desaliento, debido a que ni la enfermedad ni la resistencia de las poblaciones habían sido vencidas, y sobre todo la degeneración de la vacuna, que a partir de su cepa original (las vacas inglesas de la época de Jenner) había sido conservada por medio de su transmisión a lo largo de una cadena humana ininterrumpida gracias a la vacunación de un brazo a otro; ahora bien, personas vacunadas contraían la enfermedad y la difundían, y las epidemias volvían a producirse (1824-1828).

En algunos Estados alemanes (en todos, en lo concerniente al ejército), así como en Rusia, Dinamarca y Suiza, la revacunación se generalizó durante los años 1820-1830, mientras que en Francia, Inglaterra, Austria e Italia, reinaba el escepticismo. A partir de 1832 una epidemia de cowpox se declaró en los rebaños en varios puntos de Europa y renació la esperanza de encontrar nuevas cepas de la vacuna, pero estas resultaron efímeras y de mala calidad. Tras una crisis de confianza en parte del mundo científico respecto de la vacuna, una nueva esperanza surgió en 1865 con el cuestionamiento de la vacunación de brazo a brazo y la generalización de la de vaca a hombre (vacuna animal). Pero el método no se impuso a pesar de la gran epidemia de 1870-1873 –mucho menos mortífera en los países que habían introducido la vacunación obligatoria– y se siguió utilizando sobre todo la vacuna degenerada, ineficaz y a menudo portadora de sífilis.

En los años 1880-1890 un movimiento antivacuna se difundió en Europa, sobre todo en Inglaterra, donde una liga contra la vacunación obligatoria (Anti-Compulsory Vaccination League) había visto la luz en reacción a la ley de 1867 y, tras haberse extendido a las provincias, dio nacimiento en 1896 a la liga nacional contra la vacunación (National Anti-Vaccination League), que agrupaba a todas las organizaciones del país. Esta virulenta liga contra la vacunación se convirtió pronto en internacional. Pero aunque en el continente la agitación siguió siendo limitada, del otro lado del canal de la Mancha se registró un retroceso de las vacunaciones acompañado de un incremento de las muertes debidas a la viruela. Los poderes públicos fueron superados por los acontecimientos y, paradójicamente, una nueva ley de 1898 flexibilizó el concepto de obligación al admitir la posibilidad de que alegaran objeción de conciencia los padres sinceramente escépticos en cuanto a los efectos profilácticos de la vacunación, o temerosos de que esta introdujera una infección en la sangre de sus hijos. En 1900 el descenso en la cifra de vacunados estaba en vías de situar a la patria de Jenner en el último rango en Europa.

En Francia, a pesar de la ley de 1902, el debate sobre la vacuna animal duraría hasta que sustituyó a la vacuna humana en vísperas de la Primera Guerra Mundial: esto condujo a la desaparición de la enfermedad. Pero la viruela fue erradicada más rápidamente en los países donde la ley imponía la vacunación con rigor.

El caso de Alemania es, en este sentido, ejemplar: con menos de un deceso por cada 100.000 habitantes después de 1880, y 0,09 en 1897, ganó –junto con Suecia– el combate contra la viruela unos treinta años antes que la mayoría de los demás países europeos. La obligatoriedad fue adoptada igualmente, después de 1870, en Dinamarca, Rumanía y Serbia, así como en algunos cantones suizos; pero Austria, Noruega, Francia y Rusia la limitaron a ciertos sectores públicos y se contentaron con vacunar o revacunar en las localidades afectadas por la viruela e intervenir puntualmente exigiendo la declaración de la enfermedad a las autoridades, el aislamiento de los enfermos y medidas de desinfección, lo que permitió el retroceso de las epidemias pero no la erradicación del mal: la tasa de mortalidad por viruela, inferior a 2/100.000 en las dos últimas décadas del siglo en Alemania y Suecia, llegaba a 62 en Austria, 102 en Hungría, 59 en Italia, 37 en Francia, 15 en Bélgica y 54 en San Petersburgo.

En cuanto a Inglaterra, la acción de las ligas y la abrogación de facto, en 1898, de la ley de 1867, la hicieron retroceder: de 0,22/100.000 hacia 1890, la tasa de decesos debidos a la viruela en Londres aumentó a 8/100.000 hacia 1904, es decir, a una tasa mayor que las registradas en París, San Petersburgo y Berlín. Asimismo, mientras que en todas partes se recurría a la vacuna animal (encontrándose Francia e Italia a la cabeza), Inglaterra lo hizo tardía y lentamente. Al comienzo del siglo XX la enfermedad había cambiado en algunos aspectos: ya no atacaba localidades o familias enteras, sino a las categorías más desvalidas de la población, y habría de provocar reacciones de pánico a la manera de plagas como la peste o el cólera.

La vacunación contra la viruela fue la primera gran empresa estatal de sanidad pública, y contribuyó a que se dotara de infraestructuras médicas a las poblaciones, las cuales debieron confiar masivamente la salud de sus hijos a la ciencia médica y a los médicos. Sus avatares hicieron reflexionar al cuerpo médico sobre la insuficiencia de un remedio que se aplica sin enfrentar los problemas de la higiene y de las condiciones de vida de los más desfavorecidos. Pero el desencadenamiento del cólera sobre Europa desempeñará un papel aún más importante en esta toma de conciencia.

Interferencias entre plagas epidémicas e higiene

Además de la viruela, el norte de Europa conoció durante el siglo XIX epidemias de disentería, fiebre tifoidea, difteria y sarampión, junto con el aumento de enfermedades sociales como la sífilis y la tuberculosis (llegada con anterioridad pero reconocida como epidemia en los últimos años del siglo y, sobre todo, en la primera mitad del siglo XX), y también el alcoholismo. En España el tifus, la fiebre amarilla y el paludismo, y en Italia la pelagra, el tifus petequial, e incluso, en 1815, un regreso de la peste, limitado, es cierto, a Noicattaro, vinieron a completar esta lista. En Rusia, única en su género a este respecto, un brote de peste se abatiría sobre una región del Volga en fecha tan tardía como 1878-1879. Pero antes de que la tuberculosis pasara a ocupar el primer plano, las grandes olas de cólera representarían un duro golpe para las conciencias de la época, aun cuando esta enfermedad, ligada a los acontecimientos políticos que sacudían a Europa en el siglo XIX y al movimiento higienista, más que provocarlos, los acompañaba.

El texto de esta entrada es un fragmento del libro: «La conquista de la salud en Europa
1750-1900″ de Calixte Hudemann-Simon

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