La tiranía de las naciones pantalla

Pascual Serrano presenta ‘La tiranía de las naciones pantalla’

A lo largo de la historia, el sujeto que controlaba el poder y dominaba al mundo ha ido variando. La aristocracia, la burguesía, el proletariado en algunas revoluciones, las multinacionales… Por supuesto, también ese protagonismo era objeto de controversia y, claro, de legitimidad en función de las ideologías.

Hoy día, quizá no hay discrepancia entre las personas de diferentes ideologías al señalar el poder que se analiza en este libro, el de las pantallas. Un poder que, tras leer este trabajo, explicará el porqué del título: La tiranía de las naciones pantalla.

Todos coincidiremos en el diagnóstico de algunos problemas que asolan nuestra sociedad: la ausencia de privacidad y el culto al narcisismo, la sensación de que ya no somos capaces de concentrarnos y vivimos distraídos por las notificaciones de nuestro móvil, la invasión de los bulos que está haciendo tambalear nues- tra confianza en las instituciones, la desconfianza en los medios de comunicación, la destrucción de la comunicación personal física y vecinal. Pues bien, el autor de este texto, Juan Carlos Blanco, logra demostrarnos que detrás de todo ello hay un solo fenómeno: las naciones pantalla. Es decir, las macroempresas de las nuevas tecnologías que son ya más importantes en nuestras vidas que los Estados.

Blanco es un periodista que sabe cómo funciona el sistema. Además de consultor en comunicación, colabora en diversos programas de análisis político de radio y televisión. Dirige el pódcast Algohumanos y asesora a empresas en estrategias de comunicación corporativa. Fue director de El Correo de Andalucía y antes subdirector del Diario de Sevilla.

En La tiranía de las naciones pantalla: Cinco pecados capitales de las plataformas que gobiernan internet, Blanco repasa también los antecedentes que nos llevaron a esta situación; por ejemplo, nos recuerda que, allá por 2010, pensamos que con un móvil, internet y las redes asaltábamos los cielos. Nos habíamos sacudido la mediación oligarca de medios de comunicación y partidos políticos, y los ciudadanos nos movilizábamos de forma autónoma y soberana. Hoy nos hemos dado cuenta de que nos han descargado encima un contenedor de basura. Aquella supuesta «democratización de la información» sólo ha sido una «democratización de la desinformación». Ahora los bulos ya no te los manda ningún poderoso, te los manda tu cuñado y tu compañero de trabajo, dando una pátina de veracidad.

La tiranía de las naciones pantalla

Sabemos con certeza que las naciones pantalla tienen más presupuesto del que manejan nuestros Estados, pero no sé si somos conscientes de que incluso les hemos dado más competencias. Facebook o X pueden eliminar y proscribir contenidos informativos de un modo que no permitiríamos a nuestros Gobiernos, porque lo consideraríamos censura. Amazon acepta quejas de consumidores sobre otras empresas y gestiona indemnizaciones con más diligencia que cualquier oficina de consumo pública. Google conoce mejor la situación del tráfico que nuestra Policía. Un error de Microsoft puede bloquear nuestra administración pública de forma más exitosa que la mayor huelga de funcionarios. Uber conoce los desplazamientos de los ciudadanos mejor que cualquier pulsera de seguimiento policial… Si hace cincuenta años le hubieran dicho a un ciudadano que habría unos agentes privados con todo ese poder, sin ninguna duda estaría pensando en un golpe de Estado que había derrocado al Gobierno. Sin embargo, como la rana que se va cociendo lenta- mente en el agua sin percibirlo según se va calentando, nosotros hemos ido aceptando unas competencias y poderes de las naciones pantalla inimaginables hace unas décadas.

Juan Carlos Blanco también analiza la evolución que sufren estas aplicaciones. Cómo comienzan ofreciendo algo valioso y útil y, poco a poco, cegados por la rentabilidad y la presión de los anunciantes, terminan degenerando. A pesar de ello, parece que su único declive se materializa cuando dejan de ser rentables. Ni el auge de las fake news en sus contenidos, ni la crispación social que generan, ni los problemas psicológicos que producen en los más jóvenes logran ser motivo suficiente para que los poderes públicos se atrevan contra las naciones pantallas. Quizá, y ese es otro de los problemas, porque su poder electoral puede ser decisivo. Se vio con el caso de Cambridge Analytica en las elecciones estadounidenses de 2018, el poder de los grupos de WhatsApp en las elecciones que ganó Bolsonaro en Brasil, o el de Telegram en el avance de Alvise en las españolas. Recientemente lo hemos visto también en la importancia que le ha dado Elon Musk a X en la lucha electoral que ha llevado al poder a Trump.

Como dice Blanco:

Las plataformas no se paran a pensar en si los contenidos que publican en su seno son ciertos o falsos o si son vejatorios, amenazantes, agresivos, humillantes o divisivos. Les da igual si los partidos políticos extreman sus posturas para reafirmarse ideológicamente y sueltan acusaciones sin fundamento, o si algunos de sus seguidores propagan bulos o mensajes cargados hasta arriba de bilis. Y no se sienten concernidos cuando los ponen en el punto de mira como coautores de la destrucción de la atención entre los más jóvenes. Lo que quieren es ganar dinero. Y por eso no se responsabilizan de lo que se dice o de lo que pasa dentro de sus muros.

Con una metodología maestralmente pedagógica, Juan Carlos Blanco repasa a lo largo del libro La tiranía de las naciones pantalla los cinco pecados de las plataformas que gobiernan internet e insiste en lo más importante: «tu responsabilidad individual y tu capacidad para rebelarte y aportar para el cambio». El autor nos pide no ser esclavos de nuestros dispositivos, convertirnos en activistas domésticos que controlan las herramientas tecnológicas que se usan en el día a día. No voy a citar en este momento los cinco pecados, pero les adelanto que, sólo con leerlos, el lector los irá reconociendo. Eso sí, cuando uno termina de repasarlos, creo que llega a la conclusión de que, más que pecados, deberían ser delitos. No lo son por el poder y la impunidad que tienen las empresas pantalla sobre los Gobiernos. Los pecados forman parte de la moral y religión de cada uno; los delitos, en cambio, son violaciones de las leyes y deben ser perseguidos y castigados por los poderes públicos. Nos jugamos que nos manden las personas que elegimos o que nos manden los algoritmos.

Si recogemos la terminología que acuñó Umberto Eco, Blanco no es ni apocalíptico ni integrado. Es decir, no cree que la situación que vivimos sea tan catastrófica como para no reconocer los avances y ventajas que las nuevas tecnologías nos han proporcionado, no es un ludista que quiera romper los móviles a patadas; pero tampoco se resigna a aceptar la situación actual, que considera muy preocupante, y por ello nos alerta del peligro.

Por tanto, estamos ante un libro que puede situarse entre el equilibrio del reconocimiento de los beneficios de las nuevas tecnologías y la necesidad de protegernos de ellas.

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