No cierres los ojos Akal
sevilla
Vista de Sevilla y del río Guadalquivir (siglo XVI), donde llegaban los galeones de la Flota de Indias.
Cuadro atribuido a Alonso Sánchez Coello.

Aunque la expansión comercial entre Europa y América se reflejó en un incremento de toda clase de actividad económica –en la construcción naval, en la producción de textiles, de productos metalúrgicos, de vino, de trigo y aceite para un creciente mercado americano–, su manifestación más espectacular fue, evidentemente, la plata extraída de las minas americanas. La segunda mitad del siglo XVI fue sobre todo la edad de plata de Europa, a medida que el metal blanco invadía el continente; el oro, por el contrario, se hacía cada vez más escaso.

Las cantidades de plata que entraron en Europa fueron muy considerables, como sugieren las cifras de los envíos registrados en Sevilla:

Periodo Para la corona
española (ducados)
Para los particulares
(ducados)
Total (ducados)
1561-1565 2.183.440 11.265.603 13.449.043
1566-1570 4.541.692 12.427.767 16.969.459
1571-1575 3.958.393 10.329.538 14.287.931
1576-1580 7.979.614 12.722.715 20.702.329
1581-1585 9.060.725 26.188.810 35.249.534
1586-1590 9.651.855 18.947.302 28.599.157
1591-1595 12.028.018 30.193.817 42.221.835
1596-1600 13.169.182 28.145.019 41.314.201

Toda esta plata no quedó para siempre en manos de los europeos, pues en parte marchó hacia el oriente, como pago por la compra que hizo Europa de productos asiáticos de lujo. Tampoco toda la plata que permaneció en Europa fue convertida automáticamente en moneda para llenar los vacíos almacenes del continente de capital líquido. Después de todo, el siglo XVI fue el siglo de Benvenuto Cellini, y grandes cantidades de plata y oro fueron a parar a las hábiles manos de los joyeros y de los plateros, cuya producción de complicados trabajos de cálices, crucifijos, candelabros e incensarios contribuyeron a estimular, pero nunca a satisfacer, el insaciable apetito de la elite europea de los objetos más espectaculares y extravagantes, productos de una forma civilizada de vida.

La afición, cada vez mayor, por el lujo contribuyó sin duda a que la plata fuese relativamente escasa en forma de dinero en una época en la que era distribuida tan profusamente por toda Europa como no lo había sido hasta entonces. La masa de la población rural de Europa apenas podía poner sus ojos en una moneda de oro o de plata, pues las transacciones a nivel de pequeñas poblaciones, cuando no se hacían por medio del crédito y el trueque, se llevaban a cabo con pequeñas monedas de cobre y de aleación, cuyo número creció rápidamente, mientras que su valor intrínseco disminuía. La plata que circulaba en forma de moneda se solía concentrar en las ciudades más grandes y era particularmente utilizada para los propósitos del estado y para la adquisición de productos de lujo en el extranjero. Sin embargo, estaba presente en suficiente cantidad como para que un reducido número, aunque en aumento, de observadores sugiriese que era, al menos, una de las causas que contribuía a configurar uno de los más sorprendentes fenómenos de la época: la elevación del coste de vida.

A mediados del siglo XVI, el alto nivel de los precios se había convertido en el objeto de vivas y ansiosas discusiones en muchas partes de Europa. Este debate era especialmente intenso en España, en donde los precios de la década de 1550 habían subido a más del doble con respecto a los registrados a principios de siglo. La elevación del coste de la vida no solo fue una fuente de constantes quejas en las cortes de Castilla, sino también extendió la conciencia de que los productos domésticos habían llegado a ser mucho más caros que aquellos similares importados del extranjero. Los círculos universitarios de Salamanca estaban ya comenzando a hacer, a mediados de siglo, un intento de conexión entre la disminución del valor de cambio de la moneda española y su relativa abundancia en la península; así, en un tratado de 1556, uno de los más distinguidos profesores de Salamanca, Martín de Azpilicueta, relacionó directamente el nivel de los precios españoles con la plata americana:

«Vemos por experiencia que en Francia, donde el dinero escasea más que en España, el pan, el vino, el vestido y el trabajo valen mucho menos. E incluso en España, en tiempos en que el dinero era más escaso, los productos que se vendían y el trabajo se daban por mucho menos que después del descubrimiento de las Indias, que inundó el país de oro y plata».

Estas primeras insinuaciones de la teoría cuantitativa encontraron un exponente más celebrado en 1568, cuando Jean Bodin publicó su Response à M. de Malestroit, sobre las causas de la elevación de precios en Francia. Las ideas de Bodin habían comenzado a circular con cierta profusión en Inglaterra alrededor de 1581, y desde finales del siglo XVI la relación entre el metal precioso y la inflación en Europa se convirtió en un lugar común. Sin embargo, este argumento no adquirió precisión estadística hasta 1934, con la publicación del profesor Earl J. Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, la cual sugería que la correlación entre las importaciones registradas de plata a Sevilla y el movimiento de los precios españoles era demasiado estrecha para ser una coincidencia.

Sin embargo, ni Azpilicueta ni Bodin alegaron que la plata americana fuese la sola causa de la elevación de precios, y semejante afirmación tropieza con un buen número de serias dificultades. En Italia, por ejemplo, la elevación de precios más acentuada de todo el siglo tuvo lugar entre 1552 y 1560, en una época en la que la plata americana estaba entrando en la península aparentemente en cantidades demasiado pequeñas para producir un impacto espectacular sobre los precios. En los años posteriores a 1570, cuando estaban inundando Italia grandes cantidades de plata procedentes de España, los precios italianos cayeron de hecho. Así pues, hubiese sido perfectamente posible explicar la elevación de precios italianos de la década de 1550 sin hacer referencia a la plata americana, sino simplemente relacionándolos con el establecimiento de la paz, la recuperación de la población y el auge de la reconstrucción después de las devastaciones de la guerra.

También podrían darse explicaciones similares para otros lugares de Europa. Uno de los hechos más llamativos de la gran inflación del siglo XVI es la tendencia de los precios de los alimentos, y especialmente de los del grano, a elevarse de una forma más acentuada que los de los productos manufacturados. Esto era lo que podía esperarse de una sociedad en la que se estaba incrementando la población a un ritmo más rápido que la capacidad de la tierra para alimentarla. Desgraciadamente, las estadísticas para la población del siglo XVI son fundamentalmente especulativas, y existe la tentación natural, ante la falta de firme evidencia, de establecer el argumento circular de que el crecimiento de la población es la causa inmediata de la elevación de precios, la cual, a su vez, es la prueba evidente de que la población está creciendo. El crecimiento de la población en las ciudades puede estar razonablemente bien documentado, pero resulta mucho más difícil descubrir evidencia estadística fidedigna para el movimiento de población en el campo. Sin embargo, el balance general, tanto de la deducción como de la evidencia, indica un incremento sustancial en la cifra total de la población de Europa entre mediados del siglo XV y finales del XVI: quizá de cincuenta o sesenta millones hasta alrededor de noventa millones de personas en ciento cincuenta años. La distribución nacional de esta población alrededor de 1600 parece haber seguido el orden siguiente:

Inglaterra y Gales 4,5 millones
Escocia e Irlanda 2 millones
Países Bajos 3 millones
Escandinavia 1,4 millones
Polonia y Lituania 8 millones
Alemania 20 millones
Francia 16 millones
Italia 13 millones
España y Portugal 8 millones
Turquía (europea y asiática) 18-30 millones

Aunque todas estas cifras representan un incremento sobre las cifras estimadas para comienzos del siglo, hubo inevitablemente grandes variaciones en la rapidez y en el grado de crecimiento de la población. En algunas regiones, como en la del Languedoc, el rápido crecimiento de comienzos del siglo XVI acabó alrededor de 1560- 1570. En cualquier otro lugar, como en Cataluña, al otro lado del Languedoc, el crecimiento parece haber continuado hasta comienzos del siglo XVII. Pero, salvando las variaciones locales, el siglo XVI fue predominantemente un siglo de crecimiento para la población, un siglo en el que fueron enmendados los daños creados por la peste negra, y una vez más hubo demasiada gente en Europa, demasiadas bocas que alimentar.

El crecimiento de la población de Europa tuvo inevitablemente profundas consecuencias sociales y económicas. Produjo una demanda cada vez mayor sobre los productos alimenticios y sobre la tierra. Amplió aún más las miserables filas del más grande ejército europeo, el de los hambrientos y vagabundos. Provocó una amarga competencia por los empleos y ocupaciones, a la que respondieron los gremios y corporaciones cerrando sus puertas a los recién llegados y elevando sus cuotas de entrada. Marcó de una forma definida las líneas de separación entre los privilegiados y los que no lo eran, exacerbando antipatías sociales y creando nuevas frustraciones sociales. Y convirtió a los hombres en nómadas, bien como mercenarios bajo la paga de capitanes extranjeros, o como emigrantes en busca de nuevas oportunidades, o simplemente como vagabundos. Las ciudades, los ejércitos, las colonias de la Europa del siglo XVI fueron testigos elocuentes de una población en movimiento.

Contribuyó también a la disminución de los salarios y a la elevación de precios, aunque el grado de su responsabilidad en la gran inflación es imposible de determinar. El mismo Bodin señaló el crecimiento de la población como una de las causas de la elevación de precios en Francia. Sin embargo, no lo consideró como una causa tan significativa como el influjo de los metales preciosos. Este influjo lo atribuyó al crecimiento del comercio extranjero, al desarrollo de una bolsa internacional en Lyon y a la emigración estacional de trabajadores de Francia a España, donde podían ganar salarios más altos y gastarlos a su vuelta. Señaló también el aumento del consumo de calidad, los gastos crecientes de los príncipes, nobles, comerciantes y ricos ciudadanos en sus casas, sus vestidos y sus alimentos y en todos aquellos lujos que habían llegado a ser considerados, hacía poco tiempo, como esenciales para los hombres de rango y de calidad.

Para el oponente de Bodin, Malestroit, la devaluación del dinero era el villano de la obra. En efecto, en algunos países, como en la misma Francia, la devaluación de las monedas de plata motivó violentas alteraciones de precios; sin embargo, en España, Felipe II resistió con éxito la tentación de envilecer la plata, y, por tanto, la explicación de la elevación de los precios españoles debe buscarse en otra parte. La radical variación de circunstancias, de una estación a otra, de determinado país a su vecino, pone de manifiesto que ninguna explicación es completamente correcta o completamente equivocada. En una época o en otra, la mayor parte de las causas aducidas por Bodin y sus contemporáneos parecen haber salido a escena bajo alguna forma o permutación, y la búsqueda de una explicación unificada que cubra cualquier variación de tipo local, desde Madrid hasta Fráncfort y Cracovia, continúa siendo una indagación esperanzadora. Pero en términos generales, parecería razonable afirmar que, después de un largo periodo de precios relativamente estables a finales de la Edad Media, los precios comenzaron a elevarse bajo el estímulo de una demanda creciente, demanda impulsada por el crecimiento de la población, la expansión de la actividad comercial y los cambios en los hábitos de gasto de los príncipes y de la aristocracia. La plata, primero la de las minas de la Europa central, y después, y cada vez más, la de las Indias, contribuyó en parte a aliviar la desesperada escasez de capital líquido producida por el crecimiento de la demanda. Pero al mismo tiempo causó también una acusada alza local de precios cuando fue introducida de repente, en grandes cantidades, en áreas donde desde antes existía una gran carestía de plata; y a medida que se extendió por Europa produjo un impacto más general al estimular la actividad en momentos de expansión y al impedir la caída de los precios por debajo de un cierto nivel en los periodos en los que el comercio decaía.

En comparación con las alzas de precio del siglo XX, la inflación del XVI no fue, de hecho, muy grande, pero atrajo mucho la atención de los contemporáneos, en parte porque se trataba de un nuevo fenómeno después de un largo periodo de estabilidad de los precios, y en parte porque fue acompañada por cambios espectaculares en la distribución de los ingresos, lo cual parecía dramatizar la fragilidad y la precaria condición de los asuntos humanos. Algunos sectores de la sociedad de la década de 1560 atravesaban una situación sustancialmente peor que la de sus abuelos, y así se comprendía. En particular, los asalariados, ya se tratase de trabajadores del campo o de artesanos urbanos, se vieron gravemente afectados. Por toda Europa, los salarios fueron cojeando detrás de los precios, aunque en un momento dado hiciesen un esfuerzo supremo repentino, cuando por alguna razón se intensificase la demanda de trabajo, como sucedió en Amberes al final de la década de 1550. Así, las grandes ciudades europeas se poblaron a finales del siglo XVI de artesanos semiespecializados o sin especializar y de trabajadores eventuales, cuyos empleos fluctuaban acusadamente con el nivel general de prosperidad, y cuyo bajo nivel de salarios no podía alcanzar una repentina elevación del precio del pan causada por una mala cosecha o porque los envíos de grano no llegaban a tiempo. Como las autoridades municipales supieron muy bien, esta gran masa de ciudadanos desempleados o con míseros empleos, que vivían al borde del hambre, representaban una amenaza latente para la paz pública. Así pues, los regidores de la ciudad hacían desesperados proyectos para la compra de grano en grandes cantidades, que se guardaban en graneros municipales para casos de emergencia, pues sabían que, de lo contrario, habría saqueo y pillaje a cargo de la turba hambrienta.

Si los asalariados fueron las principales víctimas de la elevación de precios del sigl XVI, sus principales beneficiarios fueron –o al menos debieron haber sido– los propietarios de tierras y los productores de alimentos. Ante la acentuada alza del precio del grano, el campesino, el granjero y el noble propietario de tierras estaban aparentemente en condiciones de salir ganando. Pero aunque el siglo XVI fue una época de beneficios agrícolas, no existía ninguna garantía automática de que esos beneficios fuesen a parar a los bolsillos de aquellos que realmente poseían o trabajaban la tierra. Con frecuencia, era el intermediario –el administrador, el rentista, el arrendatario– el que más se beneficiaba de la prosperidad agrícola. A menudo, el pequeño campesino se encontraba agobiado como consecuencia de la mala cosecha y de la abrumadora carga de sus deudas. El noble o el caballero propietario se encontraban desarmados ante los contratos establecidos por sus antecesores en los días en que el dinero valía más que ahora.

Incluso cuando los propietarios de la tierra consiguieron subir sus rentas y tributos, sus ganancias fueron fácilmente enjugadas por el alza del coste de vida y por su incapacidad –o su negativa a ajustar sus necesidades a su presupuesto–. La pobreza de la nobleza francesa debía ser achacada, principalmente, de acuerdo con el dirigente hugonote François de La Noue, a «las faltas cometidas por el gasto de su riqueza». Se malgastaron grandes sumas en vestidos y en edificios («pues hasta los últimos sesenta años no se ha restablecido la arquitectura en Francia»), en alimentos y en muebles y en todos los símbolos externos de la categoría y el rango. Ahora que una educación oficial o universitaria estaba convirtiéndose en pasaporte indispensable para conseguir un puesto bajo la corona, los nobles se encontraron con grandes gastos en la educación de sus hijos. Existían también los gastos del servicio militar, que el mismo La Noue no consideraba ruinosos, según la curiosa creencia de que los nobles servidores serían recompensados adecuadamente por un rey agradecido. Sin embargo, muchos nobles inferiores y gente acomodada, ya fuesen franceses, flamencos o castellanos, encontraron en el servicio de las armas un camino para escapar, aunque temporalmente, de las preocupaciones que los agobiaban. Para estos capitanes empobrecidos, la paz no traía ningún beneficio. Muchos caballeros de Francia y de los Países Bajos se encontraron de repente encumbrados y cesantes a causa del licenciamiento de los ejércitos después de Cateau-Cambrésis, en una época en la que el apremio para gastar aumentaba y los costes continuaban elevándose.

Los problemas económicos que se produjeron como consecuencia del alza de precios se convirtieron, pues, alrededor de 1560, en una fuente de potenciales descontentos. Una nueva fase de expansión económica podía haber comenzado con el final del conflicto Habsburgo-Valois, una expansión estimulada por el crecimiento de la demanda en Europa y por el desarrollo del comercio europeo occidental con las tierras de Europa oriental y el Nuevo Mundo a través del océano. Sin embargo, los beneficios de la expansión no fueron distribuidos con equidad. Había, sin duda, mucho dinero que ganar en el comercio, en la agricultura, en los bancos, en el gobierno y en la legislación. Pero había también miseria, empobrecimiento y hambre en grande y creciente escala. Los caballeros endeudados, los deprimidos asalariados, los pequeños campesinos que habían huido a refugiarse en la ciudad, eran víctimas del siglo, futuros miembros del ejército de los descontentos. En el clima religioso y social de la década de 1560 no hubiese sido excesivamente difícil movilizar estos ejércitos, que hubiesen sido refrenados por poco más que la siempre frágil autoridad del Estado europeo.

El texto de esta entrada es un fragmento del libro “La Europa dividida. 1559-1598”  de John H. Elliott

“La Europa dividida. 1559-1598” – John H. Elliott – Siglo XXI Editores

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